Un país harto del comunismo y una invasión bestial con 2 mil tanques soviéticos: así terminó la heroica Primavera de Praga
Stalin era un monstruo y el culpable de todos los males que aquejaban a la Unión Soviética. Esa era la historia oficial desgranada por Nikita Khruschev en 1956 y en el XX Congreso del Partido Comunista. Pero ahora, dos décadas después, Khruschev era un recuerdo, el líder de la URSS era Leónid Brézhnev, Checoslovaquia había desafiado al poder y a la doctrina de la URSS y desde el recuerdo, Stalin dictó la solución.
A las once de la noche del 20 al 21 de agosto de 1968, los ejércitos de la URSS, Bulgaria, Polonia y Hungría, todos países miembros del Pacto de Varsovia, entraron a sangre y fuego en Checoslovaquia, camino a Praga, para restaurar el orden y la paz soviéticas. Eran doscientos mil hombres y dos mil tanques que rugieron hasta instalarse en las calles que había caminado Franz Kafka y que habían sido cuna de la convivencia entre diferentes civilizaciones y religiones.
Los invasores ocuparon primero el aeropuerto internacional de Ruzyne, donde organizaron el despliegue aéreo y la llegada de más tropas, calculadas luego en setecientos mil hombres. Rodearon los cuarteles del ejército checo para eliminar la posibilidad de cualquier tipo de resistencia y, en la mañana del 21 de agosto, todo el país invadido estaba ocupado y a las órdenes de la URSS. La llamada “Primavera de Praga” había llegado a su fin.
Empezó entonces una resistencia heroica y vana que incluyó algunos hechos armados y la inmolación de muchos checos en señal de protesta y para advertir al mundo del zarpazo comunista. Parte de esa resistencia fue simbólica: los checos arrancaron las señales de los caminos y de las ciudades, o las pintaron para que los tanquistas rusos, que no sabían adónde estaban, llegaran a ninguna parte. Sólo dejaron en pie las señales camineras que llevaban de regreso a Moscú. Muchas aldeas cambiaron su nombre en el camino de entrada y se rebautizaron con los nombres de “Dubceck” o de “Svoboda”, los líderes checos de la primavera, también para confundir a las tropas invasoras. El balance final de la ocupación soviética de Checoslovaquia dejó a entre cien y ciento cincuenta asesinados, cerca de cuatrocientos heridos de gravedad y otros tantos heridos más leves.
La misma noche de la invasión, el Presidium checoslovaco declaró que las fuerzas de ocupación habían cruzado la frontera sin el conocimiento del gobierno checo. La prensa soviética publicó un supuesto pedido de “asistencia inmediata, incluida la de las fuerzas armadas”, que intentó adjudicar al gobierno checo, pero que no llevaba firma alguna. Luego de la invasión, los investigadores sugirieron que ese pedido de ayuda había sido enviado por los miembros más conservadores y pro-Moscú del comunismo checoslovaco. Cerca de setenta mil personas huyeron del país esa noche y en las horas tempranas del 21 de agosto. Con el correr de los días, la cifra de emigrados llegó a trescientos mil.
Los soviéticos justificaron la invasión en la llamada “Doctrina Brézhnev”, el poderoso Secretario General del comunismo soviético. La doctrina, un plumazo de Brézhnev y a otra cosa, decía que la URSS tenía derecho a intervenir cada vez que un país del Bloque del Este pudiera hacer, o intentara hacer un cambio hacia el capitalismo. La amplitud del criterio habilitaba una invasión soviética a cualquiera de sus países satélites y por cualquier motivo
¿Qué había pasado en Checoslovaquia para que la URSS decidiera invadirla? Los checos se habían hartado del comunismo, al menos del comunismo impuesto por Moscú, de la decadencia económica que esa dependencia generaba, de la censura, de la persecución, de la represión y en esencia de la falta de libertad que atenaceaba al país entero.
