Argentina: ¿Quién es el dueño de las cacerolas?
La Prensa, Buenos Aires
El estado de excepcionalidad en el que estamos viviendo ha puesto en pausa varios de nuestros problemas que, no por congelados, hay que darlos por desaparecidos. Pero ha colocado de manifiesto a uno en particular: lo pornográficamente cara que nos cuesta la clase política, a la que, además, no se le puede atribuir ninguna virtud por más onda que le pongamos.
El malestar de confinamiento, sobre todo para el grupo de personas que, si no trabaja todos los días no come, se suma al hecho palmario de que la crisis económica que ya estábamos viviendo se va a agigantar en breve. Todos verán sus ingresos reducirse y muchos incluso los verán desaparecer. En ese contexto, cobra una dimensión dantesca que la clase política se haga olímpicamente la distraída a la hora de reducirse los salarios. Lo que es peor, se adjudican partidas para hacer clientelismo y sin la menor empatía miran con desdén como padece la caída en sus ingresos la gente que les da de comer.
Las medidas adoptadas en el marco de la cuarentena afectan derechos y libertades fundamentales. Pero si una ley va a alterar el curso normal de la vida de los argentinos lo menos que se puede demandar al poder, es virtuosismo a la hora de que las disposiciones al afrontar la crisis sanitaria sean igualitarias y humanamente aceptables.
Trágica pobreza
La Argentina ya había cerrado el año anterior con una caída de sus riquezas cuando el coronavirus no estaba ni lejanamente en los radares. La caída de las riquezas se traduce en pobreza que aparece trágicamente encallada en el 35%. Paralelo a esto, el Estado argentino ha crecido como un gigante gordo y enfermo que en el año 2002 se comía el 26,7% de lo que los argentinos producíamos y que actualmente se come más del 50%. ¡Y ojo que ya en el 2002 era un gordo mórbido!
Problemas y más problemas: mucho más de la mitad de la población recibe plata del Estado. Una escandalosa burocracia que es imprescindible exclusivamente para automantenerse a sí misma en movimiento. En consecuencia se precisa una intervención estructural que modifique el funcionamiento de la administración pública, simplificando procedimientos y eliminado todos los trámites prescindibles, y por otro que determine qué funciones públicas han de ser prestadas por el Estado. Porque cuando las papas queman el gordo monstruoso que alimentamos sin parar demuestra no tener reflejos ni ninguna capacidad de gerenciar crisis ni de cuidarnos.
La posibilidad de que colapse ese monstruo obeso que se come más de la mitad de nuestro trabajo ya era muy importante a finales de 2019. Los brindis que saludaban al 2020 que llegaba, se hacían a sabiendas de que se venían malos tiempos. Pero este parate fenomenal, este apagón de toda actividad traerá aparejados una caída de los ingresos enorme sumada a las deudas que difícilmente podamos afrontar. A duras penas vamos a poder mantener funcionando lo básico, así que no quedará otra que poner al gordo a dieta.
Las empresas, los comerciantes, los profesionales, los monotributistas y las familias, transfieren a cotidiano sus riquezas al Estado (al gordo insaciable) y este dinero termina en los bolsillos de los funcionarios que ahora se niegan en redondo a recibir un solo centavo menos.
El obeso enfermo
Hablar de crisis del coronavirus es hablar de la crisis de ese obeso enfermo. La inmensa estructura estatal comandada por una casta que antepone sus intereses más pedestres a criterios técnicos, una sociedad ingenua convencida de que su existencia estaba resguardada por el obeso y, sobre todo, una escala de valores para la cual ciertos grupos, como los ancianos, no tienen dignidad ni importancia, ya que ni se manifiestan ni gritan en redes sociales. Ciudadanos de segunda que fueron condenados esta semana a un contagio seguro, por cientos de miles de funcionarios que cobran del Estado para gestionar a la tercera edad y que fueron incapaces de organizar el simple cobro de una jubilación. ¿Tiene sentido mantener a esos funcionarios?
