Así escribí ‘La guerra del fin del mundo’: autobiografía literaria de Vargas Llosa
El País, Madrid
La realidad de un escritor, que publica este miércoles la editorial Triacastela, llega a las librerías como parte de una serie de libros titulada Sobras completas formada por este volumen inédito de Mario Vargas Llosa, otro titulado Diálogos en el Perúque reúne 38 conversaciones del autor con diversos periodistas peruanos de 1964 a 2019, y un tercero que recoge un “ensayo dialogado” entre el escritor y el filósofo Fernando Savater, bajo el título Vías paralelas: Vargas Llosa y Savater.
Si yo tuviera que escoger una entre todas las novelas que he publicado, probablemente elegiría La guerra del fin del mundoporque lo considero el proyecto más ambicioso que me he planteado. Es también el libro que me exigió más tiempo de trabajo y el que me planteó más dificultades. Lo digo por muchas razones, pero especialmente por dos. Una es que esta fue la primera de mis novelas que no está localizada en mi país, Perú, sino en uno extranjero, Brasil. La otra es que se trata del primer libro que no es contemporáneo a mi propia vida, sino una novela histórica situada a finales del siglo diecinueve. Si me hubieran preguntado hace quince años sobre la posibilidad de que escribiese un libro de estas características —que no se desarrollase en Perú ni fuese contemporáneo— probablemente habría respondido: “No, nunca”. Siempre escribo libros sobre Perú y todos han sido contemporáneos.
A pesar de que yo siempre había pensado que mi vocación era escribir relatos actuales, siempre situados entre mi propia gente y en paisajes familiares, con personas que hablan el mismo tipo de lenguaje que yo, lo que me permite recrearlo con facilidad, un día tuve una experiencia tan potente que me estimuló a escribir sobre otra cosa, a escribir La guerra del fin del mundo. Esa experiencia fue la lectura de un libro extraordinario que se llama Os Sertões, del autor brasileño Euclides da Cunha. Os Sertões es uno de los libros más extraordinarios que se han escrito jamás en América Latina y una obra esencial para entender lo que este continente es, o, mejor dicho, lo que no es. Cualquiera que quiera comprender como un especialista los problemas y las culturas latinoamericanas, debería empezar por leer Os Sertões.
Creo que Os Sertões es uno de los libros que he leído con mayor asombro, entusiasmo y pasión. ¿Por qué me impresionó tanto? Las razones son muchas. En primer lugar, en el momento en que leí Os Sertões me preocupaban mucho algunos problemas relacionados con Latinoamérica. Uno de ellos era: ¿Cómo es posible que los intelectuales latinoamericanos —personas de ideas, cultas, personas que están bien informadas sobre lo que ocurre en nuestros países, que, generalmente, han viajado mucho y por esa razón pueden comparar lo que ocurrió en un país con lo que ocurrió en otro y tener una visión general o perspectiva de los problemas de América Latina— hayan sido responsables, tantas veces, de los conflictos y problemas a los que Latinoamérica se ha enfrentado en su historia? ¿Cuál es la razón por la que los intelectuales han contribuido, por ejemplo, a la intolerancia, que es uno de los aspectos más oscuros de nuestra historia? Los intelectuales han promovido la intolerancia; intolerancia religiosa en el pasado e intolerancia ideológica y política en el presente. Es cierto que también ellos han sido víctimas de la intolerancia muchas veces; han sido perseguidos, encarcelados, torturados, a veces asesinados por dictaduras. Pero en sus declaraciones políticas han reaccionado a esta clase de intolerancia en muchos, muchos casos, con otra intolerancia equivalente, promoviendo un tipo de interpretación celosa y dogmática de nuestra sociedad y nuestra realidad. ¿Por qué ocurre esto? ¿Por qué la gente instruida de nuestro continente ha participado de la misma manera que otras secciones de nuestra sociedad en la creación de este sistema de intolerancia, que es la raíz de nuestros problemas?
Lamentablemente, por muchas razones los intelectuales latinoamericanos todavía tienen grandes sesgos ideológicos en su enfoque de los problemas políticos, sociales y culturales. Hay excepciones, por supuesto; pero en general yo diría que, si el enfoque pragmático es, como creo, más civilizado y mejor para entender lo que es la realidad, entonces la gente común en América Latina tiene, probablemente, una comprensión más clara que los intelectuales y artistas de lo que es bueno para Latinoamérica.
