El ejemplo colombiano
El País, Madrid
El caso de Colombia es muy curioso. Ningún país latinoamericano ha padecido tantas guerras civiles y, sin embargo, con la misma seguridad puede decirse que ningún otro ha sido más libre, civil y democrático en ese mismo período. El estallido de la violencia se suele hacer coincidir con el Bogotazo, es decir, el asesinato del dirigente liberal Jorge Eliécer Gaitán, en abril de 1948, porque casi de inmediato comenzarían, en las montañas y las selvas del interior, las guerrillas que, por cincuenta años, hasta hace casi cinco, incendiaron el país. Liberales al principio, las guerrillas luego se volvieron socialistas y comunistas, y, alimentadas con dinero y armas por Cuba, Venezuela, la URSS y China, y, sobre todo, por la plata de las drogas, causaron miles de muertos, secuestros y acciones terroristas. Al mismo tiempo, la Colombia “civilizada” tenía una vida política democrática, con libertad de prensa y elecciones limpias, salvo el pequeño período de la dictadura militar de Rojas Pinilla, entre 1953 y 1957. Pese a todo ello, la clase empresarial colombiana, muy moderna, ha hecho progresar al país a unos niveles que envidia el resto de América Latina. Colombia tuvo en el siglo XIX destacados gramáticos y filólogos, gracias a los cuales el español que se enseña en sus colegios es de primer orden y los colombianos suelen jactarse por ello de hablar el mejor castellano de Iberoamérica.
Ahora, el presidente Iván Duque acaba de anunciar una medida extraordinaria, que es un verdadero ejemplo para el resto del mundo, y, sobre todo, para los países latinoamericanos: la regularización de un millón de venezolanos sin documentos de identidad, que, de este modo, podrán acceder a puestos de trabajo, así como a la seguridad social y a la educación en las instituciones colombianas. Qué diferencia con la actitud del Gobierno de Chile, que acaba de expulsar a muchos venezolanos, olvidando la generosidad con que la Venezuela democrática recibió a los chilenos que huían de la dictadura de Pinochet, como ha recordado Julio Borges.
¿Cuántos venezolanos han huido de su patria para no morirse de hambre, de enfermedades, de desesperación y de horror al futuro desde que el comandante Chávez y su hijo putativo, el actual presidente Maduro, proclamaron el Socialismo del Siglo XXI y comenzaron a expropiar empresas, a reemplazar a los que sabían manejarlas con agentes políticos voraces, además de apresar, torturar y asesinar adversarios? Las cifras exactas se desconocen, pero las más aproximadas señalan de cinco y medio a seis millones de personas. Las hemos visto a esas pobres familias en las carreteras y las selvas, arrastrando a sus niños y llevando todo lo que tenían en paquetes y bolsas, extraviados y sin rumbo, huyendo a pie por los desiertos de Sudamérica. Cerca de un millón llegaron al Perú, como otros tantos al Ecuador a Chile, al Brasil y Centroamérica. Muchos millares se han instalado en España y en los Estados Unidos. No hay en la historia un caso tan trágico como el de Venezuela, uno de los países potencialmente más ricos del mundo —es un mar de petróleo, entre otras cosas— al que la ideología extremista y los robos cuantiosos de la clase gobernante (sobre todo, la casta militar) haya empobrecido de esa manera, hasta convertir al país en uno de los más pobres del mundo, además de en una dictadura. Magnífico ejemplo, por otra parte, de lo que no se debe hacer si se quiere salir del subdesarrollo y progresar de veras. Es triste decirlo, pero el caso de Venezuela ha servido entre otras cosas para el desprestigio que tienen ahora en América Latina y el resto del Tercer Mundo las guerrillas y la lucha revolucionaria que antaño atrajeron tanto a los jóvenes en América Latina. ¿Quién quiere ahora seguir el ejemplo de ese desdichado país, o de Corea del Norte, o de Cuba y Nicaragua, los últimos exponentes que quedan de aquello en lo que convierte a un país el marxismo-leninismo? Cuba acaba de anunciar, por lo demás, que, para poder sacar adelante su desastrosa economía, va a permitir que los empresarios privados puedan operar en el caso de unos 2.000 oficios que, hasta ahora, eran exclusivamente estatales. Ya lo sabíamos, pero es bueno que también lo sepan quienes todavía sueñan con imitar a Marx, Lenin y Fidel Castro: las empresas estatales hunden y empobrecen a un país; así lo entendieron Rusia y China Popular, que ahora ejercen un capitalismo de amiguetes y sin libertad, una fórmula mejor que la anterior pero insuficiente para un genuino desarrollo democrático.
Desde que lo conocí, siempre supe que el presidente de Colombia, Iván Duque, sería un ejemplo para el resto de América Latina. Eran los tiempos de la campaña electoral, una época en la que los políticos profesionales suelen siempre ceder a la demagogia y a las falsas promesas, por la desesperación de ganar votos. Pero Duque no lo hacía, por convicción y honestidad: “Nada de exageraciones”, decía, “hay que prometer sólo lo posible”. Y así lo ha hecho desde que está en el poder, respetando rigurosamente la legalidad y sin que el expresidente Álvaro Uribe, del que lo acusaban de ser un títere, interviniera para nada en su Gobierno y más bien guardando frente a él una prudente distancia. Uribe es otra de las víctimas de una campaña de desprestigio de la extrema izquierda que lo ha perseguido desde que estaba en el poder; pero él, respetando siempre la libertad y la legalidad, en las que cree, así como recuperó las carreteras que la guerrilla de las FARC se jactaba de haber ocupado y de golpear a ésta en múltiples ocasiones, se ha defendido bien y muchos colombianos lo respetan y admiran lo que ha hecho por su país. Si todas las naciones latinoamericanas tuvieran una clase política semejante a la de Colombia, otro sería el destino de ese continente. Pero, en América Latina, la política ha seguido la suerte que tiene en el resto del mundo: los jóvenes más capaces y mejor preparados la detestan y prefieren dedicarse a las empresas y a las profesiones liberales. En una calle de Lima encontré a un viejo amigo, que había sido Rector de San Marcos, la universidad en la que estudié. Le pregunté cómo le había ido en el rectorado. “Hice lo que pude”, me dijo. “Pero ahora tengo 20 juicios en los que debo defenderme, gastando en ello todos mis sueldos. Nunca más me meteré en estas cosas”. Felizmente, una de las excepciones de ese desapego de los mejores a hacer política es Colombia.
Los países latinoamericanos —pienso sobre todo en el llamado Grupo de Lima que se ha portado tan bien con Venezuela— deberían seguir el ejemplo del presidente Iván Duque, y, como él, legalizar la presencia de las decenas de miles (o millones) de venezolanos que han llegado a sus playas. A todos ellos les puede ocurrir, teniendo en cuenta la precariedad de la vida en el nuevo continente: tener que huir de su país por la falta de trabajo, la miseria en que malviven, la falta de escuelas y de esos hospitales sin remedios, sin enfermeros y hasta sin agua de los que se quejan los pobres médicos venezolanos que nos muestra la televisión. De este modo, esos exiliados podrían encontrar trabajo legal, acudir a la sanidad y sus hijos acceder a la escuela pública, que ahora les está vedada. Los venezolanos son bravos y no se dejan derrotar fácilmente. Si no fuera así, su país se habría hundido ya en la parálisis y la decadencia más absolutas; pero ellos han sabido resistir a la barbarie y ahí siguen luchando para recuperar la Venezuela que fue, no hace mucho tiempo, un modelo de libertad y democracia en América Latina.
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