Gulag, el horror de los campos de concentración de Stalin
La comida era escasa y sin variedad, el invierno omnipresente: el frío los enloquecía, el abrigo era insuficiente, las viviendas muy precarias, las barracas estaban superpobladas, los cuidados médicos resultaban ínfimos y el trabajo extenuante. La experiencia era infernal, inhumana.
Fueron cientos de instalaciones, de campos de trabajo forzado, situados en los lugares más alejados de la geografía soviética. Desolados y aislados, en los que nunca había vivido nadie por una simple razón: era casi imposible vivir allí. Tierras de inviernos perpetuos, insoportables. Millones de vidas arruinadas para siempre. Millones de muertes.
Gulag era la palabra que se formaba con las iniciales de la Dirección General de Campos y Colonias de Trabajo Correccional que, a su vez, era una dependencia del NKVD, el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos. Ese acrónimo terminó dando nombre al sistema de los campos de concentración soviéticos y a cada una de sus manifestaciones.
La palabra Gulag se difundió en Occidente a partir del éxito de Archipiélago Gulag, el libro de Aleksandr Solzhenitsyn, Premio Nobel de Literatura, que denuncia la vida en los campos y la utilización de los mismos para callar y castigar a los que pensaban diferente.
Los primeros Gulag se instalaron tras la Revolución de Octubre, crecieron con los años, se convirtieron en un pilar de la economía soviética y fueron desmantelados tras la muerte de Iósif Stalin.
Los prisioneros de estos campos eran delincuentes comunes y presos políticos. Estos últimos eran los que peor la pasaban. Los acusados de actividades anticomunistas padecían largas condenas con regímenes de detención severísimos.
Elogiar un libro de un autor mal mirado por el Kremlin, criticar una medida de gobierno o haber apoyado a un político caído en desgracia era crímenes que se castigaban con un severidad absoluta.
Los prisioneros debían trabajar. Sin abrigo, mal alimentados, una cantidad de horas demencial. El castigo era cotidiano. Se utilizaba a los penados, a lo peor de la sociedad, a aquellos que no los apoyaban para mover la actividad económica, para solidificar la posición de los poderosos. Los detenidos se dedicaban a la explotación de los recursos naturales, colonizaban tierras inhóspitas, levantaban fábricas, ponían en marcha obras de infraestructura monumentales. El costo en vidas humanas era altísimo pero a nadie parecía importarle. Los cuerpos no se veían. Yacían en fosas comunes, en los cimientos de esas construcciones nuevas o bajo las nuevas rutas construidas por esos mismos muertos.
Hubo más de 400 campos en funcionamiento en distintas zonas de la Unión Soviética. Una organización, un sistema de agobio, explotación y muerte. Quedan pocos rastros del Gulag. El frío, el viento, las nevadas casi permanentes erosionaron las construcciones. El tiempo y el clima demolieron esos edificios que no fueron pensados para perdurar ni para guarecer a sus habitantes.
Stalin se encargaba cada tanto de alimentar la población de los campos con grandes purgas. Así miles de disidentes y opositores eran enviados a los Gulag acusados de actividades antisoviéticas.
Stalin fue enviado, como otros líderes revolucionarios, a Siberia en varias oportunidades, al exilio de las épocas pre revolucionarias. Pero se escapó al menos tres veces, como tantos otros. Pero esa experiencia le dio la idea de reproducir los campos en esas zonas casi inhabitables. Sabía lo que se sufría. Eso era lo que él deseaba para sus enemigos. Pero debía tratar de sacarle algún provecho e impedir que se fugaran. Que quienes se le oponían supieran que pagarían su condena hasta el último día.
Las finalidades del sistema concentracionario eran múltiples. Buscaba aleccionar, utilizar a los que molestaban en beneficio propio, alejar al disidente del centro, imponer el miedo, usar los campos como fuerza económica.
Y eran, tal como afirma Hannah Arendt, los sectores de totalitarismo total dentro de los sistemas totalitarios; ambientes en el que el control y la sumisión eran absolutas, en los que la libertad se había esfumado.
Los detenidos ni siquiera eran mano de obra barata; eran mano de obra gratis. Aunque eso tuviera una contracara. Si bien fueron utilizados como fuerza económica y buena parte de los minerales utilizados en las industrias soviéticas las extraían prisioneros de los campos en diferentes minas, la productividad en las fábricas de los Gulag era (muy) inferior a la del resto de la Unión Soviética. El motivo era bastante sencillo. No era desidia, ni falta de incentivo (se jugaban la vida). Su estado físico era deplorable y eso atentaba contra sus posibilidades de ser más eficaces pese al rigor imperante.