Leer Os Sertões me proporcionó una extraordinaria descripción de lo que ha sido este problema en un caso concreto, Brasil, y en un acontecimiento concreto, la guerra civil de Canudos. Me conmovió profundamente el caso del propio Euclides da Cunha, el autor de Os Sertões, porque su experiencia fue como la encarnación de la que han tenido, y tienen, muchos intelectuales de América Latina. Además, quedé muy impresionado porque creo que el libro es una obra maestra. No es una novela, pero puede leerse como si fuese un extraordinario relato.
El libro es una descripción de algo que ocurrió en Brasil a finales del siglo XIX. Resumiré esta guerra civil, la guerra de Canudos, porque asumo que la mayoría de los norteamericanos nunca han oído nada sobre estos episodios, como también es el caso en América Latina. Probablemente sepan que la independencia brasileña llegó a finales del siglo XIX y fue una transición relativamente pacífica desde la monarquía a la república. Un golpe militar, apoyado en general por todo el Brasil occidentalizado, estableció la república en 1888.
El movimiento republicano, que aplastó a la monarquía y la reemplazó, fue un movimiento progresivo en el que los militares y los intelectuales fueron las fuerzas motrices. El ejército y los intelectuales estaban unidos; fue una de las pocas ocasiones en que estos dos grupos compartieron objetivos políticos y sociales en Latinoamérica, un propósito común.
Hubo, por ejemplo, un personaje muy interesante, un militar e intelectual llamado Benjamin Constant, profesor en la escuela militar de Río de Janeiro. Muy influenciado por la doctrina positivista francesa, era un lector entusiasta de la filosofía francesa y pensaba que Auguste Comte era realmente el gran pensador de su época. Así que introdujo el positivismo en la escuela militar de Río de Janeiro, y muchos de sus oficiales se formaron en las ideas positivistas. Como probablemente hayan escuchado, el positivismo fue muy importante en varios países de América Latina, particularmente en Brasil y México. Pero el país donde tuvo más influencia y donde llegó a ser una filosofía oficial del gobierno y de la sociedad fue Brasil.
En Brasil, el positivismo tuvo mucha más influencia que en la propia Francia. Creo que Brasil fue el único lugar en el mundo donde aquellos templos de la razón que Comte sugería se construyeron realmente, tempos que estaban orientados hacia París, como las mezquitas están orientadas a La Meca. Benjamin Constant, en la escuela militar de Río de Janeiro, enseñó a los jóvenes oficiales que la única manera de que Brasil llegara a ser un país moderno, una sociedad progresista, era convirtiéndose en república, sustituyendo el anticuado y obsoleto sistema monárquico por una república.
Esta fue también la idea de todos los intelectuales progresistas de Brasil; y así, cuando los militares se rebelaron contra la monarquía, los intelectuales los apoyaron, y todo el Brasil civilizado los siguió y aceptó la república, que se estableció en 1888 con gran entusiasmo popular y con la convicción de que transformaría Brasil en algo similar a los Estados Unidos de América. Ese era uno de los modelos que los brasileños tenían en mente cuando crearon la república. Eran personas realmente convencidas de que la república cambiaría la suerte de los pobres en Brasil, que no solo significaría modernización, sino también justicia social, la desaparición —o al menos disminución— de todas las desigualdades económicas. Eran progresistas en el sentido más profundo de la palabra. Por supuesto, se necesitó algún tiempo para que las instituciones republicanas se extendieran por todo el enorme país, para llegar a las áreas remotas de Brasil.
Unos pocos años después de que se estableciera la república, en un área remota y aislada del interior del estado de Bahía, un lugar que se había estado desarrollando —o más o menos languideciendo— sin comunicación con el resto de país, hubo una rebelión, una rebelión en contra de la república. Y los rebeldes eran probablemente los más pobres de Brasil. Eran campesinos, vaqueros, personas que se sublevaron contra la institución, contra la república. Al principio, nadie tuvo conocimiento sobre esta rebelión porque la zona estaba tan aislada que solo las autoridades en Salvador, la capital del estado de Bahía, recibieron información al respecto. Enviaron una compañía de la Guardia Civil para aplastar el movimiento, que no les parecía muy importante. Pero los rebeldes los derrotaron y se llevaron todas las armas. Este resultado inesperado creó cierta preocupación en Salvador, que esta vez envió un batallón, dirigido por el mayor Febronio DeBrito.
