Un impuesto a las propuestas de impuestos dañinos
En 1789 Benjamin Franklin escribía en una carta a Jean-Baptiste Leroy una frase que luego pasaría a la historia: “En este mundo nada es seguro salvo la muerte y los impuestos”.
Suele decirse que son el medio “genuino” de financiar los gastos del Estado. Y es así, porque tarde o temprano buena parte de los otros métodos terminan siendo impuestos o son impuestos disfrazados. Además, ocurre que incluso cuando los impuestos están dirigidos a un determinado grupo o sector, también los terminamos pagando todos. Eso también ocurre con el llamado impuesto a la riqueza. Es un impuesto “políticamente correcto” porque parece castigar a los ricos y favorecer a los pobres; y sin costo político, ya que los que pagan suman muy pocos votos y les podemos decir a todos los demás que no pagan y tal vez se beneficien en algo con ese impuesto. Este segundo es un supuesto más que fantasioso, desde ya. De ahí a que ese dinero que paguen los superricos llegue a los superpobres tiene que pasar por la política, que cobra un peaje muchas veces superior a la recaudación.
Por otro lado, hay que conocer un principio básico de todo impuesto: es como el glifosato, sobre lo que caiga, lo mata. A menos que sea una semilla genéticamente modificada (como por ejemplo los sueldos de los funcionarios públicos). Es decir, si se establece un impuesto a la riqueza, habrá menos riqueza…, y si no se genera más riqueza, habrá más pobreza, el estado natural del ser humano. Así es como el impuesto a los ricos terminará afectando a los pobres.
El principio de que el impuesto mata lo que encuentra donde cae es tan viejo que no extraña encontrarlo en trabajo clásicos, incluso en textos que no son de economía. Tal es el caso de el clásico de Jonathan Swift, Los Viajes de Gulliver (1726). El autor ya tenía esto muy claro y lo muestra con los profesores que encuentra Gulliver en su viaje, al visitar la Academia en la isla de Lagado, donde hay discusiones sobre este tema:
“Asistí a un debate muy acalorado entre dos profesores acerca del modo más cómodo y efectivo de recaudar dinero sin oprimir a los contribuyentes. El primero sostenía que el método más justo sería poner un tributo sobre los vicios e idioteces de cada individuo; un jurado de vecinos sería el encargado de fijar la cantidad del modo más objetivo posible. El segundo sostenía la opinión enteramente opuesta; quería que cada persona tributase por las cualidades físicas y espirituales de las que se enorgullecía; cuanto más alta estima uno se tuviese, más elevado sería el impuesto; el importe sería fijado por cada uno. El impuesto más elevado recaería sobre los hombres de mayor éxito con las mujeres y variaría según el numero y naturaleza de los favores recibidos. El cómputo se fijaría por las declaraciones da propio interesado. La inteligencia, el valor, y la cortesía estaban también sujetas a severo tributo; se recaudaba del mismo modo: la cantidad dependía de las declaraciones del propio contribuyente. El honor, justicia, prudencia y saber estarían totalmente exentos de impuestos, porque son calificaciones tan singulares que nadie las valora ni en uno mismo ni en el prójimo.
Las mujeres tributarían por su belleza y elegancia en el vestir, otorgándoles el mismo privilegio masculino: el de fijar ellas mismas la cantidad. Pero la constancia, castidad, el sentido común y la bondad no estaban en baremo, porque no cubrirían los costes recaudatorios”.
El debate es aleccionador en dos aspectos. En primer lugar, los profesores tratan de encontrar un impuesto que no oprima a los contribuyentes. En verdad, esto no es posible, ya que se trata de una exacción forzada, necesaria para mantener los gastos del Estado. Por ello, no puede haber discusión de los impuestos sin que lo haya de los gastos.
En segundo lugar, ambos profesores se guían por un criterio correcto, esto es, cuando se aplica un impuesto sobre algo, se obtiene menos de eso. Uno de ellos quiere establecer impuestos sobre los vicios, con el objetivo de que haya menos. El otro, en realidad, no tiene una opinión diferente ya que intenta colocar un impuesto sobre las cualidades que cada uno estima tener, con el objetivo de reducir la pedantería y el engreimiento.
En nuestra dura realidad, los impuestos se aplican muchas veces sobre las actividades productivas y, por lo tanto, obtenemos menos de ello. Incluso se llega a niveles de impuestos tan altos que ciertas actividades se ven forzadas a cesar.
¿Qué tal si ponemos un impuesto, muy alto, a las dañinas propuestas de aumentar impuestos?
El autor es Profesor de Economía, UBA y Miembro del Consejo Académico, Fundación Libertad y Progreso.
- 28 de diciembre, 2009
- 10 de abril, 2013
- 8 de junio, 2015
- 4 de septiembre, 2015
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