Coronavirus y dignidad
Una nota de ABC News del pasado 14 de abril reporta que si bien el distanciamiento físico es un paso esencial para reducir la transmisión del coronavirus, no es gratis, pues puede ocasionar aislamiento social y sensación de soledad, lo cual numerosos estudios correlacionan con un mayor riesgo de desarrollar un deterioro tanto de la salud mental como física.
El aislamiento social no necesariamente genera una sensación de soledad. La soledad, a diferencia del aislamiento social, es un sentimiento subjetivo. En palabras de Lisbeth Nielsen, directora de la División de Investigación Conductual y Social del Instituto Nacional del Envejecimiento en USA: “La soledad es la sensación de sufrir estar desconectada de otras personas, que es diferente del aislamiento social que simplemente es no estar cerca de otras personas o no tener conexiones cercanas”.
Stephanie Cacioppo, directora del Laboratorio de Dinámica Cerebral, de la Escuela de Medicina de la Universidad de Chicago, señala: “Aunque la soledad y el aislamiento social pueden afectar a cualquier persona independientemente de su edad, las personas de edad son particularmente vulnerables, especialmente en el actual contexto generado por la pandemia”. Frente a ello, cómo no recordar el episodio vivido en nuestro país hace unos pocos meses.
El viernes 17 de abril se hizo público que, a partir del lunes siguiente, las casi 500.000 personas mayores de 70 años que vivían en la Ciudad de Buenos Aires deberían obtener un permiso para salir de sus casas llamando a la línea de la Ciudad, el 147. Un operador les ofrecería alternativas para que dicha salida no sea necesaria y, en caso de no convencerlos, se les solicitaría el DNI y se les otorgaría un código. Dicho código sólo serviría para ese mismo día; de necesitar salir al día siguiente deberían solicitarlo nuevamente. Al salir, la persona tendría que portar su DNI, el cual podría ser requerido por la policía para chequear en sus celulares si realmente estaba autorizada. Si salió sin permiso, se le pediría que regresara a su hogar, sin ninguna multa o castigo por la infracción. De negarse a regresar, es un completo misterio qué hubiese sucedido.
El domingo 19, la fuerte reacción que generó la medida llevó a que el Gobierno porteño anunciase su modificación: el permiso se habría de transformar en una sugerencia. Ello fue oficializado a la mañana siguiente: “A los efectos de garantizar el conocimiento de todas las alternativas puestas a disposición por parte de la Ciudad, para evitar que las personas de 70 o más años salgan innecesariamente de su domicilio (…), establécese la necesidad de comunicarse previamente con el servicio de atención ciudadana al número 147”. Es decir que para salir de su hogar, el adulto mayor debería obligatoriamente llamar al 147 y si no lo convencían los argumentos del operador, estaría autorizado. Dicha habilitación duraría 48 horas, en lugar de las 24 horas originales.
Afortunadamente, al día siguiente, el juez en lo Contencioso Administrativo y Tributario porteño Lisandro Fastman declaró la inconstitucionalidad de la prohibición de circular sin autorización previa para los mayores de 70 años. El Gobierno no apeló el fallo, con lo cual culminó un corto, intenso y lamentable episodio, el cual debe llevarnos a la reflexión.
Una regulación como la descripta únicamente sería justificable si sus beneficios superasen los costos que la misma habría de generar. Para quien esto escribe, dicho cálculo estaba lejos de ser correcto, pues no se tomaba en cuenta la dignidad de los afectados, algo tan importante para cualquier ser humano y, ni que hablar, para una persona mayor.
El costo de la fallida regulación era fácilmente identificable. Adultos mayores que deben llevar a cabo un aislamiento social aún por varios meses, recibieron un mensaje absolutamente paternalista, como si ellos ya no fuesen capaces de discernir. Su dignidad, algo tan preciado para un ser humano que siente cada vez más limitadas sus posibilidades de hacer por razones biológicas, fue innecesariamente dañada sin un claro beneficio que lo justificase.
En la práctica, los adultos mayores generalmente no salen, fundamentalmente porque sus familias se encargan de que así sea, tratando de que se sientan aislados lo menos posible. Dada esta realidad, ¿alguien puede pensar que la mayoría de quienes transitaban por la ciudad no lo habrían seguido haciendo a pesar de la prohibición?
En claro que los costos de la regulación superaban sus beneficios. Mucho más razonable hubiese sido recomendar, pero no establecer, una regulación que afectaba la dignidad de nuestros mayores, al discriminarlos por tener que llevar a cabo un procedimiento distinto al resto de los ciudadanos para salir de sus hogares.
Veamos un sencillo contraejemplo de otras latitudes, contemporáneo a los hechos descriptos. El sábado 18 de abril, la agencia Reuters reportó una declaración del Palacio del Elíseo, la cual expresaba que el Presidente Emmanuel Macron “no quiere que haya discriminación entre los ciudadanos después del 11 de mayo en el contexto de una flexibilización gradual de las medidas de cuarentena y apelará a la responsabilidad individual de los ciudadanos de 65 años o más para permanecer seguros después de que Francia reanude gradualmente su actividad”. El Palacio agregó “que el gobierno está a favor de las recomendaciones en lugar del confinamiento forzado. Las libertades públicas son prioridad para el presidente”.
Cuánto más razonable, ¿verdad? Una política de estas características hubiese obtenido beneficios similares, respetaría las libertades individuales y habría evitado los costos que inevitablemente trajo consigo el atentar contra la dignidad de nuestros mayores.
No es un tema menor: frente a la pandemia es necesario hacer todos los esfuerzos posibles para preservar la salud de nuestros mayores, pero no por ello podemos dejar de lado su dignidad, de lo contrario les estaríamos haciendo un daño que ningún virus justifica.
El autor es el Rector de la Universidad del CEMA y Miembro de la Academia Nacional de Educación.
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