Aquel 1968 fue el año en que el mundo se dio vuelta. En enero, la Ofensiva del Tet, en Vietnam, hizo que el mundo tomara conciencia de la violencia de una guerra que hasta entonces había pasado casi con indiferencia. En marzo, la matanza de más de seiscientas personas, en su mayoría ancianos, mujeres y chicos, en la aldea vietnamita de My Lai, también sacudió al mundo. En abril, en Memphis, Estados Unidos, fue asesinado el líder pacifista Martin Luther King. En mayo, estudiantes y obreros franceses ganaron las calles de París y armaron unas barricadas contra el establishment y la conducción hasta entonces inconmovible de Charles De Gaulle. En junio fue asesinado en Los Ángeles Robert F. Kennedy, seguro candidato presidencial a las elecciones presidenciales de ese año. Y ahora, en agosto, Checoslovaquia.
El movimiento anti-URSS había empezado en 1967, cuando el Congreso de Escritores Checoslovacos empezó a expresar su descontento con la rigidez del sistema comunista y de las órdenes intocables de Moscú. Sugirieron, cautelosos y astutos, que la literatura debería ser independiente de la doctrina del Partido Comunista. El 5 de enero de 1968 fue elegido primer secretario del PC checo Alexander Dubceck, que, con el guiño de Brézhnev, reemplazó a Antonin Novotny, un duro de la vieja guardia comunista. Novotny renunció también como presidente el 22 de marzo y fue reemplazado por Ludvik Svoboda. Checoslovaquia tenía sangre nueva en la cúpula: Dubceck-Svoboda lanzaron de inmediato un plan de reformas sociales y políticas, recibido con algarabía y esperanza.
En principio, esas reformas plantearon mayores derechos adicionales para los checos, la descentralización parcial de la economía y el establecimiento de ciertas normas democráticas en instituciones menores. El 4 de marzo, Dubceck abolió la censura. Duró poco, pero fue un cambio vital. Desde el órgano de propaganda del Partido Comunista checo hasta los medios de comunicación más vendidos, se convirtieron en críticos del régimen que imponía la URSS.
Ni Dubceck, ni Svoboda plantearon abandonar el comunismo. Siempre hablaron de un “socialismo con rostro humano” y bajo ese lema, en abril, Dubceck implementó su “Programa de Acción” que dio más libertad a la prensa, a la expresión ciudadana y al tránsito y movimiento de los checos, con el énfasis puesto en un mayor acceso a los bienes de consumo y en la posibilidad de un gobierno multi, o pluri partidista.
El programa enarbolaba una interpretación dialéctica de la realidad, que debe haber caído como una puñalada en el hígado siempre sensible de la URSS. Afirmaba: “El socialismo no puede significar sólo la liberación de los trabajadores de la explotación y de las relaciones de clase, sino que debe proveer una vida más completa de la personalidad, mayor que la de cualquier democracia burguesa”. Dubceck admitió que la misión del comunismo checo era la de “construir una sociedad socialista avanzada, sobre bases económicas sólidas; un socialismo que corresponda a las tradiciones democráticas históricas de Checoslovaquia, de acuerdo con la experiencia de otros partidos comunistas”.
Dubceck miraba al comunismo europeo y ya no al de la URSS. Miraba más hacia la socialdemocracia, con algunos postulados del marxismo, y ya no al marxismo lineal que la URSS prodigaba desde 1917. También aspiraba a mayor justicia. Preveía un recorte en las atribuciones de la temida policía secreta checa y planeaba la división del país en dos federaciones, la República Socialista Checa y la República Socialista Eslovaca. Los postulados de la nueva conducción checa, por algo era lo de Primavera de Praga, esgrimían la dialéctica marxista contra el marxismo más cerril. Decía Praga que, dado que las “clases antagónicas” eran ya cosa del pasado debido a los logros del socialismo, los antiguos métodos, aún exitosos, ya no eran necesarios. Lo que hacía falta era una reforma tal que lograra que la economía checa “se uniera a la revolución científica y técnica del mundo”, en lugar de quedar pendiente de la industria pesada, la fuerza laboral y las materias primas de la época estalinista. Y daba una estocada imparable: como el éxito comunista había dejado de lado también el conflicto interno de clases, era hora que los trabajadores fuesen justamente recompensados según sus habilidades técnicas y sin quebrantar los postulados del marxismo leninismo E iba más allá: también había llegado la hora de que las posiciones políticas, de gobierno y en el partido fuesen “ocupadas por cuadros de expertos socialistas capaces y educados” para competir mejor con el capitalismo.