La segunda expedición también fue derrotada y destruida por los rebeldes. El mayor DeBrito escapó, pero los insurgentes se quedaron con todas las armas. Esta segunda derrota supuso un enorme escándalo, esta vez por todo el país. En Río, en São Paulo, por ejemplo, hubo muchas reuniones sobre la situación. Lo curioso era que nadie podía entender lo que sucedía porque en la mente de la élite —la élite política, intelectual y militar del país— era simplemente impensable que hubiera una revuelta de los pobres contra algo que se había creado precisamente para su beneficio, para los campesinos, para las víctimas de Brasil. Los brasileños occidentalizados no comprendían la resistencia de los campesinos y buscaron una explicación.
Fue en ese momento cuando los intelectuales progresistas de Brasil comenzaron a jugar un papel fundamental. Como no podían entender lo que estaba ocurriendo, hicieron lo que hacen todos los intelectuales en esos casos: se inventaron una teoría. Afirmaron que esto no era una rebelión de los campesinos pobres del noreste (Bahía), algo impensable. Tenía que tratarse de una rebelión organizada por los enemigos de la república. ¿Y quiénes eran los enemigos de la república? Los monárquicos, los antiguos miembros de la corte, los oficiales exiliados en Buenos Aires o en Lisboa y, por supuesto, los terratenientes del interior de Bahía, esos ricos que son los enemigos naturales de la república. Los monárquicos eran los verdaderos responsables de la rebelión, e Inglaterra también era responsable como enemigo natural de la república. La monarquía había tenido una estrecha relación comercial y económica con Inglaterra, pero la república quería orientar su comercio más hacia los Estados Unidos de América, así que a Inglaterra le perjudicaba esta política. Por esta razón, los intelectuales pensaron que Inglaterra intervenía en la rebelión, que era, de hecho, una conspiración creada por los enemigos de la república. Lo que resulta verdaderamente fascinante es que esta teoría, una creación imaginaria de los políticos e intelectuales del Brasil occidentalizado, fue tomando forma poco a poco y se convirtió en una realidad indiscutible, una cosa tan obvia que nadie pensaría en falsificarla o criticarla.
Euclides da Cunha, que era un republicano fanático, un hombre totalmente convencido de la necesidad de la república como medio para modernizar Brasil y crear justicia social en el país (había sido expulsado de la academia miliar en Río de Janeiro porque se negó a saludar a un ministro de la monarquía), estaba trabajando en ese momento como periodista en São Paulo y escribió artículos vehementes contra los rebeldes del noreste, llamando a esta rebelión “nuestra Vendée”, en alusión al movimiento reaccionario francés en la Bretaña contra la Revolución Francesa.
La república mandó una tercera expedición militar para aplastar la rebelión y puso al coronel Moreira César, un oficial republicano famoso en Brasil, a la cabeza de la fuerza expedicionaria. Él también era un republicano fanático y positivista, que había luchado por la república desde que era un joven oficial. Una estrella militar, con grandes hazañas en su carrera. Había aplastado una pequeña revuelta contra la república en Santa Catalina, un suceso en el que mostró una terrible crueldad. Era un héroe de la república, y su Séptimo Regimiento era uno de los pilares estelares del ejército. Fue enviado a aplastar la rebelión y, por supuesto, todo el país estaba esperando el resultado. Pero los rebeldes también derrotaron a Moreira César. Lo mataron a él y a muchos de sus lugartenientes, quedándose con la mayoría de las armas del Séptimo Regimiento.
Se pueden imaginar cómo fueron recibidas estas noticias en las principales ciudades de Brasil. En Río hubo manifestaciones espontáneas de las masas contra los monárquicos que todavía vivían allí. Algunos de ellos fueron linchados por los manifestantes. Se quemaron periódicos monárquicos que todavía se publicaban. Fue un auténtico escándalo nacional. En la prensa aparecieron artículos que explicaban cómo Moreira César había sido derrotado porque la Armada británica había participado directamente en la rebelión con armas, con material explosivo que se había introducido de contrabando en los territorios de Bahía, y cómo los oficiales británicos y los monárquicos estaban, de hecho, luchando con los rebeldes.
Todo esto salió en los periódicos. Hay un libro muy interesante (No calor da hora), escrito por un sociólogo brasileño, que es una descripción de lo que los periódicos publicaron sobre la rebelión. Es fascinante leerlo porque muestra cómo el periodismo y la historia, en un momento dado, pueden convertirse en una rama de la ficción, exactamente como la poesía o la novela.
