‘La vida humana está sobrevalorada’
Confieso que cuando escuché al gran Jorge Valín (q.e.p.d) la frase anterior me quedé en shock, sobre todo si consideramos que lo decía mientras guardaba la pistola que orgullosamente me acababa de enseñar. ¿Cómo que la vida humana está sobrevalorada? ¿Pero no es la base del anarcocapitalismo el respeto a la propiedad privada, incluido en dicho concepto la vida propia?
Desde entonces, le he dado muchas vueltas a la frase, y sobre todo he tenido muchas oportunidades de hacerlo durante estos meses de epidemia y confinamiento. Y creo que, por fin, he entendido el sentido de las palabras de nuestro antiguo compañero.
Para empezar la aproximación, hay que distinguir entre la vida de uno mismo, y la vida de los hombres en general. No creo que Valín se refiriera a la primera, sino a la segunda. Me explico: de forma aislada, para cada persona lo más valioso es su vida. Todos los recursos que pueda conseguir los va a dedicar a su supervivencia, pues ninguno de ellos tiene valor si fallece.
Pero este razonamiento colapsa en cuanto vemos al hombre en un entorno social. A partir de ese momento, su vida no es lo más importante en general, pero ni siquiera para él. Adam Smith se refiere a ello en su La teoría de los sentimientos morales cuando plantea la famosa cuestión de si, para prevenir la pérdida de su dedo meñique, “¿sería capaz un hombre benévolo de sacrificar la vida de cien millones de hermanos, a los que no hubiera visto nunca?” (capítulo III de la parte III).
Pero no hace falta irse a ejemplos tan extremos: imaginemos una señora anciana que enferma de un mal difícil de curar. Esa señora tiene unos ahorros suficientes para pagarse un tratamiento con una probabilidad de curación del 5%. Pero también tiene un hijo dependiente que tendrá muy difícil salir adelante si no se puede pagar unos estudios. Es claro que moral y legítimamente nadie le puede reprochar a la señora que trate de curarse con los recursos de su propiedad. Ahora bien, ¿es tan obvio que la señora usará el dinero para tratar de salvar su vida? No lo creo. Yo creo que mucha gente preferiría no gastar sus medios en un tratamiento de éxito tan improbable al precio de poner en riesgo el futuro de su hijo.
Si estas dudas surgen a nivel individual, qué no ocurrirá cuando elevemos el dilema al nivel social. ¿Es de verdad lo mejor para una sociedad preservar la vida de sus ciudadanos a cualquier precio, incluso al de la ruina de futuras generaciones? Porque estoy seguro de que el hijo entenderá el sacrificio si se trata de una posibilidad de que su madre se salve, pero no está nada claro que lo tenga que aceptar para que una persona a la que no conoce de nada se pueda salvar.
Preservar la vida, como todo, tiene un coste. Y las decisiones relacionadas se hacen también con un análisis coste-beneficio más o menos explícito, como todas las decisiones que tomamos. Los recursos que se dedican a un fin, no se podrán dedicar a otro, y la asignación se hará de acuerdo a nuestra escala de valores.
El problema es que a la hora de tomar decisiones sobre la vida propia y de nuestros allegados, el elefante de Haidt[1] se descontrola completamente. Cuando tememos por nuestra vida, todos nuestros instintos nos empujan en una dirección de salvación construida a base de cientos de miles de años de evolución humana, que, por tanto, ha funcionado durante la mayor parte de la existencia de la especie, pero que no necesariamente funciona en las circunstancias actuales. Todos sabemos, por series, películas y libros, que aquel que mantiene la sangra fría en situaciones de vida o muerte es normalmente el que triunfa, frente al que se deja llevar por sus pasiones irracionales.
Y a ver quién es el guapo que puede abstraerse en una situación que comienza todas las mañanas con el número de fallecidos por coronavirus del día anterior, y que va a seguir martilleándote todo el día con mensajes amenazantes a través de todos los medios que nos rodean en este mundo hiperconectado. El “elefante” campa en solitario, con el “jinete” colgado de las espuelas y las riendas perdidas. El temor por la vida hace que en el balance coste-beneficio solo cuente salvarla a cualquier precio.
El problema, como decía más atrás, es que esas soluciones individuales quizá no sean las mejores cuando se considera la sociedad en su conjunto. Pero, claro, los políticos que están tomando las decisiones para “salvarnos”, son también humanos, y también tienen su “elefante” guiado por nuestros mismos miedos y los suyos propios de su responsabilidad política. Así las cosas, es claro que las decisiones para la sociedad, para salvar cuantas más vidas, son canalizadas por el instinto psicológico, en lugar de hacerse por el gélido y racional análisis coste-beneficio que la situación demanda[2].
En resumen, la “sobrevaloración de la vida” que denunciaba Valín ha tenido consecuencias claras sobre nuestras vidas en esta pandemia. Para bien o para mal, pero seguramente guiados indebidamente por unos “elefantes” amenazados de muerte, los políticos han tomado decisiones sociales como si la sociedad fuera un individuo. Han puesto la supervivencia de cada individuo por encima de cualquier otra meta que los individuos de la sociedad pudieran tener, como si la supervivencia de la sociedad equivaliera a la de todos sus individuos. Es cierto que no había solución sin sacrificios para salir del coronavirus, y nunca sabremos si los realizados han sido los correctos. Pero tampoco me queda duda de que las decisiones se han tomado mediante procedimientos completamente inadecuados para la realidad actual, por lo que sospecho que el sacrificio ha sido excesivo para el bien obtenido.
Dicho esto, a nadie sorprenderá que, una vez más, los Gobiernos hayan dilapidado los recursos que gestionan; lo nuevo es que, desde las guerras mundiales, estos recursos no se habían medido en vidas de personas, presentes y futuras. Desde luego, al querido Valín le hubiera extrañado lo contrario.
[1] No puedo entrar al detalle de la metáfora. El lector interesado debería leer The Righteous Mind, del citado autor. A nuestros efectos, quedémonos con que el “elefante” es el instinto psicológico construido evolutivamente, y el “jinete” es la razón que trata de dominar (¿o no?) al “elefante”.
[2] Para ampliar esta idea, es lectura obligada el magnífico ensayo Everything is Obvious, de Duncan Watts.
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