Durante la Segunda Guerra Mundial las industrias se reformularon y se dedicaron a fabricar uniformes, municiones y todo lo necesario para pertrechar a los tropas. La otra gran tarea fue la del tendido de vías ferroviarias.
En esos años de guerra, muchos prisioneros fueron liberados para ser enviados al frente. Había que echar mano a todo lo que se pudiera. También fueron dejados en libertad los sacerdotes y obispos. El ateísmo estatal fue olvidado para que los sectores de la población con fe religiosa, la viera alimentada en tiempos duros y que eso solidificara los espíritus para la defensa ante el ataque nazi.
Pero la regla general era que las condenas eran cumplidas hasta el último día. No solía haber reducciones (excepto en los casos de moribundos) ni cumplimientos condicionales. Los que eran liberados debían soportar una pena más, la social. La propaganda del régimen hacía que fueran mirados como parias, que la reinserción fuera muy complicada. La sombra de la traición pesaba sobre ellos.
El comienzo no es casual. Tampoco los modos. Los primeros campos se establecen tras la revolución. Un tiempo difícil duro, brutal, impiadoso. Y así eran también los campos de concentración. Los Gulag no fueron una anomalía del sistema. La escritora Anne Applebaum va aún más lejos: “No surgieron de la nada, reflejaron el nivel general de la sociedad que lo rodeaba. Si los campos eran mugrientos; los guardias, brutales; los equipos de trabajo negligentes, era en parte porque la mugre, la brutalidad y la desidia abundaban en otras esferas de la vida soviética”.
Uno de los que desarrolló los pilares del sistema fue un detenido. Naftaly Frenkel fue arrestado en 1923 por cruzar fronteras sin autorización y por contrabando. Lo condenaron a diez años de trabajos forzado. Mientras cumplía la condena envió una carta a las autoridades del campo contando su experiencia. Pero Frenkel no se quejaba. Lo que hacía era brindar ideas para aumentar la productividad de los trabajadores esclavos. Una de ellas era la de “mayor ración para el que más trabaja”: la comida que recibía cada prisionero debía tener relación con su productividad. Esas y otras ideas fueron aplicadas y exportadas al resto de las instalaciones del Gulag. Al ver que sus aportes eran útiles, las autoridades no sólo le condonaron la pena sino que lo convirtieron en una de las autoridades del sistema Gulag.
La lejanía no era una idea nueva. En la época de los zares se había instalado el exilio forzado, el destierro a zonas alejadas, remotas. El destierro producía desgarro familiares. Los prisioneros eran llevados muy lejos de sus hogares, a sitios con climas extremos, bajo regímenes de trabajo atroces y condiciones de vida de una inclemencia única.
El lugar, la capital de Siberia, se llama en realidad Magadán. Pero se lo conoce como Kolymá, por el río que atraviesa el lugar. “Son tierras de frío, de nieves eternas, de oscuridad, casi sin presencia humana, visitadas tan sólo por tribus nómades: chukchas, evencos o yakutios” escribió Kapuscinski. Allí estaban la mayoría de los campos.
A los trabajadores no le mostraban el termómetro. No tenía sentido porque ellos debían trabajar de cualquier manera. Pero los prisioneros más veteranos podían interpretar las señales con facilidad y se convertían en expertos meteorólogos. Si había neblina, la temperatura era de 40 grados bajo cero. Si respiraban si dificultad pero la exhalación era sonora se acercaba a los 45. Pero si la respiración hacía el ruido de un motor ruinoso y provocaba una agitación que hacía sentir que podía ser la última vez que el aire pasaba por los pulmones, la temperatura era de 50 grados bajo cero.
Kolymá, la capital siberiana en la que se ubicaban la mayoría de estos establecimientos carcelarios, sigue estando presente en el habla rusa. Cada vez que a alguien le sucede algo malo, como consuelo, recibe de respuesta: “Pensá que Kolymá era mucho peor”. Kolymá como parámetro de lo horroroso, de lo peor .
Durante años afuera de los campos, aunque se vivía mejor que adentro -por supuesto-, las condiciones de vida rozaban lo inhumano y se hacían difíciles de soportar. Por lo tanto no era raro que en los Gulag se extremara el sufrimiento.
Las variaciones en los índices de muertes dentro del sistema concentracionario siguen la suerte de la Unión Soviética en general. Subieron notablemente en medio de la hambruna del principio de la década del treinta y en la Segunda Guerra Mundial, en especial en el invierno del bloqueo alemán en el más de un millón de personas que vivían en Stalingrado murieron del hambre. Si la comida no llegaba a las ciudades, menos lo hacía a los campos.
