Simon Wiesenthal: de un campo de exterminio a perseguir a los criminales nazis hasta el final
Una equivocada estrategia de prensa, en el mejor de los casos, lo hizo pasar a la historia como el “cazador de nazis”. No era verdad. Eran los nazis quienes cazaban seres humanos, como si fuesen animales, para asesinarlos por millones en las cámaras de gas de los campos de concentración o a balazos en masacres masivas, o a cañonazos como en el gueto de Varsovia.
Simón Wiesenthal, que murió un día como hoy hace dieciséis años, persiguió a los cazadores, los cercó, los denunció, facilitó que los Estados que los habían protegido no tuviesen más remedio que juzgarlos; desnudó sus falsas identidades bajo las que escondían sus crímenes para ocultarse lejos de Europa, como Adolf Eichmann en la Argentina o como Karl Silberbauer, el oficial de la Gestapo que arrestó a Anna Frank, la chica judía de catorce años que vivió escondida junto a su familia en el ático de una casa de Ámsterdam y murió en un campo de exterminio. Wiesenthal descubrió a Silberbauer en 1963, cuando era inspector de la policía austríaca.
Eso hizo Wiesenthal: no dio paz a los cazadores, que contestaron a su obsesión con un calificativo que pretendía una igualdad absurda, él mismo era un cazador, pero de nazis. En su elegía fúnebre, el rabino Marvin Hier lo definió mejor como el hombre que simbolizaba “la conciencia del Holocausto”.
Quienes quisieron verlo como un vengador, también acaso para deshumanizarlo, no sabían, o sabían a medias, o decían no conocer el verdadero espíritu que guió a Wiesenthal en su vida después de la guerra: sobrevivió durante cuatro años a una docena de campos de concentración, era un esqueleto de cuarenta kilos cuando lo liberaron del horror, perdió a manos de los nazis a ochenta y nueve miembros de su familia, entre ellos a su madre, y aunque admitió alguna vez haber albergado sentimientos de venganza, entendió que su misión en la vida que le quedaba por delante, tenía 37 años al final de la guerra, era la de no olvidar: se convirtió en un abogado de los muertos, en la voz de quienes ya no la tenían.
Supo siempre, además, que los crímenes nazis no podían ser “vengados” porque no existía una equiparación posible con los millones de cadáveres que dejaron los nazis en doce años de reinado. Un millón de esos cadáveres eran de chicos. ¿Cómo castigar a quien asesina a un millón de criaturas?
Alguna vez Wiesenthal confesó al escritor y periodista Joseph Wechsberg: “Tengo que hacer lo que hago. No me mueve un sentimiento de venganza, ahora no; quizás sí al principio, muy al principio. Al terminar la guerra, cuando fui liberado después de pasar cuatro años por más de una docena de campos de concentración, tenía pocas fuerzas pero un poderoso afán de venganza. Había perdido a mi familia. A mi madre se la llevaron ante mis propios ojos. A mi mujer la creía muerta. No me quedaba nadie por quien vivir. (…) Pero comprendí que no debíamos olvidar. Si todos nosotros olvidábamos, podía volver a ocurrir lo mismo al cabo de veinte, cincuenta o cien años.”
La decisión de no olvidar, de hablar por quienes no podían hacerlo, lo llevó a fundar y dirigir el Centro de Documentación Judía de Viena, a cooperar con los gobiernos de Israel, Austria, la entonces Alemania Occidental y a descubrir a más mil cien nazis ocultos en otros países y con otra identidad, entre ellos a Adolf Eichmann, a Franz Murer, “El carnicero de Vilnius” y a Erich Rajakowisch, encargado de los “transportes de la muerte” en Holanda.
Sus investigaciones quedaron escritas en parte en su célebre Los asesinos entre nosotros (The murderes among us), publicado en 1967, una especie de memoria incompleta, porque su actividad y la del Centro Simón Wiesenthal se prolongó en las décadas siguientes. Su obra literaria se cerró con la publicación de Justicia, no venganza (Justice not Vengeance), de 1989.
Wiesenthal nació en Buczacz, que hoy es la sección Lvov Oblast de Ucrania, el 31 de diciembre de 1908, hijo de un soldado que murió en la Primera Guerra Mundial. A los veinte años, cuando quiso ingresar al Instituto Politécnico de Lvov, la ciudad y su historia es célebre gracias al fantástico libro de Philippe Sands Calle Este Calle Oeste (East West Street), fue rechazado por las restricciones que fijaban una “cuota” de estudiantes judíos. Estudió en la Universidad Técnica de Praga de la que egresó como licenciado en ingeniería arquitectónica en 1932.
