‘Quis custodiet ipsos custodes?’
Instituto Juan de Mariana, Madrid
Sucesos recientes, acaecidos en distintos países, y que implican a policías, resucitan la eterna pregunta de Juvenal: ¿quién vigila a los propios vigilantes?
La respuesta a esta pregunta requiere, en primer lugar, definir a quiénes entendemos como tales. En efecto, como luego veremos, se establecen unas intrincadas relaciones entre vigilantes en las sociedades contemporáneas. El atributo del monopolio del uso de la fuerza en un territorio, que sirvió a Max Weber para definir al Estado, ha quedado complementado por la aparición de entidades supraestatales, pero, en cualquier caso, los distintos tipos de policías no agotan las funciones de vigilancia. Junto a ellos, a un nivel superior, nos encontramos a funcionarios públicos como los jueces[1] y los fiscales [2]. En un escalón inferior hallamos a otros agentes públicos de policía administrativa encargados de velar por el cumplimiento de innumerables regulaciones, como inspectores de Hacienda, de Trabajo, sanitarios, agentes medioambientales y un largo etcétera. En la medida en que asumen tareas en las que concurren con los agentes públicos, podríamos añadir, asimismo, a los profesionales de la seguridad privada, tales como los vigilantes de seguridad y explosivos, los escoltas privados, los guardas rurales, los jefes de seguridad, los directores de seguridad y los detectives privados.
Sea como fuere, vayamos a la dinámica de acontecimientos a los que aludía. El primero de ellos, con mucha más proyección mundial, comenzó en la ciudad de Minneapolis el pasado 25 de mayo: después de detenerlo por la denuncia telefónica de un tendero que le acusó de haber pagado una compra con un billete de 20 dólares falso, un agente de la policía local, actuando junto a otros, aplastó brutalmente durante más de ocho minutos el cuello de un hombre en una calle de la ciudad. Como resultado, George Floyd, que así se llamaba, murió antes de que llegara una ambulancia. La secuencia de acciones puede verse en vídeos colgados en internet, dado que el crimen ocurrió a plena luz del día, con cámaras de vigilancia cuyas imágenes nadie se ocupó de ocultar. Al día siguiente, el departamento de policía despidió a los cuatro policías que intervinieron en el arresto y, poco después, el fiscal del condado de Hennepin anunció la presentación de una querella por los delitos de asesinato u homicidio contra el agente causante directo de la muerte.
A pesar de que los medios de comunicación dominantes en EE. UU. insistan en que el elemento determinante del caso reside en el color negro de la piel de la víctima y el blanco del policía agresor -lo cual ha dado pábulo a la campaña mundial “Black Lives Matter” y sus secuelas–, este tipo de actos no son infrecuentes ni se dirigen en exclusiva a los ciudadanos negros. Como nos recuerdan los juristas del Cato Institute, resultan de la presunción de irresponsabilidad otorgada por la doctrina del Tribunal Supremo, denominada inmunidad cualificada (qualified immunity) a policías despiadados por actos lesivos cometidos en el ejercicio de su función. Esta viene a funcionar como una auténtica patente de corso, aunque en este caso parece que no será así. La transparencia convierte el asunto en mundial.
Ahora volemos a España. A miles de kilómetros del país cuyas cuitas, debates y luchas políticas se proyectan sobre el resto del mundo.
Tomemos un solo ejemplo de los muchos posibles bajo el gobierno de Pedro Sánchez Pérez-Castejón, antes y después de la pandemia de la covid 19: el caso Delcy Rodríguez. En la madrugada del lunes 20 de enero el ministro de Transportes, José Luis Ábalos Meco, se reunió con la vicepresidenta de la dictadura venezolana en el Aeropuerto de Madrid-Barajas. Una persona que tenía prohibida su entrada en España (y el resto de la Unión Europea) se reúne con un ministro a la vista de los numerosos policías que debían estar allí, sin que estos hagan nada para impedir la entrada y estancia de la citada, por mucho que fuera un ministro español su anfitrión. Todo es opaco, pese a que las cámaras de seguridad del aeropuerto debieron grabar el acontecimiento, y la mera reunión ofrece visos de constituir una larga lista de delitos, según el Código Penal supuestamente vigente. Cuando la ilegalidad parte del poder Ejecutivo omnímodo no hay vigilante que valga. Casi seis meses después el asunto se retuerce sin impulso en un juzgado de instrucción de la capital y el ministro disfruta, ufano, de las mieles del poder. No hay prensa internacional denunciando nada y la mayoría de los medios de comunicación españoles se regodean con consignas como “que el asunto no tiene recorrido”, esparcidas por la propaganda gubernamental, como en otros muchos casos que se van sucediendo con una cadencia aterradora.
¿Quién vigila en España a los vigilantes? El Gobierno al que deberían vigilar.
[1] Quiénes “ejercen la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado" (art. 117.3 CE) con un estatuto de poder independiente dentro del Estado muy cercenado en España por la intromisión normalizada de los partidos políticos. No se olvide, por otro lado, su función de controlar la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento de esta a los fines que la justifican (art. 106.1 CE).
[2] Encargados de promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad (art. 124 CE) bajo una estructura jerarquizada cuya jefatura elige el Gobierno.
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