Después de la derrota de César, se envió prácticamente la mitad del ejército brasileño, en una cuarta expedición, para combatir a los rebeldes. Euclides da Cunha fue en esta expedición, y se quedó unas cuantas semanas en Canudos, donde la rebelión tenía lugar. Pudo ver con sus propios ojos lo que pasaba en esta ciudadela rebelde. Resulta una experiencia pedagógica leer lo que escribió en los artículos que enviaba a su periódico de São Paulo desde el frente. Aunque estaba allí y podía ver quiénes eran los rebeldes, en realidad estaba totalmente ciego. Era un intelectual extremadamente honesto, pero estaba tan convencido de sus ideas que solo veía lo que su ideología le permitía ver. Y en los artículos escribió sobre oficiales navales de cabello rubio, obviamente oficiales ingleses. Escribió sobre explosivos que sólo el ejército británico tenía y mencionó un episodio que fue ampliamente comentado por la prensa de la época: un importante cargamento británico de armas que se había descubierto en Salvador.
Por supuesto, la cuarta expedición acabó con la revuelta. Todos los insurgentes fueron asesinados, en una de las masacres más horribles en la historia de América Latina, y se dijo que el ejército brasileño mató, al menos, a cuarenta mil personas. Canudos quedó totalmente destruida porque los rebeldes nunca se rindieron, los mataron. Después de la masacre, el ejército decidió destruir todas las casas que aún quedaban en pie. Fue como una voluntad inconsciente de hacer desaparecer todo rastro de lo que había ocurrido. Todas las casas se destruyeron y los supervivientes, algunas mujeres y niños, fueron enviados a diferentes familias por todo el país.
Euclides da Cunha fue uno de los primeros en entender que algo muy trágico había sucedido, que tras aquel drama social se ocultaba un terrible malentendido. Fue uno de los primeros brasileños en preguntarse: ¿Qué le hemos hecho a esta gente? ¿Dónde están los oficiales británicos? ¿Y los terratenientes? ¿Dónde están los brasileños monárquicos? Todos aquellos miserables eran campesinos, personas iletradas que no tenían ni idea de lo que era Brasil, gente que luchó contra el ejército al grito de “¡Viva Jesús!”. Se preocupó y se angustió mucho, con sentimientos terribles sobre lo que el Brasil civilizado le había hecho a los rebeldes. Intentó entender lo que realmente había ocurrido.
¿Cómo era posible que un país como Brasil se hubiera sumergido en esta confusión nacional? Os Sertões, el libro de Euclides da Cunha, es la explicación que se da a sí mismo, a su país y a la posterioridad de lo que pasó en Canudos, de cómo fue posible aquella guerra civil.
Le llevó tres años escribir el libro. Se dijo que le costó el mismo tiempo que construir un puente. Era también ingeniero y trabajaba lejos de Canudos, escribiendo el libro y construyendo el puente al mismo tiempo. Os Sertões es una obra extraordinaria porque es una autocrítica a la vez personal y nacional. Al tratar de entender lo que fue la rebelión de Canudos, creo que Da Cunha descubrió lo que es América Latina, lo que es un país latinoamericano y, como dije anteriormente, también lo que no es. En su libro nos mostró que importar instituciones, ideas, valores, e incluso tendencias estéticas desde Europa a América Latina es algo que puede tener consecuencias muy diferentes, puede producir resultados inesperados. Explicó la rebelión, por ejemplo, como una deformación de las ideas religiosas que se importaron a Brasil y se impusieron en esta comunidad de campesinos. Estas personas habían sido educadas por fanáticos integristas católicos, monjes que predicaron una visión intolerante y dogmática que fue profundamente asimilada por esta comunidad aislada de caboclos del interior de Bahía, personas que encontraron en aquella religión la única fuente de alivio a sus terribles sufrimientos.
En aquella atmósfera eran posibles muchas desviaciones absurdas de las religiones establecidas. Había muchos predicadores cruzando los sertones, transformando la religión en una especie de culto fanático. Uno de aquellos predicadores fue el líder de la rebelión, Antonio Consejero, un hombre misterioso, con una juventud y una infancia enigmáticas, un hombre que nunca había sido político antes de saber que se había establecido la república. Cuando se enteró, inmediatamente reaccionó, no solo como líder religioso sino también político, declarando que la república era el anticristo. Esto lo había aprendido de los misioneros capuchinos, que siempre habían predicado contra la idea de una república, como algo inventado por los enemigos de la Iglesia, por los masones, por ejemplo.