En 1936 se casó con Cyla Mueller y trabajó en Lvov hasta que en 1939, sobre el filo de la Segunda Guerra Mundial, la Alemania de Adolf Hitler y la Rusia de Iósif Stalin firmaron un pacto de “no agresión” y decidieron dividirse a Polonia, al que consideraban un estado tapón entre ambos. Cuando el Ejército Rojo ocupó Lvov, lanzó una purga de comerciantes, empresarios y profesionales judíos, a la que siguió la tradicional “purga de elementos burgueses” desatada ni bien estalló la guerra.
El padrastro de Wiesenthal, su madre se había casado por segunda vez, fue arrestado por la NKVD, el “Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos”, y murió en prisión. Wiesenthal cerró su negocio y fue a trabajar como mecánico en una fábrica de colchones. Sobornó a un oficial de la NKVD para evitar la deportación de su madre a Siberia y vivió en equilibrio, mientras daba pasos de funámbulo en el delgado alambre de la ocupación.
Pero en 1941 todo cambió. Alemania invadió la URSS, pese al pacto de no agresión, y cuando los nazis entraron en Lvov, uno de sus ex empleados, que ahora estaba al servicio de la policía auxiliar colaboracionista de los nazis, lo ayudó a escapar del paredón de fusilamiento. Fue a parar al campo de Janowska, en las afueras de Lvov: Wiesenthal y su mujer fueron destinados a trabajos forzados en el taller de reparaciones del Ferrocarril del Este.
Pero en enero de 1942, en la conferencia de Wansee, a orillas del lago Wann, Alemania, la jerarquía nazi, Adolf Eichmann entre ellos, decidió, por orden de Hitler, el exterminio de todos los judíos de Europa. Cobró intensidad entonces la gigantesca maquinaria de muerte del nazismo.
En agosto, la madre de Wiesenthal fue enviada al campo de Belzec. En septiembre, la mayoría de sus familiares y los de su mujer habían muerto: ochenta y nueve personas en total. Wiesenthal hizo entonces un trato con la clandestinidad polaca: entregó detallados mapas ferroviarios, oro en polvo para los saboteadores, a cambio de documentos falsos que identificaban a su mujer como “Irene Kowalska”, una polaca no judía. La mujer dejó el campo de Janowska en el otoño de 1942 y vivió en Varsovia durante dos años hasta que fue obligada a trabajar en Renania como mano de obra forzada, pero sin que se descubriera nunca su identidad.
Negociador habilísimo, Wiesenthal escapó del campo de concentración con la colaboración del subdirector; era octubre de 1943 y los alemanes empezaban ya a asesinar a todos los reclusos. En junio de 1944, ya con la guerra dada vuelta contra Alemania, los rusos en viaje hacia Berlín y los aliados fuertes en Normandía camino a la liberación de Europa, Wiesenthal fue recapturado y enviado de regreso a Janowska.
Pudieron matarlo, pero el frente ruso alemán se derrumbó ante el avance del Ejército Rojo. Entonces dio comienzo una larga marcha de fantasmas, una loca caminata diseñada por la desesperación, la sinrazón y el temor a la muerte. En Janowska, los doscientos guardias de las SS que quedaban, decidieron mantener con vida a los últimos prisioneros del campo, Wiesenthal entre ellos. Había una dificultad: los guardias eran doscientos y los prisioneros apenas treinta y cuatro de los ciento cuarenta y nueve mil originales. De manera que en la retirada hacia el oeste, los SS incluyeron como prisioneros a toda la aldea de Chelmiec, para ajustar la proporción de prisioneros por guardias.
Aquella marcha espectral terminó en el campo de exterminio de Mauthausen, en la Alta Austria, que fue liberado por una unidad blindada americana el 5 de mayo de 1945, tres días antes de la rendición de Alemania. Wiesenthal estaba entre los liberados: pesaba cuarenta y tres kilos, la piel pegada a los huesos, castigado por las enfermedades del campo, disentería, infecciones, podredumbre: estaba tendido en un barracón donde el hedor era tan insoportable que ni los curtidos aliados liberadores se animaban a visitar.
