Señor del laberinto
El País, Madrid
Jacobo Bergareche es educado y simpático, hasta que le tocas ciertos temas, donde aparece su verdadera personalidad. Se le ocurrió irse a Estados Unidos y allá se fue. Pero no a Nueva York ni a Los Ángeles, como la gente normal, sino a Texas. ¿Y a qué diablos se fue a ese riquísimo Estado de petroleros y cowboys? A ver honky-tonks, y bailar “bien agarradito” en esos antros “de palabra sonora y cantarina”. Visitó también billares y garitos de diversa índole y, por supuesto, comió en las mejores hamburgueserías del mundo. Como tenía que vivir, armó un negocio que le duró cuatro años. Se encontró, además, con el Harry Ransom Center y sus cuarenta y tres millones de documentos, donde sospecho que pasó buena parte de los cuatro años leyendo y donde descubrió, entre otras maravillas, las cartas de amor que William Faulkner le escribió a su amante, “una tal Meta Carpenter”, mientras estuvo trabajando en Hollywood como guionista.
Con estos materiales acaba de publicar una novela —Los días perfectos— que es amena, divertida, insolente y muy bien escrita. Jacobo cree sinceramente que “el hábito hace al monje”, es un admirador encarnizado de Faulkner y de sus laberintos; su historia de amor y la evocación de “un día perfecto” reproduce con gracia y fantasía la que, por sus cartas, fue aquella aventura del autor de Las palmeras salvajes, La paga de los soldados y las demás obras maestras que sabemos. En su generosa recreación, aclimatada en Austin, Bergareche se divierte y nos divierte a sus lectores, y hasta se atreve a inventarse otros monigotes inspirados en los que Faulkner le enviaba a su amiga, pero los de Jacobo son mejores, porque Faulkner, que era un genio escribiendo novelas, no era demasiado buen dibujante. Es el primer homenaje a Faulkner de los tres que me he encontrado este mes, sin salir de Madrid y sin buscarlos.
El segundo es León en el jardín, las entrevistas que entre 1926 y 1962 dio Faulkner, reunidas por James B. Meriwether y Michael Millgate, y que Javier Marías ha publicado en su mítico Reino de Redonda, que, como es sabido, además de ser irreal, es un milagro que todavía exista, pues, aunque su catálogo está conformado siempre por obras espléndidas, se encuentran apenas en ciertas librerías y generalmente a la muerte de un obispo. El libro, que acabo de leer, es todo lo que no era Faulkner, que detestaba a los periodistas y les mentía sin escrúpulos, como, por ejemplo, confesándoles que “había nacido en 1826, de una esclava negra y un caimán que se llamaban ambos Gladys Rock”. A veces se atrevía a decir barbaridades, como por ejemplo que el problema del racismo antinegro se resolvería en los Estados Unidos “restableciendo la esclavitud”. Javier Marías recuerda en su inteligente prólogo, titulado expresivamente Lo que no escribió Faulkner, que el centenario del novelista que ha marcado nuestra época se celebró en el año 1997 y que pasó casi inadvertido.
El libro incluye también la más seria y solvente de las entrevistas que dio, y que apareció en Paris Review en 1956, hecha por Jean Stein Vanden Heuvel, en la que, a diferencia de otras, Faulkner hizo un esfuerzo por decir de veras lo que pensaba y recordaba de su trabajo de escritor, un precioso y rarísimo texto que es un placer leer y releer. En el otro extremo están las detalladas conversaciones que celebró en la ciudad de Nagano, en Japón, en 1955, donde lo encerraron varios días con profesores y críticos de literatura, que le preguntaban qué pensaba de la cultura o de los paisajes japoneses (que acababa de conocer) y que nos contagian los malos ratos que el pobre Faulkner debió pasar tratando de ponerse a la altura de las preguntas que le hacían con respuestas que lo muestran exactamente a años luz de lo que realmente era, intentando decir lo que su auditorio esperaba de él, es decir, respondiendo como un hombre bueno y servicial, que no quería decepcionar a su auditorio, aunque para ello tuviera que decir las peores bellaquerías y las más insinceras de las respuestas. Qué malos ratos debió pasar allí, con esas preguntas que le hacían sobre El oso, ese cuento largo en que se describe cómo su personaje central se va rindiendo poco a poco al avance de las máquinas y el cemento de las ciudades que destruyen sus bosques y la bravía naturaleza en la que solía vivir. No es extraño que Faulkner odiara tanto las entrevistas y que pocas veces aceptara invitaciones del extranjero.
El tercer homenaje a Faulkner con el que me he encontrado en estos días, visitando librerías, es una nueva traducción —la tercera en español, creo— de ¡Absalón, Absalón!, una de las mejores y más difíciles novelas que escribió y cuyo traductor, Bernardo Santano Moreno, además del texto original, incluye múltiples añadidos, como una larga introducción, una sinopsis del libro, una bibliografía, y el mapa del condado de Yoknapatawpha que el propio Faulkner dibujó.
¡Absalón, Absalón! es una de las más difíciles novelas que escribió el novelista, y la dificultad tiene que ver tanto con el lenguaje en que hablan ciertos personajes —o piensan o dialogan—, como con la estructura temporal en que ocurre la historia, con su confusión de tiempos y narradores, así como las conexiones que esta historia tiene con El ruido y la furia, con la que comparte algunos personajes aunque las fechas no siempre coincidan. Santano Moreno ha hecho un buen trabajo en todo lo que se refiere a las formas convencionales y funcionales del texto, sin duda, en los diálogos, por ejemplo, pero no en las páginas en que la novela se aparta de aquellas formas y explora, recrea o simplemente inventa una manera de hablar de los granjeros y los negros de aquella región del Mississippi donde sucede la historia. No es para reprochárselo; yo creo que es imposible traducir aquellos textos sin caer en la simplificación o en la irrealidad, y que todas aquellas páginas, párrafos o frases sueltas, son simplemente intraducibles, como ocurre a menudo con la poesía, que, por cuidadosos o inteligentes que sean los traductores jamás consiguen reproducir ni encontrar las palabras, frases o ideas equivalentes a las originales. Simplemente suenan distintas en otros idiomas y, en algunos, ya no quieren decir nada. Generalmente las novelas son todas traducibles, y a menudo con excelencia a otros idiomas; pocos escritores están al margen de ello. Uno es James Joyce, por supuesto, que en el Ulises inventó con lujo de detalles todos los que serían los recursos de la novela moderna, desde el monólogo interior hasta el tratamiento revolucionario del tiempo o las transformaciones del narrador. Pero toda esa tecnología la aprovechó, en la práctica, Faulkner mejor que su inventor, el propio Joyce, en novelas como El ruido y la furia o ¡Absalón, Absalón! Lo intrincado y escurridizo de aquellos textos, en los momentos que exigen denodados esfuerzos del lector para entenderlos, ocurren en circunstancias excepcionales, pero no es posible comprender cabalmente aquellas historias sin esos episodios desconcertantes, y generalmente feroces, en los que los personajes se matan o se castran, cometen incestos, incendian o se suicidan, y realizan crímenes indecibles, y no era raro que el propio Faulkner no supiera nunca explicarlos, porque tampoco él los podía traducir a un lenguaje convencional, natural y sin complicaciones. Simplemente, como ciertos versos de T. S. Eliot o Vallejo, no eran traducibles. Uno de los pocos novelistas que alcanzó esa dimensión fue Faulkner. Por eso seguiremos leyendo al señor de los laberintos, deslumbrados y azorados, hasta el último instante.
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