¡Basta!
La Prensa, Buenos Aires
El virus chino ha tenido, hasta ahora, una utilidad: nos está aclarando cosas.
Una de ellas es la pertinaz destreza de quienes nos gobiernan para promocionar su versión de la crisis del COVID y, ya que estamos, para instalar a fuego su versión del poder, de la historia y del mundo. No es poco. Pero además de aclararnos que los oficialismos están dispuestos hasta a la censura para tallar sus relatos, nos recuerda que las oposiciones son incapaces de pensar épicas alternativas.
Creíamos que, en una sociedad democrática, coexistían varias versiones del poder y de sus filosofías. Formas de pensar la economía, las relaciones sociales y otros aspectos de lo que llamamos “imaginario”. Por ejemplo, el kirchnerismo es, simplemente, un “imaginario” que oculta pasiones y poderes cuya comprensión escapan a la mayoría de sus votantes. Un alma revanchista de irracionales pasiones teledirigidas para otros intereses que a menudo entran en colusión. Eso fue lo que pasó con la suelta de presos y los grupos feministas o el massismo.
Pero no existe una dialéctica entre oficialismo y oposición. También la crisis sirve para ver que en realidad sólo hay una guerra de oportunismos diseminados y prepotentes capaces de pactar para salvaguardar los privilegios. La falta de voces opositoras a la extensión indefinida del confinamiento, las nulas propuestas respecto de la baja de impuestos y la férrea negación a bajar el gasto político, son ejemplo claro de la connivencia subterránea. Ejemplo de esto es la permanencia en plena crisis de los privilegios de legisladores y jueces o el reparto de dádivas a grupos como músicos y empleados del Congreso.
Sociedad veleta
Otro de los temas que el COVID nos ha enrostrado es lo superficial de nuestra legitimidad construida sobre la verdad que dictamina la oscilante mayoría. Cuando cambia el humor de las mayorías cambian las leyes, y lo que antes era ilegal mañana será legal. Nuestra seguridad jurídica es una veleta que danza al son de voluntades políticas y los que ahora se escudan en el consenso del imaginario de la salud, mañana se aferrarán a otro que reglamente cualquier otra cosa. Eso fue lo que pasó cuando un policía de la Ciudad de Buenos Aires, (cuyo gobierno es en teoría opositor al nacional) detuvo, esposó y maltrató a un pobre hombre cuyo delito era querer trabajar. La misma policía que se aferra a una legalidad que le impide detener piqueteros violentos, abusa, también legalmente, de un ciudadano que quiere ejercer su derecho constitucional de circular y trabajar. No podemos hablar de legalidad, es una payasada.
Y esto viene a cuento de otro ítem que nos dejó claro la crisis: los planes que los políticos tienen para nuestro futuro cercano, cuando ya el contexto internacional y la miseria les impidan alargar su amada cuarentena. Con el moldeado del nuevo relato que nos vienen dosificando, hablan de mayor peso de lo público, intervenciones económicas y sociales, nuevas regulaciones que posiblemente destruyan la educación y la salud privada y nuevas deudas. Y todo esto borrará el pasado, la crisis que ya nos asolaba antes del COVID.
Socializan el mal
El coronavirus también nos aclaró que los gobiernos desprecian la predicción y previsión, que no gestionan sino que socializa el mal y diluyen responsabilidades contestando que todos los países están en la misma situación. Una narración infantiloide que enfatiza la condición del imprevisto. Acaso no se planteaba esto con las excusas metafórico-climáticas del macrismo? El gobierno actual ha perfeccionado la técnica de mirar a la adversidad, encogerse de hombros y argumentar: ¿quién lo hubiera dicho?.
Otra aclaración brutal es que las instituciones del Estado son meras sombras de lo que debieran ser y sólo sirven al sistema que las alimenta. El relato idílico de las relaciones internacionales en función de los intereses del país se hizo trizas cuando, en medio de la gestión de la pandemia, ejerciendo como Presidente de la Nación, Alberto Fernández instó públicamente a un conjunto de políticos cuyo aglutinante es el deseo ferviente de que el comunismo regrese a América Latina, a ir contra un presidente constitucional, que además es vecino. “Lo que estoy viendo ahora en Chile me pone muy contento […] ver amigas del comunismo, me pone muy contento porque eso es lo que le hace falta a Chile, que vuelvan a unirse, que zanjen diferencias para poder recuperar el poder en favor de los chilenos”, dijo Alberto Fernández.
Otra venda que el COVID corrió de los ojos de los simples mortales es el mito que se nutría de la voluntad de la gente para creer, con toda la furia, consignas de que lo imperativo era “aunar esfuerzos” y que “de esta salimos juntos”. Una cosmovisión voluntarista e ingenua que quedó arrasada por la palmaria realidad: el poder utilizó la excusa de la salud que tan bien había vendido para soltar asesinos y violadores. Expuso al sistema judicial, terminalmente infectado de estultos y falsarios. En Argentina el Poder Judicial abrazó con inusitada obediencia la decretada feria extraordinaria, salvo para habilitar la militancia pro-presos mientras el resto de los ciudadanos continúan confinados y amenazados.
Si el coronavirus hubiera sido un simulacro, los resultados son excelentes para los enemigos de la libertad. Es notable como, gracias a una enfermedad cuyos números no hacen sombra al dengue, al chagas o cualquier virus estacional, pudieron comprobar que rebaño dócil somos y que fácil es encerrarnos y asustarnos. Fuimos más rebeldes cuando confiscaron nuestros ahorros que cuando confiscaron nuestra libertad.
Entregamos el control de nuestra libertad y de nuestra intimidad a la misma clase política a la que alguna vez le gritamos #QueSeVayanTodos. A la clase política en la que no confiamos y a la que tildamos, con justicia, de incompetente, mentirosa y corrupta. Con prácticamente nada les dimos poderes propios de los totalitarismos, en los que una anciana que toma sol y un hombre que desea trabajar son perseguidos por la policía, que es incapaz de agarrar en mísero motochorro. Nos pusieron a temerle a las fuerzas de seguridad.
La crisis también mostró la indigencia argumental de una oposición cuyo logro es ser mejor gestor de la ortodoxia estatista, tan corta y cobarde que con todas las barbaridades aquí enumeradas no consigue despegar ni capitalizar el descontento. Ahora esa clase política que despreciábamos sabe que somos presa fácil. Eso también lo aclaró el coronavirus. Saben que estamos a su merced como pocas veces en la historia.
Ninguna institución política o estatal salió a decir que un decreto basado en impedir que colapsen los servicios de terapia intensiva, no puede, bajo ninguna pesadilla posible, suspender libertades, garantías constitucionales y derechos civiles. Y menos extenderse indefinidamente, cosa que no está amparada en ningún marco legal porque si esto es permanente entonces no es una excepción.
Llevamos mucho más de lo razonable encerrados y sin acceso a nuestros derechos. Los gobernantes hacen y deshacen, rompen pactos internacionales, interfieren ilegalmente en otros gobiernos, atacan a ciudadanos honestos y sueltan delincuentes. Disfrutan de competencias que no les dimos y de un poder extraordinario, justificado en una excepcionalidad que dejó de serlo. La perversión del poder político es hacernos creer que llegan para transformar la sociedad, y no para gestionar un simple mandato, punto. Esto no es normal, no es justo y no debe durar un segundo más. El sentido instrumental de la crisis seguirá sirviendo para apretar el acelerador hacia el totalitarismo si no nos oponemos. Para eso se supone que somos una República.
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