Ayuso: ¿alcohol sí y cannabis no?
Uno de los símbolos (no el único, claro) con los que Ayuso ganó las últimas elecciones autonómicas fue el de la caña en un bar abierto: en un momento en que la totalidad de líderes políticos apostaba por medidas mucho más restrictivas de la libertad de movimientos para contrarrestar el coronavirus, Ayuso apostó —con valentía y acierto— por regulaciones más laxas que permitieran a los ciudadanos mantener buena parte de la normalidad de sus vidas, entre ellas, la posibilidad de acudir a un bar y tomarse una (o varias) cañas.
Extrañamente, empero, la presidenta de la Comunidad de Madrid no sostuvo, respecto al muy normalizado consumo de alcohol en los bares, lo que acaba de afirmar hace apenas unos días con respecto a la posible legalización del cannabis para uso médico: “Yo estoy en contra de las drogas, me parece que es el mayor lastre de una persona, ser dependiente de una sustancia”. Aunque no queda del todo claro si Ayuso estaría en contra de un uso responsable de las drogas que no generara dependencia, la tajante aseveración de que está en contra de las drogas casa mal con haber utilizado una droga, el alcohol, como parte de su exitosa simbología electoral. ¿O es que acaso considera Ayuso que el alcohol no es una droga?
De no hacerlo, convendría que la presidenta madrileña fuera consciente de que el alcohol es una de las drogas que generan mayor dependencia y mayores daños personales y sociales. A muchísima distancia, por cierto, del cannabis.
Por un lado, una droga crea dependencia cuando genera la propensión de continuar consumiéndola a pesar de sus efectos negativos. Diversos trabajos académicos han intentado clasificar las drogas en función de su grado de dependencia, y aun cuando los resultados son ligeramente distintos, existe un consenso respecto al alcohol y al cannabis: el alcohol genera una dependencia sustancialmente mayor que el cannabis. Nutt, King, Saulsbury y Blakemore (2007) colocan el alcohol como la quinta droga que genera una mayor dependencia, por detrás de la heroína, la cocaína, el tabaco y la metadona; en cambio, el cannabis era la undécima. A su vez, Amsterdam, Opperhuizen, Koeter y Van den Brink (2010) colocaron el alcohol como la sexta droga que genera una mayor dependencia, por detrás de la heroína, el crack, el tabaco, la metadona y las metanfetaminas, y al mismo nivel que la cocaína; el cannabis ocupaba la duodécima posición.
Por otro lado, el daño personal y social es un índice sintético que depende potencialmente de diversas variables relacionadas con los perjuicios personales (letalidad directa, letalidad indirecta, daños físicos directos, daños físicos indirectos, daños psíquicos directos, daños psíquicos indirectos, dependencia, pérdida de propiedades o pérdida de relaciones) y también con los perjuicios sociales (probabilidad de daños a terceros, criminalidad, daño medioambiental, problemas familiares, daños internacionales, coste económico o merma de la cohesión social) que puede ocasionar una droga. Aunque no todos los análisis utilizan ni confieren el mismo peso a todos estos indicadores, las conclusiones siguen estando claras: el alcohol es una de las drogas más dañinas que existen, en algunos casos la droga más dañina. Nutt, King, Saulsbury y Blakemore (2007) colocan el alcohol como la quinta droga más dañina en general y como la cuarta por daños que genera en el entorno social; Amsterdam, Opperhuizen, Koeter y Van den Brink (2010) consideran el alcohol como la cuarta droga más dañina para cualquier individuo que la emplee (por delante de la metadona y la cocaína) y como la segunda más dañina (solo por detrás del crack) una vez se toma en cuenta su grado de penetración social. Y Nutt, King y Phillip (2010) clasificaron el alcohol como la droga más dañina de todas, especialmente por sus daños sociales (aun cuando era igualmente la cuarta más dañina en daños personales): en particular, dentro de su índice sintético, el alcohol obtuvo una puntuación de 72 puntos, frente a los 55 de la heroína, los 54 del crack, los 33 de las metanfetaminas, los 27 de la cocaína, los 26 del tabaco… y los 20 del cannabis. Asimismo, en el estudio más reciente sobre la cuestión, Bonnet, Specka, Soyka y otros (2020), las conclusiones fueron igualmente inequívocas:
Se estima que el alcohol es una de las sustancias más dañinas y adictivas junto con la heroína, la cocaína, las metanfetaminas, el gamma hidroxibutirato o las nuevas sustancias psicoactivas. Los elevados riesgos del alcohol encajan mal con la regulación alemana de narcóticos, que es similar a la de la mayoría de países. El cannabis y la ketamina han sido calificados en un rango intermedio, junto con las benzodiacepinas.
Si Ayuso tuviera una postura coherente e informada respecto a las drogas, debería abogar tanto por la prohibición del cannabis como del alcohol: a la postre, si la dependencia y el daño generados por el alcohol son varios órdenes de magnitud superiores a los del cannabis y la presidenta madrileña juzga que la dependencia y el daño generado por el cannabis son socialmente intolerables, con mucha mayor razón debería hacer lo propio con los del alcohol. Por mi parte, y como ya he expresado en otras ocasiones, creo que deberíamos recorrer el camino opuesto: despenalizar las drogas y convivir con ellas del mismo modo en que llevamos siglos conviviendo con una de las drogas más peligrosas que existen: el alcohol. A saber, con información, educación y responsabilidad.
Ahora bien, ¿cuántos votos habría ganado Ayuso promoviendo la despenalización del cannabis? O peor, ¿cuántos votos habría perdido Ayuso promoviendo la prohibición del alcohol? Quizás ahí esté la clave y no tanto en unos principios incorrecta e hipócritamente aplicados.
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