El imperialismo del género
NGram es una herramienta que permite ver gráficamente la frecuencia con la que los libros recogen tal o cual palabra. Por ejemplo, la palabra “internet” se utilizó con alguna frecuencia en los años 20’, desconozco en qué contexto, y desapareció para volver a tener la misma frecuencia en el año 1978, ya vinculada a la red conectada de ordenadores. Desde entonces, claro, su frecuencia ha aumentado mucho y no ha dejado de crecer.
He hecho el mismo ejercicio con los términos “sex” y “gender”, sexo y género en inglés. Por lo que se refiere al primer término, mucho más frecuente, se observa un aumento claro en la frecuencia de su uso desde la primera mitad de los años 50’, pero sobre todo con el comienzo de la llamada “revolución sexual” de los años 60’. “Gender”, por su parte, apenas se utiliza hasta los años 80’ y 90’, cuando se produce una verdadera explosión en el uso de esa palabra.
Esta diferencia de más de dos décadas en el aumento sobrevenido en el uso de ambas palabras parece responder a una lógica. La era dorada del crecimiento económico es el contexto en el que se habla de una liberación de la mujer, que afirma su independencia en el plano económico, y sobre la cual recaen las esperanzas de algunas feministas, que quieren acabar con la división de roles tradicional e imponer nuevos roles.
Ese empeño parece estrellarse con una realidad, que es la división sexual, con sus condicionamientos genéticos y la diferencia en el rol reproductivo. Esa diferencia tiene consecuencias para la vida de hombres y mujeres que son imposibles de soslayar. Muchas mujeres eligen tener carreras que les permitan una mejor conciliación con su vida familiar, o renuncian a hacer sacrificios por mor de un progreso profesional o se retiran un tiempo del mercado laboral, lo cual tiene consecuencias para sus carreras a largo plazo.
Y es en este contexto en el que se dan dos circunstancias. Una, la lucha por el aborto para que las mujeres puedan tener una sexualidad como la de los hombres, es decir, con la opción de desentenderse de las consecuencias, y dos, una nueva forma de entender el género.
El cambio viene de la mano de la filosofía posmoderna. Una filosofía muy pesimista sobre las posibilidades del hombre de conocer la realidad. Como nuestra relación con ella depende del lenguaje, se llega a la conclusión de que todos los fenómenos sociales son “construcciones sociales”; es decir: usos arbitrarios, desasidos de cualquier realidad contingente y que le otorgue sentido y permanencia. Y, por lo tanto, construcciones creadas por nuestro lenguaje y que podemos recrear a nuestro antojo según nuestras motivaciones políticas. El género es una de esas realidades sociales arbitrarias, nada tiene que ver con el sexo, y nosotros podemos crear nuevos géneros a voluntad, y sin coste alguno.
Naciones Unidas, fosa séptica del pensamiento occidental, define el género como “las características de mujeres, hombres, niñas y niños socialmente construidas” y dice que tienen un carácter “jerárquico, y produce desigualdades”. Lo hace desde la Organización Mundial de la Salud, nada menos.
Merece la pena citar a un Instituto Europeo para la Igualdad de Género, que en un estupefaciente diccionario para la corrección política, define género así: “El género se refiere a los atributos y oportunidades sociales asociados con ser hombre y mujer y las relaciones entre mujeres y hombres y niñas y niños, así como las relaciones entre las mujeres y entre los hombres. Estos atributos, oportunidades y relaciones se construyen socialmente y se aprenden a través de procesos de socialización. Son específicos del contexto / tiempo, y son mudables”.
De modo que conviven dos conceptos, uno de carácter biológico y vinculado a la reproducción de la especie, y otro de carácter ideológico, con la pretensión de que está desvinculado de la naturaleza, de la biología, y que por tanto es totalmente arbitrario.
Si el lector echa algo en falta, creo que tiene razón. Porque las ideas no tienen por qué ser arbitrarias, y en su inmensa mayoría no lo son. Se imponen después de haberse trabado con la vida real de millones de personas durante décadas y siglos, e incluso milenios; están imbricadas en la vida, y surgen de cómo somos y cómo nos organizamos. Y cambian, sí, como cambia la realidad que les da vida. Nada tienen de arbitrario.
No se queda aquí el asunto. Se ha intentado tapar el concepto de sexo diciendo que también es un concepto construido socialmente. Y esto lleva a situaciones absurdas, y en ocasiones peligrosas. Es absurdo que la FAO, por ejemplo, diga que el género está construido arbitrariamente por la sociedad, y luego diga que es el género quien regula la función reproductiva de las personas.
Dame Anne Glover, profesora de biología molecular de la Universidad de Aberdeen, ha sido la principal asesora científica del Gobierno de Escocia entre 2006 y 2011, y ha presidido la Sociedad Real de Edimburgo de 2018 a 2021.
Glover le ha concedido una entrevista a Holyrood, en la que apunta a alguno de los peligros que implica convencer a la sociedad de que el sexo también es una construcción social.
A su juicio, debemos ser realistas con respecto del sexo, y reconocer que las mujeres trans son hombres desde el punto de vista biológico, y los hombres trans son mujeres por lo que se refiere a su cuerpo. Y esto es importante porque “la biología nos predispone a ciertas enfermedades”. Y una mujer trans es distinta de una mujer “porque nació siendo sexualmente un hombre. Y negar eso es lo que me preocupa”.
Y, por si no fuera suficientemente clara, añade: “No me preocupa que los hombres y las mujeres trans tengan reconocidos sus derechos; esto es completamente válido. Pero negar la biología y la psicología básica de las mujeres, especialmente de aquéllas que han pasado por un trauma, no tiene sentido para mí”.
El imperialismo del género lleva a negar los hallazgos más asentados de la ciencia. Y negar la realidad puede tener implicaciones muy negativas.
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