Desde que empezó la pandemia, ya no somos los mismos

Hace un año por estas fechas en gran parte del mundo todavía no se sospechaba que la pandemia nos trastocaría la vida de un día a otro. Ya en la segunda semana de marzo Europa se estremecía por el avance del coronavirus, pero todavía la inquietud era un aleteo que en muy poco tiempo se transformaría en pavor y encierro.
Cuando llegaban las noticias de las muertes como riadas en hospitales desbordados, en Estados Unidos el entonces presidente le quitaba hierro al asunto, seguro de que de que por un acto de magia acabaría con el virus “chino”. Poco después la primera potencia también se sumía en el desconcierto, y en las unidades de cuidados intensivos el personal médico a duras penas disponía del equipo necesario para combatir una guerra avisada que la mayoría de los gobiernos no supo anticipar.
Luego llegó el confinamiento y el aprendizaje de limitar la existencia al perímetro de la vivienda con incursiones a supermercados donde los productos de primera necesidad desaparecieron de los estantes. Detrás de las mascarillas y separados por la distancia sanitaria, el universo se achicó. Han sido meses sin cines, sin bailes, sin bares apretados, sin calles atestadas, sin viajes soñados. Un año en el que muchos lloraron por la pérdida y la añoranza.
En este marzo bien distinto al de un año atrás aunque todavía marcado por los coletazos de una pandemia que gradualmente se diluye, en España el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) ha dado a conocer los resultados de una encuesta sobre los efectos psicológicos provocados por la crisis del COVID-19.
La consulta, realizada en febrero, refleja las cicatrices profundas de una situación que todavía produce mucha ansiedad. Por ejemplo, uno de cada tres españoles reconoce haber llorado por el temor de contraer la enfermedad o que un ser querido se enfermara. Casi un 24% afirma haber sentido “mucho o bastante miedo” a fallecer por el virus. Un miedo que, por otra parte, se manifiesta menos en los mayores de 65 años a pesar de ser los más vulnerables, pero también los más preparados para enfrentar su propia mortalidad.
En lo referente al sentimiento de angustia, un 65% dijo haberla experimentado ante la imposibilidad de ver a familiares y amigos. En cuanto a las dolencias que afloraron en los meses de encierro, las más persistentes han sido el cansancio o fatiga (51.9%) y la falta de sueño (41.99%). Sin duda, la pandemia ha dejado una serie de secuelas que, además de las físicas entre muchos de los que se contagiaron, también son las que afectan la mente y el ánimo.
A nadie puede extrañarle (salvo a los insensatos negacionistas) el dato del desconsuelo. Ha sido un año muy duro con un reguero de muertes en el seno de familias. Un año de extrema soledad para los ancianos. Un año de extrañamiento con los demás y también con uno mismo, irreconocibles en un día a día que nos arrebató la rutina a la que estábamos acostumbrados. Ha habido mucho de adaptación a la soledad; una suerte de disciplina de los sentimientos y los impulsos más básicos como el abrazo, los besos, el apretón de manos. Fuimos crisálida. Ahora, gracias a las vacunas, estamos listos para zafarnos de la inmovilidad forzosa.
Este barómetro sobre la salud mental de los españoles en medio de la pandemia señala que algo más de la mitad de los encuestados teme que las epidemias formen parte de nuestra realidad. Igualmente, temen que la sociedad no vuelva a ser la misma.
Tal vez sea otra manera de reconocer que en lo más íntimo ya no somos los mismos. Es el efecto de las lágrimas derramadas de marzo a marzo.
©FIRMAS PRESS
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