El lenguaje económico (VII): La falacia de la ‘inversión’ pública
La inversión es un fenómeno exclusivo del sector privado. Los inversores, previo ahorro o crédito, arriesgan su propio dinero y, aunque no son infalibles, solo abordan proyectos potencialmente rentables. El beneficio, en su caso, es la prueba de haber servido cumplidamente las necesidades y deseos del consumidor, mientras que la pérdida indica que los factores de producción fueron mal empleados. Rentabilidad económica, por tanto, es sinónimo de utilidad social.
Por su parte, el político no arriesga su propio dinero, sino que «dispara con pólvora de rey». Elabora su presupuesto con criterios políticos (reelección) y, frecuentemente, procurando el ilegítimo enriquecimiento propio y de terceros (corrupción). En el mejor de los casos, el gasto público ralentiza la acumulación de capital; en el peor, ocasiona consumo de capital, disminución de los salarios reales y, en definitiva, la reducción del nivel de vida de la población. Por ejemplo, en la década de 1960 el gobierno de EE.UU. gastó 153.000 millones de dólares (actuales), equivalente al 3,5% de su PIB, con el objetivo de poner un hombre en la Luna. No es posible llamar «inversión pública» al empobrecimiento de millones de familias norteamericanas que, para mayor gloria nacional, fueron privadas de específicos bienes. Gastar dinero confiscado no es invertir.
Los defensores del gasto público afirman que sin el concurso del Estado determinadas obras o servicios —aquellos no rentables en el ámbito privado— nunca se hubieran realizado. Este argumento, lejos de favorecer su imagen, señala al gobierno como ente especializado en acometer proyectos ruinosos. Por ejemplo, es trivial presumir que España sea líder mundial en líneas ferroviarias de alta velocidad cuando el desproporcionado coste de las obras ha privado a millones de consumidores del consumo de otros bienes más urgentes y necesarios. Otros ejemplos ruinosos de «inversión» pública han sido el aeropuerto de Castellón, una instalación fantasma sin actividad (150 meuros); el deficitario Auditorio de Tenerife (72 meuros) y la ingeniosa central eléctrica de Gorona del Viento, en la isla del Hierro (100 meuros), donde el coste de producción de la energía hidroeólica es cuatro veces mayor que la térmica (diesel). Estos proyectos públicos nunca debieron hacerse porque han empobrecido al público: la inmensa mayoría de españoles. Por otro lado, que los consumidores utilicen las infraestructuras y servicios públicos no es prueba de su utilidad. Sólo la voluntariedad en la adquisición de un bien es prueba genuina de su utilidad.
La rentabilidad de la «inversión» pública en ciencia es otro mito muy extendido. Algunos se lamentan de la «fuga» de talentosos investigadores españoles porque sus salarios son relativamente bajos. Otra queja es la poca estabilidad laboral ya que la continuidad de los proyectos está supeditada a fondos no garantizados. Los investigadores no son los únicos que desearían cobrar mucho más y tener la tranquilidad de ser funcionario. El argumento principal para reclamar más «inversión» pública en investigación científica es espurio, a saber, la presunta rentabilidad del gasto. Para ello, publican sesudos estudios que demuestran que, por cada euro invertido en ciencia, la sociedad recupera el doble o triple de la cantidad invertida. Esto es falso porque no hay forma de averiguarlo. Solo la inversión privada, mediante el cálculo económico, puede indicarnos si una inversión ha sido o no rentable. Otros «informes» vinculan gasto en ciencia y creación de empleo. Resulta sospechoso que ni un solo estudio de este tipo admita rentabilidades negativas. La causa es evidente: todos esos análisis de rentabilidad son falaces porque carecen de un método válido. La afirmación que toda investigación, per se, produce un retorno positivo a la sociedad es una falacia y presenta las deficiencias propias de cualquier sistema público: a) Incentivos. Son los propios investigadores o sus jefes políticos quienes deciden qué investigar. Ellos tienen intereses particulares que no siempre coinciden con los intereses de los contribuyentes. Además, el prestigio que tiene la ciencia es usado instrumentalmente por las autoridades. Por ejemplo, antes de promulgar una ley es habitual que una legión de científicos (en la nómina de la Administración), cual zapadores, vaya preparando el terreno. Si el gobierno quiere prohibir que se fume dentro de los vehículos privados asistiremos a una avalancha de estudios «científicos» que estiman en miles los muertos al año por esta causa, la mayoría de ellos «niños inocentes». De esta manera, la verdad científica (siempre provisional) es fácilmente pervertida y sustituida por la verdad «oficial» que dicta el gobierno. b) No existe forma racional de saber si una investigación ha sido o no rentable porque no hay cálculo económico; y tampoco es posible afirmar que la ciencia genera empleo porque no es posible aislar, en el experimento, el resto de variables que actúan. Las ciencias empíricas y las ciencias sociales emplean métodos distintos y es un error confundir correlación con causalidad. c) La ciencia no es gratis. Todo euro gastado en investigación ha debido ser previamente confiscado a los ciudadanos, quienes poseen necesidades propias, tal vez, más urgentes que la investigación científica. Los defensores del gasto público olvidan el coste de oportunidad, es decir, lo que hubiera podido hacer un contribuyente con su dinero si no se lo hubieran arrebatado. En el libre mercado son los consumidores quienes determinan, mediante el mecanismo de precios, la producción de la ciencia para atender sus necesidades más perentorias.
Por último, otra falacia asociada al mito de la «inversión pública» es la referida al «impacto económico» del gasto público. Los gobiernos, pero sobre todo las empresas públicas, afirman que su gasto es rentable para la sociedad; utilizan la ilusoria teoría keynesiana para hacernos creer que cada euro confiscado se multiplica de forma milagrosa haciéndonos a todos más ricos. Por lo visto, los políticos y sus acólitos están (por alguna desconocida razón) mejor dotados que los propios empresarios para identificar proyectos viables, algo que Friedrich von Hayek llamó «la fatal arrogancia».
En definitiva, en el sector público no hay tal cosa como «inversión», ni es posible medir la rentabilidad o el «impacto» del dinero gastado. Primero, el dinero público se obtiene mediante la violación de la propiedad privada, por tanto, su origen es inmoral. Segundo, las decisiones de gasto obedecen a intereses políticos y de grupos de interés. Tercero, no hay propiedad privada de los factores de producción y es imposible el cálculo económico. Y cuarto, la responsabilidad pecuniaria queda reemplazada por el riesgo moral: los «inversores públicos» se han blindado legalmente frente a sus errores y desmanes.
- 23 de julio, 2015
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