Volvamos a la legitimidad y credibilidad de un gobierno en una situación de crisis. La idoneidad de una norma no puede estar reñida con su adecuación y su adopción debe ser obsesivamente pareja. Esto no es baladí, porque el respeto a la igualdad ante la ley hace al acatamiento y contribuye a la paz social. Si un grupo de ciudadanos es vigilado y multado por no respetar la cuarentena, no puede haber otro que pueda festejar la (no urgente) inauguración protocolar de un hospital con aplaudidores y periodistas enroscados en dulce montón. No es respetable una norma voluble o parcial. En el mismo sentido, no se puede pedir sacrificio económico a un sector y proteger corporativamente a otro. No es moral y además no es inteligente.
La decisión que obliga a millones de ciudadanos de este país a permanecer encerrados en su casa sin poder desarrollar normalmente su actividad laboral, no puede ser legítima si dejan intactas sus obligaciones fiscales. Ante la propuesta de baja de impuestos y de salarios públicos salen raudos todos los políticos y sus esbirros a militar su forma de subsistencia. No se trata del partido en el poder sino de todos, porque son activistas con cargo público y defender el cargo es parte de su trabajo.
En un desfile vergonzoso de excusas e indignación los políticos dicen que no es posible reducir la cantidad de dinero que nos exigen porque una caída de recaudación implica que no se pueda pagar el gasto. ¡Y no, querido, esa es la idea! Pero no hay caso, ellos tienen que seguir alimentando al obeso mórbido a reventar, así deban hacer quebrar negocios y familias. El pan de tu mesa es mil veces menos importante que las tortas que come el gordo.
Los ciudadanos salieron a protestar como pudieron, golpeando cacerolas desde sus balcones. La reacción fue variopinta: fingir demencia, achacar la razón del cacerolazo a cualquier cosa o tildar a los protestones de desagradecidos o de trols del macrismo. Algunos políticos opositores quisieron adjudicarse el poder de hacer que miles de argentinos salgan a protestar. Cualquiera de estas respuestas no deja de ser una pretensión patética. Ni el macrismo, ni los medios, ni nadie tiene hoy la capacidad de aglutinar o canalizar la bronca. Simplemente porque son o han sido parte del problema. La demanda de que se bajen los salarios no es “exclusivamente” para los funcionarios kirchneristas sino que se pide “a los políticos”.
La demanda va a crecer
Es una demanda que ya se ha instalado, tal vez no sea constante pero va a crecer y es muy sano porque “los políticos” no bajarán de peso por sí solos. Hay mucha tela para cortar y acá viene la milonga: el coronavirus y la crisis económica que se avecina son su escenario perfecto para poner al pobrismo en el centro de la política. El objetivo del pobrismo no es paliar la escasez sino encontrar un culpable que pueda ser enemigo. Tan fácil como establecer dicotomías: chetos o pobres, economía o salud, neoliberalismo ajustador o Estado salvador. Este tipo de pensamiento maniqueo exige de un único padeciente y un único culpable. El objetivo es desviar las responsabilidades derivadas de la imprevisión y la corrupción frente a la gestión de la salud pública, hacia el egoísmo de los chetos por sus viajes, medicinas prepagas, o cualquier otro item que exacerbe el resentimiento.
Hora de entender lo que significa la “propaganda de guerra”. Apelaciones al heroísmo de los funcionarios, del sacrificio por las horas que están trabajando, de que están dando batallas, de que se ponen la crisis al hombro. Medios y celebridades y casi cualquier bicho que ande suelto nos alecciona en la gravedad de la crisis y la bondad de los gestores, en la responsabilidad como ciudadanos de apoyar y no criticar. El mensaje es simple, ellos deciden a qué se debe temer, qué cosa es secundaria, cómo reaccionar ante el miedo y cuándo es tiempo o no para reclamar. La sociedad está a merced, casi sin alternativa, del servilismo y genuflexión de los medios que mayoritariamente han desalentado las protestas porque ellos no consideran que sea el momento.
Las cacerolas, las tendencias en redes y cualquier otro tipo de protesta contra la confiscación de nuestras libertades y bienes da resultado. Ya han tenido que dar marcha atrás en varias ocasiones. Es una forma inorgánica de manifestación porque la sociedad no tiene, hoy, una representación institucional que la contenga. Nadie es dueño de las cacerolas, es el ciudadano, solo, encerrado en su casa pidiendo ley justa, que le devuelvan las libertades que le pertenecen y su capacidad de producir antes de que el obeso gigantesco caiga por su propio peso sobre nuestras cabezas.
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