¡Yo no pedí nada!
Los gobiernos argentinos muestran una voracidad incontenible. Las leyes de presupuesto deberían ser el límite a sus gastos, pero jamás se cumplen. En definitiva, el Gobierno decide cuánto quiere gastar y luego ve de dónde saca el dinero.
Las fuentes habituales para financiarse son los impuestos, la inflación y el endeudamiento. En Argentina han venido creciendo sostenidamente las dos primeras formas, hasta alcanzar niveles peligrosos. En los últimos años, primero Macri y ahora Fernández, decidieron que había que volver a la antigua práctica del endeudamiento externo, y recurrieron al conocido prestamista: el Fondo Monetario Internacional.
Es bueno recordar que si bien la Constitución autoriza al endeudamiento, la idea original de dicha cláusula era bien distinta de cómo se la emplea hoy. Alberdi lo explicó con claridad en su Sistema Económico y Rentístico. El Gobierno sólo puede endeudarse en la medida en que esté en condiciones de pagar las cuotas con la recaudación ordinaria. La idea era que en un país recién nacido, sin opciones claras de inversión, necesitado de caminos, puertos, ferrocarriles y otros servicios que contribuirían a incrementar considerablemente la productividad general, podría excepcionalmente el Estado obtener créditos para realizar esas obras rápidamente en lugar de hacerlo en treinta años.
Pero jamás se le hubiese ocurrido a los constituyentes de 1853 que el endeudamiento sería utilizado para pagar los gastos ordinarios del gobierno. Sería algo similar a buscar a un prestamista y pedirle dinero para ir a comprar comida al supermercado. Una actitud así presagia un negro futuro.
No obstante que el Fondo Monetario es un organismo creado por Estados y que suele prestar el dinero en condiciones más beneficiosas que un banco privado (y haciendo menos preguntas), lo cierto es que en el folclore de los políticos socialistas, una de las actividades más tradicionales ha sido quejarse contra el Fondo y pedir que no se pague la deuda.
Es una tradición que en los tiempos modernos se remonta al menos al gobierno de Alfonsín, y se mantuvo inalterable cada vez que se recurrió al Fondo para evitar la bancarrota. Por lo general, los políticos de izquierda están muy animados cuando se trata de pedir dinero, pero se acuerdan del “hambre de los pobres” cuando ya se lo gastaron y hay que devolverlo. Por su parte, los políticos conservadores, aun quejándose del mal uso del dinero, invocan la necesidad de que la Nación honre sus deudas, o se proteja el honor del país, y por lo tanto insisten en que se pague como se pueda.
Los tiempos desde Alberdi cambiaron, la tecnología facilitó las cosas, el capital va y viene y donde hay posibilidades de inversión productiva no hace falta un Estado interventor. De hecho, los 70 años posteriores a la sanción de la Constitución de 1853 demostraron claramente que no es necesario un estímulo artificial cuando existen incentivos para invertir y producir.
Hoy en día, aquella explicación de Alberdi ya no justifica el endeudamiento, y lo que se ve es que los Estados toman deuda para paliar sus desastrosas políticas y cubrir sus déficits presupuestarios. Para peor, la dinámica de los gobiernos democráticos periódicos hace que muchas veces quien pide el dinero no es que generó el déficit, y quien luego se encuentra con el problema de pagar la deuda no es el que pidió el dinero. Esto contribuye incluso a despersonalizar la responsabilidad por este atraco al ciudadano, que es quien en definitiva tendrá que pagar.
El justificativo político de este avance sobre la propiedad privada es la idea de “representatividad”. Se supone que la elección democrática de autoridades avala el poder de los representantes para endeudarse en nombre de la gente. Luego, el concepto de “Estado” -como ficción jurídica tendiente a legitimar los actos de los sucesivos gobiernos a través del tiempo- permitirá transferir las consecuencias de dicho endeudamiento a las generaciones venideras.
Esta ficción de gobiernos endeudándose en nombre de millones de personas a las que ni siquiera consultaron evoca a aquella sátira atribuida a Epicarmo.
Epicarmo fue un filósofo presocrático que vivió aproximadamente entre el 540 y el 450 antes de Cristo y a quien se atribuye la invención de la comedia escrita. Creía en la transmigración del alma, así como en la constante mutación y evolución de la materia. Esta idea era muy común en la época, y fue popularizada por Heráclito al sostener que “uno nunca se baña dos veces en el mismo río”, en alusión a que no sólo las aguas del río serán distintas, sino también la persona que se baña en él.
