Volver y no mirar atrás
Han sido casi tres meses de confinamiento salvo incursiones a supermercados en busca de víveres. Durante semanas el encierro se convirtió en refugio mientras afuera arreciaba el virus. La consigna casi universal era que había que quedarse en casa para detener la calamidad que se había desatado.
Ha llegado junio y con el anticipo del verano gradualmente hemos salido de las guaridas como topos en busca de luz. Ni siquiera ha transcurrido medio año, pero como la despreocupada vida de ayer se fue borrando a fuerza de aislamiento, a la hora de asomar la cabeza ha parecido que el tiempo se estiró en una eternidad. Dicen que más pronto que tarde volveremos a los viejos hábitos y los días más inclementes de la pandemia se diluirán en la predisposición de seguir siendo como antes.
Sin embargo, todavía es muy pronto para dejar atrás un modo de subsistir que de la noche a la mañana se impuso con la urgencia de apagar un fuego que quemaba hectáreas de vidas. Hacer del confinamiento un universo y en el espacio cerrado recorrer los kilómetros que hasta entonces se pateaban al aire libre. Cuando ya te habías acostumbrado a una existencia de canario, alguien abre la jaula y te empuja a volar nuevamente.
Regresar a tu librería favorita, donde los estantes han cambiado de sitio y en el café ya no hay mesas. Redescubrir las secciones de libros, también trastocadas en medio de una reinvención digna del género de la literatura distópica. Tardas en aclimatarte al rediseño, pero resulta reconfortante perder el tiempo entre los pasillos y acariciar las tapas duras de los libros como un placer recuperado.
Volver a ese pequeño establecimiento donde esperabas pedir el sándwich de miga y el café con leche de tantas tardes de sábado. Pero el negocio ha cerrado y de la puerta cuelga un cartel: se traspasa. La librería sobrevivió (al menos por ahora), pero el cafetín con delicias argentinas sucumbió a la clausura prolongada. La pandemia ha modificado el mapa de las rutinas y hay que buscar nuevos paisajes.
Tengo pendiente regresar a esa plaza comercial junto a una fuente donde los niños corretean cuando el calor sofoca. Dar una vuelta con la esperanza de tropezarme de nuevo con Adrián, el joven barista que en otro café tantas veces me atendió con una amplia sonrisa. La idea de que él y sus compañeros puedan haber perdido sus empleos me ha frenado hasta ahora. No quisiera encontrar otro sitio tan cambiado que ya no resulta reconocible. Seguir recorriendo lugares donde ya no hay rostros conocidos.
Aseguran que retomaremos el pulso a pesar de que el peligro acecha. Que poco a poco retornará el instinto gregario. Los días pasan y las playas se llenan de gente, las calles aparecen más transitadas, los comensales se reúnen en restaurantes. Pero ese deseo, el de sumarse al entusiasmo colectivo por la desescalada, se ha apagado. Puede más la vida mansa del canario en su habitáculo junto al alpiste.
En los primeros días de esta puesta en escena que llaman “nueva normalidad” fallece de cáncer Pau Donés, el famoso cantante de Jarabe de Palo. Poco antes, y todavía confinado en un piso en Barcelona donde pasó sus últimos días, se despidió con la grabación de una canción en la que les daba las gracias a sus afectos más queridos. Consciente de que ya no podía escapar a la muerte, dijo, agradecido, que vivir es un regalo.
Las palabras luminosas de Donés me han venido a la mente tras salir del encierro. Avanzamos a tientas, pero, en la tradición machadiana, hay camino por andar. Volver y no mirar atrás.
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