Antonio Consejero era un hombre muy coherente y cuando se fundó la república reaccionó de forma acorde con las doctrinas e ideas religiosas en las que siempre había vivido. Pensó que como el anticristo ya estaba en Brasil, la gente debía estar preparada para luchar contra él. Era la obligación que tenían como cristianos. Esa fue la fuerza motriz detrás de la rebelión, la idea religiosa de que el mal estaba en Brasil y los cristianos, los auténticos cristianos, debían luchar contra esa plaga. Lo extraordinario es que la gente siguiera al Consejero y aceptara sus ideas. Lo siguieron porque podían entender lo que les decía. El Consejero era una figura carismática, sabía llegar a las mentes y los corazones de la gente sencilla, como los campesinos.
Por otro lado, no pudieron entender las ideas positivistas que estaban detrás de la república, ni la propia institución abstracta de la república, con sus cuerpos representativos. Todas estas abstracciones estaban muy alejadas de sus vidas diarias. Sin embargo, sí les fue fácil transformar esas nociones abstractas en algo sospechoso, algo que podía encarnar un peligro para sus vidas, y aún más para sus almas. Cuando aquellos extranjeros llegaron (y las tropas militares eran extranjeras para los campesinos que nunca habían visto gente de Río o São Paulo), sintieron amenazada su cultura propia, que estaba compuesta de cosas primitivas, costumbres antiguas, ideas religiosas dogmáticas, pero les daba un sentimiento de pertenencia a algo que todos compartían. No tenían nada que compartir con aquellos extranjeros que llegaron con Moreira César hablando de la república y de las ideas positivistas. Además eran ateos, como César, que consideraba la religión un obstáculo para el progreso y la modernización. Para aquellos campesinos, todo esto confirmaba que la república era el anticristo. La sociedad de Brasil estaba dividida por prejuicios recíprocos, por intolerancias recíprocas, religiosas por un lado, ideológicas por otro. Todo eso produjo la catástrofe.
Para mí, aquello fue como ver en un pequeño laboratorio el modelo de algo que había estado sucediendo a lo largo de América Latina desde el comienzo de nuestra independencia. Todos los países latinoamericanos han pasado por situaciones más o menos parecidas. La división de la sociedad en función de esas visiones recíprocas y dogmáticas de lo que debería ser su organización política, siempre ha tenido consecuencias similares: guerras, represión, masacres. Me conmovió profundamente todo lo que Da Cunha describió en Os Sertões e inmediatamente sentí la necesidad de fantasear sobre ello y escribir una novela usando Canudos, aunque no diría que como pretexto, porque estaba fascinado por el suceso en sí mismo, que era una aventura extraordinaria. Pero al mismo tiempo sentí que si escribía una novela convincente, con Canudos como escenario de esa historia, quizá podría presentar de forma ficticia la descripción de un fenómeno continental, algo que todo latinoamericano podría reconocer como parte de su propio pasado, en algunos casos como su propio presente, porque en la América Latina contemporánea todavía existen Canudos en muchos países. En Perú, por ejemplo, tenemos un Canudo vivo en los Andes.
Por eso decidí utilizar los acontecimientos históricos de Canudos como materia prima para escribir una novela en la que sería totalmente libre de cambiar, deformar e inventar situaciones, usando el trasfondo histórico solo como punto de partida para crear lo que sería esencialmente una ficción, es decir, una invención literaria. Decidí seguir, en general, los episodios históricos, las cuatro expediciones militares, y utilizar algunas de las personas reales, como el coronel Moreira César o El Consejero, el líder de los rebeldes, como figuras literarias, pero sin respetar sus biografías y adoptando libremente lo que sentí que era útil para mis propósitos literarios.
Creo que he leído todo lo que se ha escrito sobre Canudos. Me fascinó la investigación porque constantemente descubría un material muy rico y sugerente para la ficción. Toda la historia republicana de la guerra estaba bien documentada, pero el lado rebelde no lo estaba en absoluto; no había documentos escritos por los insurgentes. Algunos de los que sobrevivieron fueron entrevistados, pero muchos años después. Había, por ejemplo, algún material escrito sobre Vilanova, uno de los líderes de la rebelión, al que encontró un periodista cuando ya era un anciano y lo entrevistó. De ahí salió un documento, uno de los pocos de los rebeldes.
Todo esto me dio una gran oportunidad para inventar, para fantasear sobre lo que les ocurrió a los rebeldes, sobre lo que sucedió en la ciudadela de Canudos. Recuerdo lo emocionado que estaba el día que leí —aunque no recuerdo en qué libro o artículo de periódico— que entre los rebeldes de la ciudadela había una especie de monstruo, un individuo de Natuba, muy deformado, que sabía escribir. La idea de que hubiera allí al menos una persona que sabía escribir y que, probablemente, había escrito algo, fue para mí muy conmovedora. Me afectó profundamente que pudiese haber un escritor entre los rebeldes.