Aplicando esta idea en un pasaje de sus comedias, Epicarmo cuenta la historia de un moroso que fue llamado ante la justicia por no pagar a su acreedor. Enfrentados ante el juez, moroso y acreedor tuvieron el siguiente diálogo:
"Moroso: Si añades un guijarro a un número impar –o a uno par, si quieres- o si quitas uno de los que hay, ¿crees que sigue siendo el mismo número?
Acreedor: Por supuesto que no.
Moroso: Y si añades una cierta cantidad a las medidas de un corral, o si quitas algo de lo que ya tiene, ¿crees que la medida sigue siendo igual?
Acreedor: No.
Moroso: Bien, pues considera a los hombres de este mismo modo: uno crece, otro está muriendo, y todos están cambiando continuamente. Y lo que cambia por naturaleza y nunca permanece en el mismo estado, será algo diferente de aquello que cambió; y por este mismo argumento tú y yo fuimos diferentes ayer, y diferentes somos ahora, y seremos diferentes otra vez, y nunca somos los mismos.
Así, concluyó Epicarmo dirigiéndose al juez, el acusado que está ante el tribunal no es la misma persona a quien se le prestó el dinero, y lógicamente es injusto que se le apremie por un dinero que él nunca recibió”.
Difícilmente pudiera invocarse con seriedad este argumento en un tribunal para justificar el incumplimiento de una deuda por un particular. La continuidad de la personalidad física en el tiempo es indiscutible lógicamente, y el consentimiento expreso de un individuo fundamenta su obligación hacia el futuro. Sin embargo, este principio ha sido arbitrariamente extendido a las comunidades políticas, integradas por millones de personas con voluntad, metas y patrimonios propios, a las cuales, no obstante, se aglutina en la artificial categoría de Estado, un ente abstracto con personalidad propia y poder para servirse de los individuos que viven en su territorio.
Quienes ríen de la sátira de Epicarmo, al mismo tiempo admiten que un grupo de personas tiene la facultad de endeudarse en nombre de millones sin su consentimiento expreso; y peor aún, que esa deuda pueda serle exigida a otros tantos millones de personas, muchas de las cuales ni siquiera han nacido cuando la deuda se contrajo. Como en la sátira, no son los mismos guijarros (o personas obligadas) cuando se tomó la deuda que cuando habrá que pagarla.
En eso consiste la atribución estatal de contraer deudas en nombre del país: personas que toman dinero que no devolverán de su propio bolsillo, creando una deuda que será exigible a personas que jamás prestaron su consentimiento expreso para ello, para emplearlo en gastos no decididos por quienes en el futuro deberán devolver el dinero.
La facultad de los gobernantes de obtener créditos en nombre del país ha sido una de las formas más terribles de despilfarro de la propiedad privada y empobrecimiento de comunidades enteras. Un gobierno puede incrementar sus gastos, su ineficiencia, su corrupción, y al final del día nivelar las cuentas obteniendo dinero que obligará a pagar a las futuras generaciones.
En medio de una agresión permanente en forma de impuestos, regulaciones, producción espuria de moneda de curso forzoso (inflación), pocas defensas le quedan al ciudadano común que es quien, en definitiva, deberá pagar por todo eso. Pero en el caso del endeudamiento, al menos tiene un argumento de peso, que debería hacer valer: “¡Yo no pedí nada! Por lo tanto, no es a mí a quien deben reclamar”.
En definitiva, frente a la toma de un crédito por parte del Estado, correspondería afirmar lo siguiente:
- Los deudores a quienes puede reclamarse el pago del préstamo deberán ser los funcionarios que firmaron los contratos para obtenerlo, y quienes recibieron el dinero y lo gastaron. A ellos deberán dirigir los acreedores su acción.
- Yo no firmé ningún contrato, no recibí un centavo, no soy responsable por el mal manejo de los fondos públicos y el déficit presupuestario.
- Como el moroso de Epicarmo, yo no soy la persona que debe el dinero. No es a mí a quien han de reclamarlo.
Desgraciadamente, al igual que en su comedia, estas afirmaciones también serán tomadas como una broma. Pero vale la pena meditar por un momento sobre esta facultad de los gobiernos que generalmente se acepta sin discusión, y es una de las fuentes de la miseria endémica que producen las propias administraciones.
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