Los campos soviéticos no tenían como fin directo la muerte de los detenidos, no eran campos de exterminio como varios de los nazis. Que no hubiera cámaras de gas no significa que el aprecio por la vida ajena fuera algo demasiado presente. La cifra total de muertes que el sistema del Gulag se cobró no es precisa. Pero los investigadores brindan cifras que oscilan entre el millón y medio y los tres millones de muertos. El frío, la inanición, las enfermedades masivas, la severidad de los guardias, la arbitrariedad como norma. La tasa de mortalidad de los campos era entre 4 y 6 veces superior al del resto de la Unión Soviética (y se debe considerar que en la U.R.S.S., en esos años, la tasa era elevada).
Una costumbre de las autoridades del Gulag, una especie de trampa hacia las estadísticas, era que a los que padecían enfermedades muy severas o su estado general había empeorado demasiado, se los dejaba en libertad para que no murieran allí.
Los crímenes de Stalin, sus campos de concentración y sus muertos, encuentran (ha sucedido siempre) más personas dispuestas a disculparlos y olvidarlos. Los crímenes nazis no son negados por (casi) nadie. Con los crímenes soviéticos no ocurre lo mismo, esa reacción visceral, el rechazo inmediato no siempre aparece.
Es cierto que se ha escrito menos sobre los Gulag y que las disputas ideológicas de la Guerra Fría condicionaron el tema. Lo ideológico produjo distorsiones, sesgos y silencios intolerables. Lo otro que faltó en el caso soviético son las fotos terribles y las filmaciones que tomaron los aliados al entrar a los campos alemanes.
Hay un factor más que señala con lucidez Anne Applebaum en su libro Gulag. La Segunda Guerra se rememora como una gesta de los Aliados debido a la derrota del mal, del nazismo. Lo que es más difícil es reconocer que el socio de las potencias de Occidente hacía proliferar campos de concentración -y los mantuvo aún después- al tiempo que se combatía al Tercer Reich. “Nadie quiere pensar que derrotamos a un asesino de masas con la ayuda de otro”, escribe Applebaum. Es difícil pasar el photoshop por la foto de la Cumbre de Yalta y borrar a uno de los tres integrantes.
Por último está la propaganda del régimen soviético y el granítico sistema de censura y persecución a los disidentes. O tan siquiera a aquellos que dieran una versión real de los hechos atroces.
En las escasas oportunidades en que las historias concentracionarias se filtraban a Occidente o alguien escapaba, el aparato estatal se encargaba de la defenestración. Por ejemplo, a Solzhenitsyn lo acusaron de alcohólico, loco y homosexual.
Así como los campos de concentración nazis encontraron en Primo Levi a su gran narrador, los Gulag -que le deben su popularización en Occidente a Solzhenitsyn- encuentran a quien mejor los contó en Varlam Shalamov. Sus Relatos de Kolymá son estremecedores y una pintura ascética y dolorosa de la vida cotidiana dentro de los campos soviéticos.
“Todos los sentimientos humanos -el amor, la amistad, la envidia, el ansia de gloria, la misericordia o la honradez- nos habían abandonado con la carne con la que nos vimos privados durante nuestra prolongada hambruna. En la insignificante capa muscular que aún quedaba adherida a nuestros huesos, y que aún nos permitía comer, movernos, respirar, e incluso serrar leña o recoger con la pala piedras en la carretilla por los inacabables tablones de madera en las mimas de oro, en esta capa muscular sólo cabía el odio, el sentimiento humano más imperecedero”, escribió en sus relatos.
Shalamov fue enviado a Kolymá dos veces. La primera por actividades trotskystas cuando Trotsky ya había sido defenestrado. La segunda por un crimen aún peor: dijo que Ivan Bunin, Premio Nobel de Literatura 1933, era un clásico ruso. En el campo de concentración trabajó como minero, como tipógrafo, carbonero y enfermero. Pasó casi un cuarto de siglo detenido. Lo liberaron en 1951. Pero como el resto de los sobrevivientes, no volvió a ser el mismo de antes. Su reinserción fue complicada y sus relatos (magistrales) tuvieron una enorme difusión después de su muerte.
El sistema concentracionario del Gulag se desarticuló, llegó a su fin en 1953 tras la muerte de Stalin. La Unión Soviética decidió no seguir con los campos de concentración, fue parte de la desestanilización de la sociedad. El dato paradójico es que el año de su clausura, el Gulag tuvo la mayor población de su historia. En ese momento estaban detenidos, en condiciones inhumanas, más de 2 millones y medio de personas.
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