¿Será Joe Biden el presidente que termine con la grieta?
Los países se consideran a sí mismos únicos y, de hecho, todos tienen rasgos diferenciales. En general, sin embargo, se equiparan en el origen al partir de una tribu que se impuso a las demás para evolucionar según su tradición e historia y ser hoy lo que son. Pero hay uno diferente de verdad: Estados Unidos, que nació con una Constitución, que conserva, y se formó con inmigrantes de todo el planeta para convertirse en sólo dos siglos en la primera potencia económica, cultural y militar.
Ayer su 46° presidente tomó posesión. Joe Biden se enfrenta a un doble desafío. El menor tiene que ver con la investidura presidencial, porque nada más fácil que superar a Donald Trump, quien se ha despedido como un maleducado. El mayor, porque se encuentra con un país dividido. Recuperar el sueño americano que aún atrae a millones de personas de todas las razas, culturas y posiciones sociales no va a ser fácil cuando son los propios norteamericanos quienes empiezan a dudar de su país, algo que nunca había ocurrido. Siempre hubo debate sobre el camino a seguir y las decisiones a tomar, pero no lo hubo sobre la Constitución, sobre los pesos y contrapesos, el equilibrio de poderes, la búsqueda de la felicidad, ni el American Dream.
Joe Biden no ha destacado más que por ser un buen segundo, ronda los ochenta años y su salud es frágil. Pero no hay que fiarse de los estereotipos. La historia es testigo de un camisero de Kansas, Harry Truman, que se enfrentó a un comunismo dispuesto a conquistar el mundo al tiempo que reconstruía una Europa devastada por la guerra y procuraba trabajo a quienes volvían de ella, para convertir Estados Unidos en faro del progreso y la democracia. Habrá que ver. Biden ha rondado la arena política el tiempo suficiente como para apreciar la buena suerte que lo ha traído a la Oficina Oval. El Covid-19 afectó profundamente la administración Trump y arruinó la sólida economía anterior a la pandemia. Biden no iba a ninguna parte en las primarias demócratas hasta que Bernie Sanders emergió como el favorito y el partido se volvió hacia el exvicepresidente en un acto de desesperación política.
Ahora que asume el cargo, se está llevando adelante con velocidad inédita el programa de vacunación y la economía está lista para dispararse una vez que el flagelo del Covid disminuya. Obtendrá crédito político por el repunte simplemente por estar allí, mientras se levanta el manto de la pandemia. A diferencia de un republicano, Biden también tendrá a casi todos los medios de comunicación y a las elites dominantes de la cultura estadounidense detrás de él. La mayoría de los estadounidenses quiere poner fin al furioso rencor de los últimos años, y Biden está listo para beneficiarse.
Pero seguro que no triunfará si equivoca el diagnóstico. Ese que dice que Trump deja un país dividido por su culpa en lugar de interpretarlo como lo que fue, su efecto. De no haber estado el país dividido o polarizado, por aceptar esos vagos términos, Trump no hubiera reunido la fuerza suficiente ni para imponerse en un partido republicano que no le era favorable ni para llegar a la Casa Blanca.
Siempre hay división sobre las causas de la división y es fácil verla como algo que provoca el adversario. Es habitual cerrar los ojos a la contribución a ese clima confrontativo del partido con el que se simpatiza. Sucede que el problema de situar a Trump como primer y único causante de un estado de extrema polarización es que induce a creer que, una vez fuera de escena el que azuzaba a unos contra otros, la división va a dejar paso a la unidad, suponiendo que ésta de verdad fuera deseada. Pero ¿en qué consiste acabar con la división?
Eso que llaman división no empezó hace cuatro años ni se manifiesta sólo en Estados Unidos. No es sólo una distancia en términos de renta y oportunidades, que la izquierda se empecina en ampliar al atacar sistemáticamente las causas del progreso. Hay una distancia cultural. Ciudadanos del mismo país que hace unas décadas vivían con la sensación de tener algo en común, ahora se ven como extraños, pero además sienten una creciente distancia con gobiernos y políticos, que pretenden cada vez más indicar la solución a los problemas mediante la acumulación de poder y estrechamiento de las opciones individuales.
Trump logró conectar con una parte notable de esos mismos que sufren declive económico y relegación cultural. Eso es algo disonante, visto desde la perspectiva histórica, donde la izquierda aún se percibe como cercana a las clases populares y la derecha como afín a las élites económicas. Una percepción alimentada por la propia izquierda, pero que cada vez resulta más difícil de mantener cuando dedica a la política de identidad sus mayores energías. En ese tipo de política, llevada al extremo por el Partido Demócrata, se encuentra una de las causas de fondo de la división que tanto se lamenta ahora sólo porque se le atribuye a Trump, quien ciertamente supo capitalizar pero no inventó la polarización.
Biden prometió en su discurso de asunción de ayer curar las heridas y unir al país. Pero si hace lo que saben los demócratas, acabar con la división consistirá en aislar y cancelar, así como perseguir judicialmente y con todo el poder del estado a los que no comulguen con las políticas demócratas, hoy en día estereotipadas con las políticas de identidad y el cambio climático. En dos palabras: más división.
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