Marx, ¿fraternal?
La nueva edición de 'El manifiesto comunista', de próxima publicación por Galaxia Gutemberg, cuenta con un nuevo prólogo de la actual ministra de Trabajo y futurible candidata de Unidas Podemos, Yolanda Díaz. Lo cierto es que el texto de Díaz no nos cuenta demasiado salvo que Marx y Engels contribuyeron a mover para siempre los marcos interpretativos del capitalismo, desenmascarando a aquellos economistas burgueses que ocultaban, detrás de las formas sociales de este modo de producción histórico, una sofisticada explotación del hombre por el hombre.
Nada de esto resulta verdaderamente novedoso dentro de la interpretación del pensamiento marxista. Pero acaso lo más llamativo del prólogo —al menos, lo que a mí más me ha llamado la atención— sea que Yolanda Díaz haya optado por calificar 'El manifiesto comunista' de “texto fraternal”, debido a su “carácter de carta abierta a la humanidad y a las clases trabajadoras”.
El marxismo podrá ser muchas cosas —incluso los habrá que crean que es un paradigma filosófico y económico correcto—, pero si algo no es el marxismo —y tampoco 'El manifiesto comunista', como panfleto de propaganda política emanado de la temprana filosofía marxista— es un texto fraternal. Para Marx, la historia de la humanidad es una historia de explotadores y explotados: una historia donde los explotados tratan de emanciparse de los explotadores a través de la lucha de clases. Y, por supuesto, a lo largo de la historia —también en la actualidad— han existido explotadores que utilizaban la violencia para sojuzgar y parasitar a los explotados, de modo que esta parte superficial de la narrativa marxista no tiene por qué ser —no lo es— incorrecta: el problema surge cuando calificas de explotación parasitaria todo tipo de relación social… Salvo aquellas que se produzcan en las irreales condiciones que uno prescribe. Por ejemplo, en el caso de Marx, ausencia de necesidad para ambas partes (¡como si el motor de las interacciones humanas no fueran las necesidades insatisfechas que justamente se ven colmadas a través de esas interacciones!).
Esa es precisamente la estrategia que también emplea Marx al analizar el capitalismo en ese “mover los marcos” que resalta Yolanda Díaz: para el economista alemán, el núcleo de las dinámicas capitalistas no es otro que el antagonismo irreductible entre trabajadores y capitalistas, entre proletarios y burgueses: los primeros generan todo el valor, pero, al verse forzados a vender su fuerza de trabajo como mercancía, no son capaces de retenerlo por entero, de modo que parte de él (la plusvalía) es apropiada parasitariamente por los segundos. Las ganancias de los capitalistas solo pueden provenir, pues, de la pérdida extractiva de los obreros. La fraternidad entre unos y otros resulta, pues, imposible.
Marx podría, desde luego, haber interpretado de otro modo las relaciones económicas entre trabajadores y capitalistas: podría haber interpretado que ambos individuos cooperan productivamente para maximizar la creación de riqueza e incrementar con ella su bienestar. Es decir, que aun cuando pueda existir un conflicto sobre los términos del reparto de esa cooperación (como existe en toda relación cooperativa en que los logros son compartidos), esa práctica cooperativa beneficiaba a ambas partes, pues ambas eran capaces de producir más de manera coaligada que por separado.
El capitalista sin la fuerza de trabajo del trabajador no sería capaz de producir nada y el trabajador sin el capital del capitalista tampoco (salvo primitivamente una canasta muy reducida de bienes que apenas permitieran frágilmente su subsistencia). Es decir, Marx podría haber interpretado el capitalismo en clave cooperativa e inherentemente fraternal en lugar de en clave competitiva e inherentemente conflictiva: pero optó por lo segundo, coadyuvándose —como decíamos— de una teoría del valor (incorrecta) que no solo vinculaba la creación social de riqueza única y exclusivamente al trabajo humano, sino que incluso rechazaba categóricamente que el trabajo humano cristalizado (los medios de producción del capitalista) pudiera ser fuente de nuevo valor (de manera que el capitalista no podía producir nueva riqueza neta a través de sus medios de producción y, en consecuencia, no debería estar apropiándose de ningún ingreso neto salvo arrebatándoselo al trabajador).
Por esa vía, fue Marx quien envenenó las relaciones sociales entre capitalistas y trabajadores; fue Marx quien, por utilizar su propio marco intelectual, generó una falsa conciencia de clase entre muchos trabajadores para enemistarlos irremediablemente con los capitalistas; fue Marx quien dinamitó los posibles puentes de entendimiento y de fraternidad entre trabajadores y capitalistas. Como quien se entromete y rompe una pareja sentimental, al sugerirle insistentemente a una de las partes que está siendo sometida y maltratada por la otra parte porque necesariamente toda pareja sentimental implica siempre la opresión de unos sobre otros, Marx movió los marcos exegéticos del capitalismo para inocular la conflictividad intrínseca a sus relaciones sociales de producción, esto es, para socavar cualquier posible lazo de fraternidad entre lo que él caracterizó como clases sociales.
Solo superando el capitalismo e instaurando el comunismo —esto es, solo erradicados física o socialmente los capitalistas— podría acaso reinar una fraternidad universal entre los restos sobrevivientes. Pero incluso en ese idealizado escenario (y salvo que imaginemos un mundo pos-escasez, como el que sí parecía tener en mente Marx), cualquier intento de acumular propiedades y emplearlas productivamente para incrementar el excedente de valores de uso sería visto como un intento por restablecer las clases sociales y, por tanto, como una práctica socialmente a erradicar en nombre de la (falseada) armonía interna del grupo.
No, Marx no es el teórico de una fraternidad humana posible sino el teórico de una conflictividad humana inevitable hasta que la historia llegue a su fin.
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