La competencia fiscal no morirá; solo se reinventará
El pacto del G-7 para establecer un tipo global mínimo en el impuesto sobre sociedades es una mala noticia para quienes aspiramos a una sociedad más libre y, por tanto, a una sociedad donde los gobernantes no se comporten como cárteles extractivos contra la propiedad privada de los ciudadanos (porque las grandes empresas, no lo olvidemos, son propiedad privada de personas físicas). La competencia fiscal supone un importante contrapeso a la voracidad tributaria de los Estados, y la limitación de la misma, un potente incentivo para rapiñar con mayor descontrol.
Sin embargo, el acuerdo alcanzado hasta la fecha es más bien una declaración de intenciones que necesita perfilarse de un modo mucho más detallado para que adquiera algún significado y que, en todo caso, ni siquiera garantiza que a largo plazo vaya a obstaculizar demasiado esa competencia fiscal.
Primero, porque los países firmantes podrán seguir compitiendo por reducir sus tipos en el impuesto sobre sociedades hasta el 15%: Francia cuenta actualmente con un tipo del 32%, Japón y Alemania uno del 30%, Italia uno del 28%, Canadá uno del 26%, EEUU uno del 21% (que Biden aspira a elevar al 28%) y Reino Unido con uno del 19% (que Johnson ha prometido elevar hasta el 25%). Seguirá habiendo margen, por tanto, para que todos ellos compitan por reducirlo hasta ese nuevo mínimo global del 15%.
Segundo, no queda claro si el tipo impositivo mínimo del 15% se refiere a un tipo nominal o a un tipo efectivo. Si de lo que se trata es de que todas las jurisdicciones tengan un tipo nominal de al menos el 15%, eso no impedirá que siga habiendo una competencia fiscal tan intensa como en la actualidad a cuenta de la definición de la base imponible. Bastaría con que las jurisdicciones que apuestan por un impuesto sobre sociedades bajo eleven su tipo nominal hasta el 15% y posteriormente introduzcan muchos más gastos fiscalmente deducibles que en la actualidad.
Tercero, si lo que se pretende es establecer un tipo efectivo mínimo global del 15%, entonces debería haber cierta armonización global de la base imponible. Si no la hay, nada impedirá que las jurisdicciones firmantes (de momento, el G-7) compitan fiscalmente entre ellas incluso por debajo de ese aspiracional tipo efectivo del 15%: si unos países definen la base imponible de manera muy laxa, su tipo efectivo podría ser sustancialmente menor que el tipo efectivo de otros países, volviendo ese país más atractivo para atraer la sede de grandes empresas. Pero la armonización de la base imponible entre los países firmantes no será tarea fácil si se pretende negociar con mucho detalle (puesto que distintos países tienen visiones e intereses distintos sobre qué gastos han de ser deducibles o sobre cómo consolidar las bases imponibles plurianuales) y, si se armonizan únicamente principios muy generales, nada impedirá que siga habiendo competencia a la baja en el tipo efectivo.
Cuarto, aun acordando un mismo tipo efectivo sobre una misma base imponible, los Estados firmantes seguirían teniendo muchas herramientas para competir fiscalmente con el objetivo de atraer empresas. Dejando de lado estrategias que podrían frenarse con relativa facilidad si hay acuerdo multilateral (por ejemplo, que un Estado abone a las empresas un subsidio para compensar el exceso de impuestos pagados), no olvidemos que el impuesto sobre sociedades no es el único tributo que soporta, directa o indirectamente, una empresa. De un modo u otro, el IVA, las cotizaciones sociales o incluso el IRPF pueden terminar repercutiendo en la cuenta de resultados de una empresa si sus clientes o proveedores tienen suficiente poder negociador como para trasladarle parte de esos gravámenes: por consiguiente, un país podría otorgar condiciones tributarias mucho más ventajosas que en la actualidad a las multinacionales para compensar el sobrecoste que les supondrá un tipo mínimo global del 15% en sociedades.
Y, por último, aun cuando nada de todo esto constituyera un problema para implantar un tipo efectivo mínimo global del 15% entre los países firmantes, recordemos que este impuesto global solo afectaría a las empresas que mantengan su sede en los países firmantes. Pero ¿qué sucede con los países no firmantes? Por ejemplo, si Irlanda, Holanda o Estonia (o Hungría, Rusia y China) se niegan a suscribir este acuerdo, las empresas estadounidenses que operen en sus jurisdicciones podrán ser igualmente gravadas por EEUU con un impuesto mínimo del 15%. Sin embargo, si esas mismas empresas estadounidenses optan por trasladar su sede a Irlanda, Holanda o Estonia (o a Hungría, Rusia o China), EEUU seguirá sin poder cobrarles impuestos sobre los beneficios que obtengan fuera de EEUU. Por consiguiente, puede que el efecto a largo plazo de este acuerdo sea el de que cada vez más empresas (especialmente empresas tecnológicas, que no tienen por qué ubicar su centro de actividades en ningún país concreto) se deslocalicen a aquellas jurisdicciones que no suscriban este acuerdo.
En definitiva, el acuerdo de un tipo mínimo global en el impuesto sobre sociedades entre varios países occidentales no pone, ni mucho menos, fin a las opciones de competencia fiscal: tan solo redefinirá los términos de la misma. En lugar de ser una competencia fiscal entre todos los Estados soberanos, será una competencia entre aquellos países que establezcan un tipo mínimo global y aquellos otros que no lo establezcan; será, también, una competencia entre los países que lo hayan establecido, los cuales pugnarán por rebajar sus tipos nominales hasta el 15% y seguramente también sus tipos efectivos por debajo de este; y seguirá siendo, en suma, una competencia tributaria —en el sentido más amplio del término— de todos contra todos a través de figuras impositivas distintas de sociedades, pero que afecten de algún modo a las empresas deslocalizables. Por suerte, los cárteles tienden a ser inestables por las presiones internas y externas a que se ven sometidos.
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