España: La preocupante complacencia con el endeudamiento público
En su actualización del Programa de Estabilidad 2021-2024, el Gobierno proyecta que terminaremos el año 2024 con una deuda pública equivalente al 112,1% del PIB. No tanto porque vayamos a esforzarnos en reducir el numerador, sino porque esperamos incrementar el denominador. De hecho, en el año 2024 todavía se prevé un déficit del 4% del PIB: 1,3 puntos superior al alcanzado justo antes de la pandemia.
Que el crecimiento del PIB nominal durante los próximos cuatro años vaya a contribuir a moderar algo los altos niveles relativos de deuda pública actuales no es inverosímil (aunque la magnitud de esa moderación sí resulta más cuestionable). Si consiguiéramos un crecimiento nominal cercano al 30% acumulado (tal como prevé el Ejecutivo) y los tipos de interés medios se mantuvieran en torno al 2%, tendríamos margen para generar un déficit primario de algo más del 4% del PIB al año (esto es, un déficit después de intereses cercano al 7% del PIB). Si, en cambio, nuestro crecimiento nominal acumulado durante ese periodo fuera del 20%, entonces el déficit primario anual que podríamos permitirnos para validar las previsiones del Ejecutivo sería más bien del 1% del PIB al año.
Claramente, existe un margen de indeterminación muy amplio que en buena medida depende de algo que queda al margen del control gubernamental: cuál va a ser el crecimiento real y la tasa de inflación de nuestra economía. De hecho, deberíamos ser bien conscientes de que suele existir un sesgo fuertemente optimista en este tipo de proyecciones políticas. Tal como acaban de exponer Julia Estefanía Flores, Davide Furceri, Siddharth Kothari y Jonathan D. Ostry, recopilando 25 años de previsiones a corto y medio plazo sobre la ratio de deuda pública en relación con el PIB, los gobiernos suelen subestimar sus pronósticos de endeudamiento alrededor de un 9%, lo que en el caso de España implicaría que en 2024 no terminaríamos en el 112% del PIB, tal como sostiene el Ejecutivo, sino en el 121% (esto es, en nuestros mismos niveles actuales).
A decir verdad, sin embargo, el gran riesgo de desviación al alza en las previsiones gubernamentales de deuda pública no se dará probablemente a lo largo del próximo lustro, sino más bien durante la propia recesión que, como es obvio, nadie (tampoco los gobiernos) es capaz de anticipar ni de cuantificar en sus pronósticos. Tal como los autores anteriores ponen de relieve, los gobiernos de países desarrollados tienden a acertar en sus previsiones de deuda durante los años de crecimiento, pero fallan estrepitosamente (con desviaciones medias del 20%) cuando llegan las recesiones. Ya ha sucedido con la crisis de 2020: para ese año, el Gobierno esperaba unos pasivos estatales cercanos al 90% del PIB y finalmente han sido 30 puntos superiores.
Claro que ¿quién podría haber previsto la pandemia y la magnitud del consecuente hundimiento económico? Pero ese es el asunto del que aparentemente no nos queremos enterar (ni en España ni en el resto del mundo desarrollado). ¿Cuál es la probabilidad de que a lo largo de la próxima década o de los próximos 15 años experimentemos otra recesión que vuelva a incrementar, de un modo no previsible, nuestro endeudamiento público? Lo verdaderamente sorprendente no sería que eso ocurriera, sino más bien que no ocurriera. Por consiguiente, deberíamos preocuparnos por aquellos niveles de deuda pública que no somos capaces de anticipar, no por aquellos otros que complacientemente confiamos en que van a llegar.
De ahí que convenga, tal como nos acaba de recomendar la OCDE (¿no era esta organización una incuestionable fuente de autoridad cuando nos instó a incrementar el impuesto sobre sucesiones?), pergeñar más pronto que tarde un itinerario detallado de ajuste del endeudamiento público para el medio-largo plazo. No solo para contar con un plan acerca de cómo reconducir esta muy delicada situación financiera, no solo para lanzar un mensaje de tranquilidad a la comunidad inversora ("somos conscientes de nuestros problemas y vamos a solucionarlos para mantener la solvencia del Reino de España"), sino también porque nos hemos de preparar para lo peor. Sería enormemente irresponsable confiar la viabilidad financiera del Estado a la buena fortuna de que, a diferencia de lo acaecido a lo largo de toda la historia de la humanidad, no habrá en el futuro más percances serios que disparen nuestro déficit público.
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