También existía un plan de política exterior que impulsaba las buenas relaciones con países occidentales, la cooperación con la URSS y otras naciones del Este europeo. Dubceck planeaba una transición de diez años y, luego, un llamado a elecciones democráticas y un nuevo socialismo democrático que reemplazaría al que le tocaba ahora encabezar.
Todo era muchísimo más de lo que Brézhnev era capaz de soportar.
Dubceck fue arrestado en la misma noche en la que los tanques soviéticos rugieron en Praga. Se lo llevaron a Moscú junto a otros cinco miembros del Presidium checo y, entre el 23 y el 26 de agosto fue a negociar unos acuerdos con la URSS y obligado a firmar el “Protocolo de Moscú” que puso fin a la “Primavera de Praga”. El documento obligaba a proteger al socialismo en Checoslovaquia, denunciar al XIV congreso partidario y todas sus resoluciones y restringir los medios de comunicación. Cuando Dubceck regresó a Praga era ya un cadáver político. Fue despojado de todos sus cargos y siguió su vida como burócrata en una dependencia de la Dirección de Forestación.
La noche de la invasión, las tropas del Pacto de Varsovia atacaron Radio Praga y la televisión checa, que lograron sin embargo transmitir los primeros informes sobre el asalto y la ocupación del país. El 28 de agosto los editores checoslovacos convinieron no sacar los diarios a la calle para permitir “un día de reflexión” de todos los periodistas. Se restituyó la censura, limitada y por tres meses. Fue en vano. En septiembre empezó a regir una nueva ley de censura, aprobada por Moscú, que especificaba: “La prensa, la radio y la televisión son, ante todo, los instrumentos para llevar a la práctica las políticas del Partido y del Estado”.
La URSS había previsto copar Checoslovaquia y restablecer el viejo orden comunista en menos de una semana. La resistencia se mantuvo por más de ocho meses, encarada en especial por los civiles, estudiantes en su mayoría, que intentaban convencer a las tropas de que regresaran a Moscú: “Vuelve a casa, Iván”, decían sus pancartas. Algunos, que intentaron colocar una bandera checa en los tanques rusos, fueron asesinados; otros se inmolaron, como hacían los monjes budistas en Vietnam, para protestar por la presencia soviética. El joven Jan Palach, de veinte años, se inmoló el 16 de enero de 1969 en la Plaza Wenceslao, donde una placa recuerda hoy su sacrificio. No existió ningún tipo de resistencia militar.
Checoslovaquia permaneció controlada por la URSS hasta 1989, cuando la llamada “Revolución de Terciopelo” terminó de forma pacífica con el régimen comunista. Las últimas tropas soviéticas dejaron el país en 1991. El mundo ya no era el de 1968. Y la URSS, menos. Mikhail Gorbachov había encarado en la URSS y en los 80 un proceso parecido al de Dubceck en Checoslovaquia en aquel año de la Primavera de Praga.
Eso es lo que dijo el propio Dubceck cuando, en noviembre de 1989, fue aclamado como un héroe nacional, lo era, en la Plaza de Letna de Praga. Fue designado por segunda vez presidente del Parlamento checo y, en su mensaje, comparó el “socialismo humano” de Gorbachov, con el que él había propuesto casi dos décadas antes. El 7 de noviembre de 1992 se mató en un accidente de autos.
Había sembrado una semilla poderosa. Y Praga, y la primavera, la hicieron brotar.
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