Algunas cuestiones disputadas sobre el anarcocapitalismo (XLIII): anarcocapitalismo y religión, un comentario a un libro de Beniamino di Martino (y 3)
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En los dos artículos anteriores glosamos varios aspectos del pensamiento del padre Di Martino al respecto del constitucionalismo, el Estado de derecho o la división de poderes. En este tercer y último comentario de su libro sería interesante centrarse en la cuestión de los derechos verdaderos y falsos. En el libro se nos muestra como, en general, el pensamiento isusnaturalista de Rothbard está más próximo al magisterio de la Iglesia Católica que el pensamiento de autores aparentemente más próximos a esta visión como Hayek, pero existe un punto en el cual el pensamiento anarcocapitalista parece diverger del católico, y es en la postura que ambos mantienen respecto de los llamados derechos sociales. Desde el siglo XIX la Iglesia parece haberse puesto posicionado en la postura favorable a la definición de derechos positivos mientras que los libertarios siguen manteniendo su radical oposición a los mismos, fundada en el principio de no agresión, argumentando que la verdadera libertad es siempre de carácter negativo y que la existencia de un derecho de corte positivo siempre implica la violación de la libertad de algún tercero que se vería forzado a participar de forma directa o indirecta en su financiación o prestación.
El padre Di Martino aquí parece estar más cerca de la postura de los libertarios (incluyendo a Ayn Rand) que de la postura oficial del magisterio “oficial” de la Iglesia. Nuestro autor es muy tajante a la hora de defender los derechos negativos y no sólo por principios éticos, esto es, ningún ente tiene derecho a usar la coerción o la amenaza de la misma sobre una persona, esto es, violar un derecho suyo, para garantizar la prestación de otro a un tercero. Esta cuestión es muy peliaguda moralmente hablando porque no existe una medida objetiva que permita ponderar la pérdida de uno y el beneficio del otro y, en caso de duda, entiendo que debería prevalecer el principio de no agresión. Pero entiendo que puede ser discutible moralmente esta cuestión y que la otra parte también puede tener buenos argumentos. La fuerza del razonamiento del padre es otra, y es la imposibilidad de, primero, garantizar el mismo derecho a todos a la vez. Un derecho negativo puede perfectamente ejercerse para todos a la vez, pues basta con non agredir o interferir en la vida de los otros. El derecho positivo requiere, en cambio, no sólo que existan beneficiarios del mismo, sino que al mismo tiempo existan personas que no lo ejerzan y puedan contribuir económica o físicamente a la prestación del mismo. Puede existir el derecho a la vivienda, pero se entiende que tiene que existir un número determinado de contribuyentes para financiar el derecho de los otros. Pasa como con la llamada renta básica, que supuestamente garantiza al surfista (el ejemplo es de Van Parijs, no mío) el derecho a llevar una vida de ocio y de disfrute vital si así lo desea nuestro deportista. Pero el problema del surfista es que si todos deciden aplicarse a sí mismos este atractivo derecho no tendrían quien produjese los insumos necesarios para disfrutar de su deporte. Alguien tendría que fabricar su traje de neopreno, su tabla, producir combustibles y transportes para llevarlo a él y su tabla a la playa, etc. Algunos tendrían que trabajar para que nuestro amigo pudiera disfrutar de su derecho. Si todos hiciesen como él, no habría surf ni ocio, y nada garantiza en este esquema que no quisiesen imitarlo si no todos sí una parte sustancial de la población activa.
Y, segundo, que todo derecho positivo requiere de una memoria económica, esto es, de los recursos suficientes para llevarlo a cabo. No basta con escribir el derecho en una constitución o en una ley para que estos sean ejecutados, se requiere de medios económicos suficientes, esto es, que el resto de la sociedad produzca los bienes y servicios necesarios para poderlo afrontar. Esto quiere decir que para satisfacer derechos de este tipo es necesario una sociedad rica. La paradoja es que en las sociedades muy ricas no es necesario constitucionalizar estos derechos mínimos pues de una forma u otra acaban siendo satisfechos (es lo que se llama renta de situación, esto es, si nuestros vecinos o amigos son ricos es muy improbable que yo no disfrute de bienes y servicios que no recibiría de no serlo estos). Al contrario, en sociedades pobres, que son las que normalmente precisan más de los derechos positivos, es donde a pesar de estar garantizados y constitucionalizados menos opción tenemos de que se satisfagan, dado que nuestros compatriotas no tienen con qué. Un país acosado por la miseria no es el mejor sitio para disfrutar de derechos sociales.
A esto se sumaría que algunos de los supuestos derechos positivos son discutidos por cuestiones éticas, morales y religiosas, como, por ejemplo, el aborto o la eutanasia, y reconocerlos como derechos positivos puede implicar no sólo un desembolso económico sino un conflicto moral a aquellos que son obligados a financiarlos forzosamente a pesar de desaprobarlos. Es cierto que no hay prácticamente ningún gasto público que no pueda ser de una forma u otra discutido ética o moralmente, pero también es cierto que no todo gasto discutible moralmente (producción de armamentos, vallas en fronteras…) se justifica como derecho.
