Ese mundo de antaño, el que conocimos, ya no existe
El encierro comenzó cuando el cataclismo ya era inevitable.
Al principio aventurarse a caminatas solitarias (o al menos evitando a gente que todavía paseaba en grupos) parecía razonable. Incluso apetecibles con el fin de no perder la sana costumbre del mejor ejercicio cardiovascular. La idea de un confinamiento prolongado todavía era muy nueva y el cerebro tarda en acomodar situaciones que nunca antes se nos antojaron posibles.
Pero el estallido de esta pandemia que recorre el mundo con crueldad indiscriminada ha convertido una distopía lejana en una realidad que ahora es parte de nuestro día a día.
La amenaza del COVID-19 amainará con el número de personas que adquieran anticuerpos y con la eventual llegada de una vacuna, pero indudablemente su huella letal le ha propinado un vuelco a las vidas de todos que difícilmente es reversible. Nuestro hábitat, tal y como lo conocimos, hoy es uno muy distinto. Inhóspito y frágil.
El propio aislamiento –que por el momento es lo único que garantiza romper la cadena de contagios– es el estreno de un universo nunca antes explorado por la mayoría de las personas. Ha sido como entrar en un túnel donde las horas se deshacen como cera.
Al principio del encierro los recuerdos recientes eran vívidos: aquella cena en el restaurante. La última película que vimos en el cine. El abrazo con los amigos al final de la velada.
La comida familiar de los domingos. El concierto multitudinario. Evocaciones que se diluyen en limbos que nos llevan de la mañana a la noche enclaustrados en un paisaje inmutable. Alcanzar la puerta es asomarse a un abismo. Ya no hay tierra firme que se divise en el horizonte.
Uno pensaría que el confinamiento, como una suerte de presidio, conduciría a un agobio insoportable, pero no es necesariamente cierto. Como el ratón condenado a una existencia de laboratorio, el ser humano también se adapta a la jaula y hace de una rueda que gira y gira una rutina extrañamente llevadera. Cuando el preso es excarcelado no es raro el sentimiento de aversión al exterior por lo que de peligro implícito tiene abandonar el cascarón por precario que éste sea.
En medio de la pandemia, poner un pie en la calle es salir de la burbuja para transitar en un entorno que obliga a dejar atrás las señales de afecto y de familiaridad urbana. Las mascarillas y guantes son los nuevos escudos en una guerra contra un enemigo invisible y con soldados que no pueden ir acompañados para cuidarse las espaldas. Cuando afuera acecha el peligro, la reclusión es un santuario.
Dicen que tal vez para principios del verano, cuando gran parte de la población haya estado expuesta al virus, podríamos salir de las madrigueras y deambular nuevamente por las calles que una vez estuvieron llenas. Aquellos bulevares y cafés. Los balnearios y parques. Las celebraciones y los teatros. Ocupar el escenario, pero sin aquellos que sucumbieron a esta plaga. Deberíamos estar listos como quien aguarda que se suba el telón.
Volver a salir con la ligereza de antaño. Eso ya no puede suceder. Desde la ventana del encierro el mapa de la existencia ha dibujado otras fronteras y ya no reconoce el viejo orden.
Nos han dicho que deberíamos desterrar el apretón de manos. Bastará con tendernos al sol y recordar el mundo que fue.
©FIRMAS PRESS
- 23 de enero, 2009
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