A partir de este descubrimiento creé un personaje completo, muy importante en mi novela, llamado León de Natuba, que es un escritor, alguien muy cercano al Consejero que escribe todo lo que dice y documenta todo lo que sucede. Usé los nombres de algunos lugartenientes del Consejero, pero me inventé sus biografías. Un aspecto emocionante de la rebelión fue que una vez que comenzó la guerra toda la gente de la región se acercó a la ciudadela, al sitio rebelde. Algunos curas de pueblo fueron a luchar con el Consejero, que oficialmente fue considerado un hereje. Pero a pesar de esto, los curas de pueblo de la región habían tejido una solidaridad natural con aquella gente y lucharon junto a los rebeldes. Todos los criminales de la región (los cangaceiros, aunque el nombre no era popular en aquel momento), las pandillas de bandidos, se unieron inmediatamente a la ciudadela rebelde y fueron los verdaderos jefes militares de la rebelión.
Pajeú fue un bandido muy famoso en la región, que llegó a ser la mano derecha del Consejero. En su biografía empleé lo que podría llamarse un patrón estereotipado de lo que era un bandido en el sertón de aquella época. Decidí escribir primero una versión de la novela sin visitar la región, sin mirar con mis ojos al sertón, a los lugares donde tuvo lugar la rebelión. Y eso es lo que hice. Trabajé dos años en una primera versión muy larga de la novela. Solo cuando terminé esa versión fui a Bahía, a Salvador, y al sertón. Tuve la suerte de que me acompañara en este viaje un brasileño, un antropólogo llamado Renato Ferraz, que había sido director del Museo de Arte Moderno de Salvador; conocía muy bien el sertón y a los caboclos (la gente de la región), estaba familiarizado con la historia y la sociología del área y tenía muchos amigos en los pueblos del sertón.
Que Ferraz aceptara fue realmente una gran ayuda para mí, porque los caboclos son reservados, muy diferentes de la gente de la zona costera de Bahía, en Salvador, que son extrovertidos. La sociedad cabocla desconfía de los extraños. Pero consideraban a Renato Ferraz como uno de ellos y fueron completamente receptivos con él. Fuimos a visitar los veinticinco pequeños pueblos del sertón donde se dice que el Consejero predicó. Incluso vimos el pueblo en que la iglesia construida por el Consejero está todavía en pie. Para la gente de la región, Canudos y la guerra civil todavía estaban muy presentes, porque había sido el acontecimiento más importante de sus vidas, quizá el único importante. Todas las familias de allí tenían algún padre o abuelo que había formado parte de la rebelión, y todo el mundo había escuchado anécdotas y episodios de la guerra. Las canciones que se cantaban en aquella época se seguían cantando, y escuchamos muchas de aquellas canciones de guerra. Todo esto, como se pueden imaginar, fue un material extremadamente rico para la novela.
Me impresionó descubrir que la razón de la guerra también estaba muy viva. Recuerdo cómo, en algunos lugares, las preguntas que hacía sobre Canudos provocaron terribles discusiones entre la gente. Había personas que justificaban la intervención, argumentando que esa era la única manera en que Brasil podía convertirse en una sociedad moderna e integrada, y decían que los rebeldes fueron gente cruel. Fue triste, no hay duda, pero ¿qué puede hacer una república?
¿Qué puede hacer un Estado moderno cuando hay una rebelión de gente primitiva que lucha contra las instituciones sociales, que las considera como el anticristo? ¿Puede la república rendirse a ese tipo de fanatismo? Su obligación era defender la ley y el orden, y esa fue la razón por la que aplastó Canudos.
Por otro lado, recuerdo que el padre Gumercindo, el sacerdote de un pequeño pueblo, defendió vehementemente a los rebeldes, argumentando que la corrupción de la Iglesia contemporánea derivó de que gente como los republicanos ganara esa guerra, que la historia de la Iglesia habría sido muy diferente si personas como el Consejero la hubiesen ganado. Explicó que el Consejero era la verdadera Iglesia, una Iglesia no corrompida por las ideas modernas. Fue increíble ver como todos los problemas que habían estado detrás de Canudos seguían presentes en la región.
