La ridícula idea de no volver a vernos
Hace unos años la escritora española Rosa Montero escribió un magnífico libro titulado La ridícula idea de no volver a verte. Sobre su obra, la reconocida autora dijo que abordaba el duelo que sufrió la científica Marie Curie cuando perdió a su marido, y también su propio dolor por la muerte reciente de su esposo, el periodista Pablo Lizcano.
De aquella lectura, sobre algo tan íntimo como la pérdida de un ser amado, me quedé con ese título tan hermoso: la ridícula idea de no volver a verte, porque no hay nada que resulte más insoportable que la desaparición de los afectos más hondos. Puede ser la pareja o un familiar cercano, pero también los amigos y hasta lugares que habitan en el recuerdo como seres animados.
Desde que comenzó este raro tiempo marcado por una pandemia global, más de una vez he pensado en el espléndido título que se le ocurrió a Rosa Montero. Confinada en una parte del mundo, ese viaje habitual al menos dos veces al año a mi ciudad, Madrid, se ha convertido en una misión casi tan imposible como llegar a la cima del Everest. Lo que antes del estallido del coronavirus era un sencillo trámite con la compra de un billete de avión, ahora cobra visos de quimera que, según el día, resulta más o menos inalcanzable.
Cuando los contagios parecen amainar en un sitio, en otras partes resurge el virus como un monstruo que sale del escondite. Y así, la ola de las desescaladas y de los encierros se ha convertido en una cadena que por ahora no tiene fin. Tener un billete, una reserva y un asiento escogido en un vuelo ya no garantiza nada. Más bien, alimenta la incertidumbre de que el viaje puede ser nuevamente pospuesto y el calendario sólo es un mar de dudas.
La vacilación ante una realidad que cambia por días invita a la ridícula idea de no volver a ver a los amigos que están al otro lado del océano. La inquietud de no poder pasear por calles que forman parte de toda una vida.
Claro, nos volveremos a ver sin duda, nos decimos por WhatsApp, pero ya no hay nada claro ni definido a medida que pasan los días y los meses. Hay quien da por hecho que los reencuentros quedan pendientes para algún momento en 2021. Es entonces cuando el relato de Madame Curie, entrelazado con el duelo de la novelista, lleva a reflexionar sobre esta circunstancia distópica: ¿Acaso es posible la ridícula idea de no volver a vernos?
En sueños recorro Madrid y mis amigos, que después de un duro encierro han vuelto a salir tomando muchas precauciones, me cuentan a dónde van. ¿Cómo está el barrio? ¿Sigue abierta la cafetería en la plaza de Mariano de Cavia? ¿Qué terrazas al aire libre frecuentan? Veo fotos de la Plaza Mayor, medio vacía y sin turistas. La ridícula idea de no volver a verla llena de gente.
A finales de marzo, cuando la pandemia arrasaba cruelmente en España, dábamos por sentado que en verano nos veríamos. Era un deseo iluso. A mediados de junio Madrid reabría tímidamente y en este lado del mundo el virus se cebaba aprovechando la inconsciencia de muchos. Ya no era cuestión de llegar, sino la ridícula idea de no conseguir salir.
El virus había levantado su propio muro sin la intervención de políticos demagógicos. No hizo falta un discurso populista para cerrar fronteras de la noche a la mañana. Bastó la fuerza de la naturaleza desatada como una ira divina que salta de continente en continente.
Primero Wuhan. Luego la Lombardía. Poco después cayó Madrid. Estados Unidos se vio sitiado. Hoy, la noria mortal asedia a Vietnam y los extranjeros huyen de sus ciudades turísticas. El coronavirus no discrimina a la hora de embestirnos como piezas de dominó que caen, se levantan y vuelven a derrumbarse.
Hay que urdir planes de polizón. Minuciosas escapadas que burlen al virus. Rutas alternas para llegar. Espantar como sea la ridícula idea de no volver a vernos.
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