Ángela Merkel, la sabia de la tribu
En medio de la incompetencia y la improvisación que exhibe la mayoría de los gobiernos que batallan contra el COVID-19 sobresale el aplomo de Ángela Merkel.
Desde que la pandemia se propagara como la pólvora, la canciller alemana se ha dirigido a los ciudadanos con franqueza, realismo y armada de datos científicos que maneja con familiaridad y conocimientos por su formación de física.
Desde el principio, su gobierno se ha asegurado de que se hicieran pruebas masivas a la población para poner en marcha el confinamiento y el sistema alemán de salud pública hasta ahora ha tenido la capacidad de atender adecuadamente a los enfermos en los hospitales. Además, las intervenciones de la canciller contrastan con las comparecencias erráticas y narcisistas de Donald Trump en Estados Unidos o la ineptitud del presidente de gobierno español Pedro Sánchez, abrumado por una cantidad de muertes que sitúa a España a la cabeza de decesos junto a Italia por el coronavirus.
Merkel afrontó con discreción una cuarentena necesaria cuando su médico dio positivo, lejos de la teatralidad del primer ministro británico Boris Johnson, que pasó de tomarse a la ligera la pandemia a padecerla en sus propias carnes mientras se recuperaba en cuidados intensivos, atendido por un personal médico extranjero que tal vez aplacó su feroz nacionalismo.se trata de dos políticos que son como la noche y el día. La canciller, a la que le falta poco para abandonar el poder, en 2015 defendía una política de acogida de refugiados que populistas como Johnson y el húngaro Viktor Orban rechazaban de plano.
Por eso no debe extrañar que ahora, cuando los países que están pasando por la curva letal del COVID-19 se plantean la reapertura gradual, Merkel es la voz que se alza frente a un coro que invoca la necesidad de poner en marcha la economía cuanto antes porque, como dijo Trump, “El remedio no puede ser peor que la enfermedad”.
Pero lo que este mensaje utilitario deja en el aire es el destino de millones de personas de 70 años o más, cuyas vidas peligran mientras no haya una vacuna. O sea, reabrir para que el dinero fluya y los más jóvenes se reinserten a la vida laboral podría condenar al segmento de la tercera edad a vivir en una cárcel permanente.
Hemos llegado a percibir como un pensamiento razonable —supuestamente el más sensato de todos en estas extrañas circunstancias— el hecho de que las personas mayores, cuyo índice de mortandad en esta crisis es pavoroso, permanezcan aisladas indefinidamente y sin apenas contacto con familiares y conocidos. La idea se vende como algo benéfico para ellas mientras el resto recupera gradualmente la cotidianidad.
Pero entonces Merkel declara en un artículo del diario español El Mundo: “Encerrar a nuestros mayores como estrategia de salida a la normalidad es inaceptable desde el punto de vista ético y moral”, añadiendo que se niega a entrar en un debate que le resulta perverso.
Hete aquí una líder de estatura que trae a colación la ética y la moral cuando los demás hablan como fariseos. Y no es que la canciller alemana viva de espaldas a una realidad ineludible, el reto de recobrar cierta normalidad antes del hundimiento económico global, pero se resiste a dejar en el camino a toda una generación que sobrevivió guerras y penurias y sacó adelante a sus hijos. Para ella es inadmisible ofrecerles como única alternativa el confinamiento.
En su plan de reapertura Merkel, asesorada por un equipo de expertos, incluye a los ancianos tomando todas las precauciones necesarias. Es decir, si algún día próximo en las calles y los parques se puede circular siguiendo las nuevas normas sociales, las personas mayores no estarían excluidas. Un cautiverio indefinido en nombre de salvar a la tercera edad es, de algún modo, su entierro en vida.
Es harto complejo lo que aborda Merkel mientras otros políticos rellenan con demagogia interminables ruedas de prensa. Esta mujer de 65 años, que ya está al borde de pertenecer al grupo más vulnerable y cuya salud ha preocupado en los últimos meses, se detiene a reflexionar sobre las consecuencias de limitar a nuestros mayores a una existencia enjaulada que terminará por apagarlos. No puede ser que nos sintamos menos responsables con un Facetime y la compra semanal que se deja en sus rellanos. Esta forma de “salvarlos” es, también, un modo de hacerlos desaparecer.
A la espera de la tan necesitada vacuna, solo sociedades que apliquen con firmeza las pautas de sanidad para garantizar en la medida de lo posible una vida digna para todos, sin discriminar por edad u otros factores, saldrán airosas de tan difícil prueba: la de la ética y la moral colectivas.
Echaremos mucho de menos a Ángela Merkel cuando se retire con la distinción y la lucidez con las que gobierna.
©FIRMAS PRESS
- 23 de enero, 2009
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