Por supuesto, el momento más importante de este viaje fue cuando llegué a Canudos. Como ciudad ya no existe, ahora es un lago artificial. Se construyó una presa. El lugar donde se encontraba la ciudadela ahora está sumergido bajo el agua, y la gente de la región dice: “¿Lo ve? El Consejero tenía razón, porque anunció que sertão tornaria mar” (el desierto se convertiría en mar). Naturalmente, el agua está allí, y por eso tenía razón el Consejero. Todavía se podía ver en la orilla del lago la cruz que, según me contaban, estuvo una vez en la torre de la iglesia de Canudos. Toda la zona estaba todavía llena de cartuchos de la guerra. Tras aquella visita reescribí la novela dos veces más y solo después de la última versión me sentí más seguro, o menos inseguro, que cuando escribí el primer borrador. Como ya he mencionado, nunca tuve una dificultad tan grande para escribir una novela, pero al mismo tiempo, nunca sentí tanta emoción con el tema como con La guerra del fin del mundo, y eso, desde luego, me ayudó a superar todos los problemas.
Una de mis mayores dificultades fue imaginarme en qué idioma debería hablar aquella gente, porque yo escribo en español y ellos hablaban portugués. Y, como escribo todas mis novelas de un modo realista, tuve que determinar qué tipo de lengua iban a usar para que no sonara artificial al lector. Intenté crear un idioma que no es del todo español, a pesar de ser español, una lengua en la que introduciría algunos “lusitanismos”, algunas palabras portuguesas, para dar color brasileño a las frases, al idioma. No hice esto sólo en el diálogo, también en las descripciones. Tuve la idea de darle al texto la estructura de una novela de aventuras. Como siempre he sido un gran admirador de esa literatura, Canudos me ofrecía una ocasión extraordinaria para escribir una novela épica de aventuras, con muchas anécdotas y episodios, una historia en la que los acontecimientos militares fueran importantes. He recibido muchas influencias tanto de obras históricas como literarias. Y algo que me sorprendió mucho cuando viajé a Bahía fue descubrir que la tradición caballeresca estaba viva todavía en esa parte de Brasil, en forma de “literatura de cordel” (literatura épica), que llegó a Brasil con los portugueses. Ahora ha desaparecido por completo de Portugal, pero en el sertón se pueden escuchar canciones caballerescas recitadas por trovadores. Yo utilicé esas canciones en mi novela como homenaje a la tradición de la caballería y también porque es algo que permanece en la cultura contemporánea del sertón.
Quería que fuese también una novela de grandes espacios y que moviera la historia con gran libertad. Me parecía importante que su estructura y su forma ayudaran también al lector contemporáneo a conseguir la distancia necesaria con acontecimientos que tuvieron lugar hace casi un siglo. En algunos episodios utilicé deliberadamente un tipo de frase, un tipo de escritura, que aportara un sabor, una reminiscencia de la literatura decimonónica. Decidí que algunos personajes y algunos acontecimientos tenían que presentarse al lector con una gran distancia, que era importante, por ejemplo, que el Consejero fuese percibido por el lector como lo habían percibido sus seguidores, no como un ser humano de carne y hueso, sino como una figura mítica, como una especie de presencia divina. Por esa razón era importante mantener al Consejero a distancia del lector todo el tiempo. El narrador nunca se acerca a él; siempre lo mira desde la perspectiva de sus seguidores y lo describe tal y como lo percibe y lo siente la gente que lo considera una encarnación divina. Narré todos estos episodios en un estilo del siglo diecinueve, pero los alterné con otros de enfoque más moderno.
Muchos años antes de leer a Euclides da Cunha tuve la idea de escribir una novela o un relato, una pieza de ficción, sobre un personaje que me había imaginado mientras leía una historia del anarquismo español. Ya saben que ese movimiento fue muy importante en España desde el siglo diecinueve; en algunas regiones, como Andalucía y Cataluña, por ejemplo, se convirtió en un movimiento popular. Cuando leí su historia descubrí que un grupo de anarquistas catalanes había quedado especialmente impresionado con la frenología (pseudociencia creada por Franz Joseph Gall), según la cual los huesos de la cabeza se consideraban la materialización del alma, de la características morales y psicológicas del individuo. Un experto en frenología podía determinar inmediatamente las características de un individuo tocando los huesos de su cabeza. Aquellos anarquistas catalanes quedaron muy impresionados con las ideas de Gall y decidieron que la frenología era el complemento científico del materialismo, que en la frenología se confirmaba la justificación básica del materialismo filosófico.