Ni bien recuperó un poco la salud, Wiesenthal empezó a reunir pruebas sobre las atrocidades nazis destinadas a la Sección de Crímenes de Guerra del Ejército de los Estados Unidos. Después se unió a la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS), precursora de la CIA y al Cuerpo de Contrainteligencia del Ejército americano. Dirigió el Comité Central Judío de la Zona Estadounidense en Austria. Pensaba que su mujer había muerto. Y su mujer pensaba también que Simón había muerto. Lograron reunirse en 1945 y al año siguiente nació su hija, Pauline.
Las pruebas reunidas por Wiesenthal fueron usadas en los juicios por crímenes de guerra encarados por los americanos. En 1947, cuando terminó su cooperación con Estados Unidos, Wiesenthal y treinta voluntarios abrieron el Centro de Documentación Histórica Judía de Linz, Austria, que cerró en 1954. La Guerra Fría, y la decisión política de Estados Unidos y la URSS, que no tenían demasiado interés en ir mucho más allá de los juicios de Nuremberg, hicieron que Wiesenthal entregara sus archivos de Linz a los de Yad Vashem, en Israel.
Se quedó con un expediente, el de Adolf Eichmann, aquel nazi que se definía como un simple engranaje de una enorme maquinaria, pero que en verdad era responsable de la decisión de Wansee y de supervisar el traslado a la muerte de millones de personas.
Wiesenthal fue asistente social, dirigió una escuela de formación para refugiados húngaros y para quienes huían de la “Cortina de Hierro”, la expresión con la que Winston Churchill definía a la Europa bajo el dominio de la URSS. Pero nunca dejó de buscar a Eichmann.
En 1953 Wiesenthal supo que Eichmann estaba en la Argentina. Se lo confiaron algunas personas que dijeron haber hablado allí con él. Confió esta información a Israel a través del embajador en Viena y, en 1954, también informó lo mismo a Nahum Goldmann, el dirigente polaco fundador y presidente del Congreso Mundial Judío y de la Organización Sionista mundial. En cambio, el FBI tenía información que aseguraba que Eichmann vivía en Siria.
En 1957 un sobreviviente del campo de exterminio de Dachau que vivía en Argentina, Lothar Hermann, informó al fiscal de Frankfurt, Fritz Bauer, que Eichmann vivía en Buenos Aires bajo el nombre de Ricardo Klement. El servicio de inteligencia israelí, MOSSAD envió a uno de sus agentes a entrevistar al denunciante, que era ciego. No le creyeron. Recién en 1959 Alemania informó a Israel el real destino de Eichmann que era el denunciado por Hermann: vivía en Buenos Aires con el nombre de Ricardo Klement.
Eichmann fue capturado por el MOSSAD el 11 de mayo de 1960, juzgado en Israel, hallado culpable y ahorcado. El comando que lo secuestró en San Fernando, provincia de Buenos Aires, contó con apoyo local. Ese, junto con la casa donde Eichmann permaneció cautivo en manos de los israelíes durante nueve días, es el secreto mejor guardado del operativo, secreto no revelado aun cuando han pasado ya sesenta años. Sólo se conoce el nombre de una persona que ayudó a los israelíes, que no hablaban español y no conocían bien ni la ciudad ni los alrededores de la capital argentina, a alquilar al menos tres casas y otros tantos departamentos, junto con autos y al menos una camioneta para transportar a los agentes y al secuestrado. Era José Moskovits, presidente de la Asociación Israelita de Sobrevivientes de la Persecución Nazi. Era, también, el agente de Simón Wiesenthal en Argentina.
Wiesenthal estuvo convencido hasta su muerte de que la captura y juicio de Eichmann, la prueba irrevocable de la enormidad y perversidad de los crímenes nazis, había impedido un resurgir del nazismo en Alemania. Al menos el propio Wiesenthal cobró nuevos bríos después del caso Eichmann, Reabrió el Centro de Documentación Judía, ahora en Viena y se concentró en la búsqueda de criminales de guerra. Dio con Karl Silberbauer, el oficial de la Gestapo que había arrestado a Anna Frank y a su familia en Ámsterdam, y era en 1963 inspector de la policía austríaca.
