Bukele contra el Barón de Montesquieu
Repúbica, Guatemala
Nayib Bukele, el joven presidente de El Salvador, la república más pequeña de América Latina, lleva algo más de dos años en el poder. Tiene, se dice, el 90% del apoyo popular de su país. Fue elegido en febrero del 2019. Es un hombre joven que le puso fin al bipartidismo. Durante treinta años parecía que la nación políticamente se sostenía sobre ARENA (derecha) y el FMLN (izquierda). Los primeros 20 años fueron de ARENA. Los últimos 10 fueron del FMLN.
En las elecciones recientes del domingo 28 de febrero del 2021 Bukele obtuvo 56 diputados de un total de 84. El Salvador tiene un sistema legislativo unicameral. Cuando se le suman los 5 de GANA, el partido aliado, se obtienen 61 diputados. Impresionante. ARENA pasó a apenas 14 y los comunistas del FMLN a sólo 4. Es verdad que sólo votaron la mitad de los inscritos, pero los que no sufragan en unos comicios abiertos y transparentes, como los de El Salvador, convalidan con su no-presencia lo que aconteció en las elecciones. A esa notable victoria se une el éxito en las alcaldías. El partido Nuevas Ideas de Bukele también arrasó. Prácticamente en todas las cabeceras departamentales (13 de 14) y en los municipios que forman el Área Metropolitana de San Salvador (12 de 14) cayeron en la zona bukelista.
Bukele cumplirá 40 años el próximo julio. Sus adversarios lo acusan de ser un “populista antisistema”. Hay algo de eso. El populista es una variante muy vistosa del demagogo de siempre, aunque, en su caso, tiene algunas peculiaridades que lo distinguen. Su paso por la presidencia ha servido, por lo pronto, para eliminar la peregrina idea de que los salvadoreños simpatizaban con la izquierda. Lo que, mayoritariamente, no simpatizan es con el status quo. Esos cientos de miles de salvadoreños que tienen dificultades para llegar a fin de mes, porque no les alcanza el salario, piensan que Bukele hará justicia y les devolverá lo que les han robado los políticos y la clase dirigente de siempre.
¿Tendrá éxito Nayib Bukele? Es posible que estemos ante el caso de un gran vendedor con conocimientos de publicidad y mercadeo. Ojalá, pero es muy difícil transformar un país como El Salvador, tradicionalmente subdesarrollado. Toma mucho tiempo. Generalmente, si le sopla el viento en la popa, treinta o cuarenta años. Eso fue lo que le tomó a los “dragones” o “tigres” asiáticos, eso fue lo que demoró la propia China. La clave está en las inversiones extranjeras, hasta que se acumule suficiente capital nacional, y ésas llegan si hay un clima de sosiego en el país.
No se trata del tamaño de la nación. Grosso modo, El Salvador tiene el tamaño y la población de Israel. Es la gente, pero también la circunstancia. Recuerdo cuando Daniel Ortega afirmaba que su vocación era crear una Suecia en Nicaragua, y yo me preguntaba, en voz muy baja, para que nadie me oyera, dónde estaban los Volvo, los Saab y las Ikea para lograr esa hazaña. O dónde estaba la ley de patentes para construir un tipo de sociedad que fuera capaz de ponerse a la cabeza del planeta cobrando royalties generados por las invenciones locales.
Además, tal vez no sea inteligente fagocitarse el Poder Judicial salvadoreño, aún cuando sea legal, incluso cuando deja mucho que desear. Charles-Louis de Secondat, el famoso Barón de Montesquieu, autor de El espíritu de las leyes, una obra que jamás ha dejado de publicarse, pese a que la primera edición data de 1748, recomendó algo esencial para salvaguardar las repúblicas: la separación de poderes. Ya Nayib Bukele había conquistado el Parlamento en las últimas elecciones. ¿Tenía sentido apoderarse también del Poder Judicial?
No lo creo. Hay que aprender a gobernar bajo la atenta mirada de los jueces. Jean-Jackes Rousseau no tenía razón. La voluntad de la mayoría no es suficiente. En EE.UU. me parecía ejemplar que 60 jueces, republicanos y demócratas, liberales y conservadores, examinaran las pruebas de otros tantos pleitos, y no hallaran rastros de la fraudulenta conspiración que denunciaban los partidarios de Donald Trump, incluidos los jueces de la Corte Suprema, nombrados por él a bombo y platillo. Una cosa es la realidad y otra muy diferente la fantasía.
Hay que advertirlo otra vez: el Poder Judicial independiente es esencial en cualquier Estado de Derecho. La mayoría, aunque sea inmensa, no tiene derecho a imponer la esclavitud o la servidumbre a otras razas, géneros o “clases”. Las repúblicas se caracterizan por imponer límites materiales a los ciudadanos, especialmente si han sido encumbrados mediante comicios libres y abiertos, y por controlar a los gobiernos. No hay nada que inspire más respeto que un juececillo armado de una sentencia conforme a derecho contra un poderoso. La separación de los poderes es clave para el normal funcionamiento de la democracia. Montesquieu tenía razón. Rousseau estaba equivocado.
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