Otros aspecto que se desarrolla en el libro es el que se refiere a las declaraciones de derechos que han proliferado desde la primera en plena Revolución francesa hasta la actualidad, y que cada vez so más específicas y detalladas, incluyendo ya no sólo derechos de los seres humanos sino de animales e incluso de la naturaleza. El análisis que se presenta en el escrito que analizamos es sumamente interesante también. Estos derechos se contradicen entre sí en numerosas ocasiones. Por ejemplo, las declaraciones de derechos humanos suelen incorporan alguna referencia a los derechos de propiedad, siendo subvertidas unos cuantos artículos más abajo por la subordinación de estos a una suerte de función social de los mismos. Dado que ontológicamente la sociedad no tiene existencia, entiendo que el articulado lo que quiere decir es que en cada momento la propiedad estará subordinada al criterio de lo que es social o no que tenga cada gobernante en cada momento y de acuerdo con las ideas predominantes en cada época. Esto da pie a una gran arbitrariedad potencial en el ejercicio del derecho. Las declaraciones modernas de derechos son aún más difíciles de objetivar. El derecho al paisaje, a la naturaleza o incluso a la felicidad son difícilmente operativizables en el sentido de que es casi imposible encontrar un criterio único que los defina. Por ejemplo, el derecho al paisaje (cada vez más influyente en la competencia entre derechos) incorpora criterios estéticos a la hora de obligar a los detentadores de otros derechos como el de la propiedad privada a subordinarlo a los gustos o criterios ¿de quién? ¿Cuál es el tratado de estética que se usará como canon para determinar qué paisaje es bonito o feo? Aún peor es la felicidad, que es un concepto sumamente difuso y con significados distintos para cada persona. Supongo que también acabará siendo definida normativamente. El problema es que los derechos de tercera o cuarta generación, casi todos ellos positivos, son cada vez más numerosos y se superponen sobre los tradicionales, casi todos ellos negativos. De esta forma la propia definición de derechos se asocia cada vez más con derechos de corte positivos, pasando a ser los negativos, salvo algunos, una mera antigualla. Pensemos en el viejo derecho a la libertad de expresión, cada vez más constreñido por derechos arbitrarios de corte positivo, o el cambio en los derechos de propiedad que ya no sólo cambian el título de la misma, de tal forma que a día de hoy es más pertinente referirse a ella como usufructo, sino el propio uso de la misma, como acontece con determinadas regulaciones urbanísticas, que limitan incluso la gama de colores que se pueden usar al pintar una casa en nombre de la armonía paisajística.
Todo ello está relacionado con un concepto omnipresente en declaraciones de derechos y constituciones desde que estas comenzaron a proliferar primero en Europa y luego paulatinamente en el resto del mundo, que es el del interés general o su pariente ideológico, la voluntad general de Rousseau. Supuestamente existe un interés (o una voluntad) común a todo y que es distinto de los intereses particulares de cada ciudadano. Es también una especie de ser hipostático, esto es, un ente nebuloso que flota por encima de los individuos particulares y les indica a estos o a sus gobernantes cuáles deben ser los principios que guíen sus decisiones. El problema es que tan metafísico interés, al igual que el Estado, tampoco tiene existencia ontológica, y la concreción del mismo se debe a la voluntad, en este caso no metafísica, de las personas que ejercen el poder político. Es un viejo debate este. Todos parecemos comprender la idea de algún interés general o colectivo que pueda expresarse de forma positiva, esto es, a través de una acción concreta, cuando en el mejor de los casos el único interés general que puede expresarse es negativo, esto es, como una no intervención que permita a cada persona buscar su propio interés de la forma que entienda, sin agredir o violar los derechos de los demás. Pero, por ejemplo, con la gestión de la crisis del coronavirus el concepto de interés general sale a relucir cuando se expresa la necesidad de que el Estado haga algo para paliarla. Hasta aquí podríamos estar de acuerdo, pero el problema se plantea cuando decidimos operativizar este supuesto interés general y observamos que pueden darse muchas alternativas, y muchos puntos de vista (económicos, médicos, logísticos) e, incluso, muchas posturas morales. Los gobernantes tomarán una decisión, en la cual no es cuestión menor la de pensar en sus propios intereses, y la implementarán, eso sí, respaldada por rigurosos análisis técnicos. Por eso los viejos analistas de políticas recordaban que lo normal es que el político decida y luego justifique con algún técnico su acción y no al contrario, que decida después de oír a los técnicos. Pero la cuestión es que esa decisión, sea cual sea, nunca será de acuerdo con el interés general, sino con el de una parte mayor o menor de la población y que este en última instancia no será más que la decisión de los gobernantes justificada bajo esa premisa. El gobernante estatal contemporáneo no puede decir nunca que actúa por interés propio, sino que lo hace por algún noble principio técnico o moral envuelto en hermosas palabras.
Aquí finaliza la serie de artículos sobre el gran libro del padre Di Martino. Sé que por desgracia en estos momentos están de actualidad otros temas como las epidemias que tienen mucha relación con los temas aquí tocados. Intentaré abordarlos en sucesivos trabajos.
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