Me emocioné al leer las ideas de estos frenólogos anarquistas o anarquistas frenológicos. Realmente me entusiasmaron, y decidí escribir una novela o un relato con el personaje de un anarquista frenólogo. Pero era difícil porque yo escribía novelas sobre el Perú contemporáneo. ¿Cómo podía meter un frenólogo allí? Era ajeno a mis temas habituales. Sin embargo, cuando empecé a escribir La guerra del fin del mundo mi anarquista frenólogo encontró inmediatamente un entorno familiar. Así que lo coloqué en Canudos, en esta novela de fanatismos recíprocos. Además le añadió al relato una nueva dimensión: el extranjero que viene a América Latina con el fin de encontrar sus visiones personales, su utopía. Este es un aspecto importante de nuestra historia: extranjeros que vienen a Latinoamérica y no ven lo que es, sino lo que les gustaría que fuera para que ellos pudiesen satisfacer sus visiones personales. Tenemos una larga lista de personas de este tipo, empezando por Colón, por supuesto. Él quería llegar a la India; tropezó con América y vio en ella la India.
Quise que este frenólogo/anarquista encarnara en la novela a ese personaje auténtico: el extranjero que confunde nuestra realidad, como el Consejero lo hace por razones religiosas y el Coronel Moreira César por motivos filosóficos. En este caso, es la utopía la que lo ciega sobre la realidad que le rodea. Se convirtió en uno de los personajes principales de la novela.
También quise que Euclides da Cunha estuviera allí; quería a alguien que pudiese encarnar lo que él personificó mejor que nadie en aquella guerra, el tipo de intelectual latinoamericano (listo, inteligente, culto, bien intencionado con respecto a nuestras realidades) que está, a pesar de todo eso, tan marcado ideológicamente que puede llegar a ser un factor esencial de nuestras tragedias, de nuestras catástrofes políticas. Utilicé el caso de Euclides da Cunha para crear al periodista de la novela, el único personaje al que nunca se le da nombre en el libro. Es un periodista miope (de esa forma se le describe en La guerra del fin del mundo), solo uno de los testigos de una historia que no puede entender realmente cuando la está viviendo, pero que hace un gran esfuerzo para comprenderla después y escribe el libro que ofrecerá la explicación real de lo que sucedió en Canudos.
Quise que la literatura, la palabra escrita, fuera también un personaje importante en la novela, porque cuando estaba investigando sobre Canudos descubrí que la palabra escrita tuvo un papel esencial en lo que ocurrió. Todo el malentendido nacional fue posible por las cosas que dijeron los periódicos sobre Canudos, por los discursos que se pronunciaron y luego se publicaron, por las conferencias que se dieron sobre lo que estaba sucediendo. Y así la palabra escrita, que supuestamente describía e interpretaba la realidad, fue de hecho transformándola, cambiándola, como hace frecuentemente la ficción. La palabra escrita fue testigo de la tragedia de Canudos. Quise que la literatura estuviera allí, presente como un personaje real, manipulando los acontecimientos y empujando a las personas a asumir actitudes firmes. Este aspecto —la palabra escrita— es muy importante en la novela. Hay artículos de los periódicos que aparecen en ella, por ejemplo describiendo discusiones políticas en una asamblea. También se incluyen cartas intercambiadas entre los personajes, que describen sucesos y provocan que algunos cambien sus acciones y actitudes hacia Canudos.
Me resultó muy difícil inventar diálogos convincentes para los campesinos, los vaqueros, para la gente más pobre de La guerra del fin del mundo. En la novela estas personas no suelen hablar directamente al lector. Lo que dicen, sus palabras, generalmente se filtran a través de intermediarios, personas de clase media (intelectuales, médicos, periodistas, terratenientes) cuyo lenguaje fue mucho más fácil de extraer o inventar para mí. Esto me ayudó a crear en la novela una sociedad tan dividida como realmente lo estaba en Brasil durante la guerra. El narrador expone al lector sobre todo el Brasil civilizado, el Brasil occidentalizado; y, a través de mecanismos literarios, mantiene cierta distancia con el otro lado del país. Este desequilibrio le da al lenguaje de la novela la personalidad de un mundo dividido, en el que hay dos sociedades totalmente incapaces de comunicarse entre sí. De este modo, la principal preocupación de La guerra del fin del mundo no son las diferencias religiosas o políticas que existen en Brasil y, por extensión, en toda América Latina, sino la división de estas dos sociedades debida a su incapacidad para comunicarse.
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