En octubre de 1966, dieciséis oficiales de las SS, nueve hallados por Wiesenthal, fueron juzgados en Stuttgart por participar del exterminio de judíos en Lvov. A la cabeza de los condenados, figuraba uno de los jerarcas más buscados por Wiesenthal: Franz Stangl, comandante de los campos de exterminio de Treblinka y Sobibor. Stangl fue ubicado por Wiesenthal en Brasil y extraditado a Alemania Occidental. EN 1967 fue condenado a cadena perpetua y murió en prisión en 1971.
Wechsberg, que conoció a Wiesenthal hacia mediados y finales de los años 50, dejó un retrato casi íntimo y de personalidad del investigador que había decidido no olvidar: “(…) Tenía el mismo aspecto amable, acogedor y no desde luego el de un hombre que se dedica por entero a perseguir asesinos, aunque no le faltan músculos y mide cerca de un metro ochenta. (…) Es de cabeza grande y calva, cara alargada y despejada frente. Tiene ojos reflexivos y no tardé mucho en descubrir que pueden hacerse penetrantes. Con su bigotito y su tendencia a engordar podría ser un próspero comerciante (…) Da la impresión de ser un hombre muy reposado y cuesta averiguar que su calma encubre una disciplinada tensión y mucha emoción reprimida; su inquietud interna afecta ineludiblemente a su interlocutor. Pisa el suelo balanceándose, al igual que el marino en alta mar y parece como si sostuviera una pesada carga sobre los hombros. Sabe ser oyente atento y silencioso, pero cuando empieza a hablar y se deja llevar por la emoción (cosa que le ocurre casi siempre), subraya las frases con amplios movimientos de sus brazos enormes y los ojos le brillan con poder hipnótico. Criminales de guerra y fiscales, ministros y eruditos han aprendido que no es fácil discutir con Wiesenthal pues posee dotes de persuasión, un agudo sentido de la lógica y el ingenio talmúdico de sus antepasados, combinación que a muchos les ha resultado irresistible (…)”
Esas cualidades que destaca Wechsberg le bastaron a Wiesenthal para hacer del Centro de Documentación Judía de Viena un archivo monumental de la historia del Holocausto en el que figuraban los nombres de más de noventa mil nazis, pasibles todos de ser juzgados por crímenes de guerra. Todos han muerto hoy, pero lo que no ha muerto es la historia que Wiesenthal reconstruyó sobre documentos, entrevistas a sobrevivientes y hasta a antiguos nazis enfrentados con sus viejos camaradas, que muestra la brutal perversión nazi, masiva y generalizada. Wiesenthal elegía una anécdota para reflejar ese criminal desvío del a corrupción. Contaba que en 1944, un cabo de las SS le había dicho: “¿Dirías la verdad de todo esto a la gente de Estados Unidos? Eso está muy bien. ¿Y sabes qué pasaría, Wiesenthal? No te creerían. Dirían que estás loco. Incluso podrían levarte a algún hospicio. ¿Cómo puede alguien creer en algo tan terrible a menos que lo haya vivido?”.
Wiesenthal recibió infinidad de premios, condecoraciones y distinciones, entre ellas la de Caballero Honorario del Imperio Británico, de manos de la Reina Isabel II, la Medalla de la Libertad, otorgada por el presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, y la Legión de Honor francesa que recibió en 1986. El Centro Simón Wiesenthal es hoy un sitio dedicado al recuerdo del Holocausto y a la defensa de los derechos humanos.
Murió en paz, mientras dormía, el 20 de septiembre de 2005. Sabía adónde iba.
Un sábado de 1964 Wiesenthal cenó en la casa de un ex recluso del campo de exterminio de Mauthausen, convertido entonces en un millonario fabricante de joyas, tal como reveló entonces la periodista Clayde Farnsworth en la revista del New York Times. Después de la cena, su viejo compañero de penurias le preguntó: “Simón, si hubieses vuelto a construir casas, serías millonario. ¿Por qué no lo hiciste?”.
Y Wiesenthal contestó: “Sos un hombre religioso, ¿no? ¿Creés en Dios y en la vida después de la muerte? Yo también creo. Cuando vayamos al otro mundo y conozcamos a los millones de judíos que murieron en los campos, y nos pregunten: ‘¿Qué has hecho?’, habrán muchas respuestas. Vos dirás: ‘Me convertí en joyero’. Otros dirán otras cosas, incluso que han contrabandeado café y cigarrillos americanos. Otro dirá que construyó casas. Pero yo les podré decir: ‘No te olvidé'”.
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