El impuesto global sobre sociedades es una pésima noticia para la libertad
Janet Yellen se ha propuesto acabar con los 'paraísos fiscales' estableciendo un impuesto de sociedades global del 21% para las empresas estadounidenses: es decir, que si operan en otras jurisdicciones extranjeras y tributan en ellas por debajo del 21%, EEUU se apropiará de la diferencia. Por ejemplo, si Google tributa por sus beneficios europeos en Irlanda y allí abona un 12,5% sobre tales ganancias, EEUU le cobrará 8,5 puntos de diferencia. 'De facto', ello hará que las compañías estadounidenses se vuelvan indiferentes con respecto a instalarse en cualquier país con un impuesto sobre beneficios inferior al 21% (no así respecto a los que mantengan un tipo superior). A propósito de esta medida, caben cuatro niveles distintos de análisis.
En primer lugar, el análisis puramente fiscal: ¿contribuirá este impuesto global sobre beneficios a incrementar la recaudación del Tesoro estadounidense? A la postre, y como en todo tributo, existen efectos que contribuyen a erosionar la base imponible de esa figura fiscal: en este caso, empresas estadounidenses que opten por trasladar su sede al extranjero o futuras nuevas empresas que decidan constituirse 'ab initio' fuera de EEUU. Por desgracia, dudo que estos efectos terminen siendo demasiado importantes, habida cuenta de la capacidad de atracción de inversiones que EEUU sigue poseyendo al margen de su estructura fiscal. O dicho de otra manera, la medida será netamente provechosa para el Tesoro, puesto que conseguirá incrementar con ella sus ingresos tributarios (y eso son malas noticias, pues no incentivará a EEUU a retirarla).
En segundo lugar, el análisis económico: ¿cuáles serán las consecuencias económicas de esta medida? Por un lado, y como es bien sabido, parte del coste de esta subida del impuesto sobre sociedades recaerá sobre los 'stakeholders' de las empresas: a saber, consumidores y trabajadores, a quienes se les intentará repercutir parte del mayor gravamen. Por otro, hay un más que evidente riesgo de que se termine dando a los recursos económicos un empleo global mucho más ineficiente: se reduce la rentabilidad después de impuestos de proyectos empresariales desarrollados en el extranjero a cambio de incrementar el gasto público interno en EEUU: ¿el valor añadido generado por el Gobierno federal superará el valor añadido que alternativamente podrían haber generado las empresas? En general, dudoso.
En tercer lugar, el análisis político-económico: ¿cuál será la dinámica de reacciones de política económica a la que esta medida puede terminar dando lugar? Yellen ha manifestado su preocupación por que el sistema fiscal actual esté permitiendo una competencia impositiva a la baja: todos los Estados intentan atraer inversiones extranjeras recortando su impuesto sobre sociedades. Sin embargo, la medida que impulsa la secretaria del Tesoro abre el camino justo opuesto: una competencia al alza que termine resultando enormemente dañina para la acumulación de capital y la innovación. Por ejemplo, si esta propuesta sale adelante, ¿qué incentivos tendrán los Estados extranjeros para mantener tipos impositivos inferiores al 21% para compañías estadounidenses? Ninguno: son unos ingresos que o se quedan sus Estados o se queda EEUU. Pero si EEUU quiere conseguir que esos ingresos sigan afluyendo a su Hacienda, no le quedará otro remedio que continuar incrementando el tipo mínimo global (impulsando que los otros países hagan lo propio con las compañías estadounidenses). Por no mencionar el ejemplo negativo que esta política trasladará a otros Estados y que puede conducir, evidentemente, hacia una devastadora carrera impositiva al alza.
Y en cuarto lugar, el análisis ético: ¿qué presupuestos morales subyacen a este tipo de políticas? Pues, esencialmente, la idea de que las personas físicas y jurídicas son propiedad última del Estado (eso es, en el fondo, el concepto de soberanía política) y que, por tanto, los poderes públicos están legitimados para extraer rentas de ellas se encuentren donde se encuentren. En EEUU, ya operaba este mismo principio con respecto a los individuos (la obligatoriedad de todo ciudadano estadounidense de tributar en el fisco de EEUU resida donde resida y genere sus ingresos donde los genere) y ahora pretende extenderse a las empresas (en lugar de, como debería, retirarse de los individuos). No somos personas libres y autónomas de los Estados donde hemos nacido, tampoco pagamos impuestos por el hecho de recibir una serie de servicios públicos o de habitar en una determinada comunidad con sus propias reglas: somos sus siervos perpetuos.
En definitiva, se trata de una propuesta muy problemática para nuestra libertad y nuestra prosperidad desde un punto de vista político, económico y ético. Motivos sobrados para rechazarla de frente.
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