Cambio climático y democracia
Todos los políticos reunidos en la COP26 coinciden en la urgente necesidad de reducir las emisiones de CO₂ para descarbonizar la economía y alcanzar un mundo cero emisiones en el año 2050. No soy climatólogo, así que no voy a entrar en el debate de si debemos descarbonizar la economía o si no debemos hacerlo; o de si debemos descarbonizarla, pero a un ritmo más pausado, o si deberíamos lograrlo incluso a un ritmo más acelerado. No es sobre eso sobre lo que pretendo reflexionar, sino sobre si será políticamente factible conseguirlo.
Hace unas semanas, la revista 'Nature' publicaba la estimación de que, sin un cambio tecnológico profundo, alcanzar el objetivo de emisiones cero en EEUU —reducción de las emisiones en un 95% con respecto al nivel de 2005— tendría un coste de más de 11.279 dólares por persona y año en 2050. Objetivos menos ambiciosos resultan mucho más asequibles (recortar las emisiones un 20% apenas tendría un coste anual de 75 dólares por persona; y hacerlo en un 60%, de 1.913 dólares por persona), pero el coste se incrementa sobreproporcionalmente conforme exigimos descarbonizar actividades que hoy no están tecnológicamente maduras para ser descarbonizadas.
De nuevo, tampoco quiero entrar en el debate de si la cifra de 11.279 dólares por persona y año nos parece subjetivamente alta o subjetivamente baja: desde luego, quienes anticipen catástrofes climáticas que podrían llevar a la extinción de la humanidad la juzgarán muy barata con respecto a la alternativa hacia la que nos veríamos abocados sin descarbonización. Pero, como digo, eso no es lo relevante para juzgar si el objetivo es políticamente factible: en democracia, lo relevante es si a la mayoría de votantes esa cifra les parece alta o baja y, en el caso de EEUU, la cifra de 11.000 dólares por persona y año les parece altísima. Así, cuando se pregunta a los estadounidenses cuánto estarían dispuestos a pagar (en forma de mayores facturas eléctricas) para evitar el cambio climático, el 68% se niega a hacer frente a un sobrecoste superior a 120 dólares anuales, esto es, unas cien veces por debajo del coste real (y no olvidemos que esto puede ser simple 'virtue signaling' frente a la encuestadora, esto es, la realidad podría ser incluso más cicatera). ¿Cómo conseguir impulsar un proyecto tan costoso a largo plazo cuando la inmensa mayoría de la base electoral se opone a ello?
Una primera posibilidad sería confiar en que las percepciones de los votantes vayan modificándose con el paso del tiempo: con las adecuadas campañas de concienciación y la creciente proliferación de dañinos desastres climáticos, los votantes irán aceptando sacrificios cada vez mayores para descarbonizar la economía. Pero, a día de hoy, ya estamos inmersos en esa campaña de concienciación climática y, al menos en EEUU, no parece surtir demasiado efecto ni siquiera en las encuestas. ¿Cabe esperar que la mayoría de estadounidenses empiece a estar dispuesta a pagar 100 veces más del máximo que hoy está dispuesta a pagar? No es imposible, pero sí es dudoso.
Una segunda posibilidad sería tratar de engañar a los votantes: es decir, adoptar políticas de transición energética que empobrezcan apreciablemente a los ciudadanos pero culpar de ese empobrecimiento a otros factores ajenos a la transición energética (como la desigualdad, la pandemia, China, los inmigrantes, el fraude fiscal, etc.). El problema de esta estrategia es que resulta igualmente dudoso que termine funcionando en el muy largo plazo: durante algunos años, los políticos tal vez puedan engañar a alguna porción de la población, pero es poco verosímil que consigan hacerlo durante más de 30 años sobre el conjunto de la misma, máxime si parte del 'establishment' político y mediático no colabora y, por tanto, los ciudadanos irritados con su empobrecimiento tienen la oportunidad de escuchar que la culpa del mismo reside en las políticas energéticas. Dado que, en una sociedad pluralista, no existen impedimentos legales a la participación política y a la libertad de expresión, ese discurso terminará permeando en la sociedad y frustrando el apoyo electoral a aquellos gobernantes que deseen implementar una costosa agenda climática.
Y una tercera posibilidad, claro, sería renunciar a la democracia e implementar una agresiva política de censura contra todos los 'negacionistas' que cuestionen la costosa agenda climática. Pero incluso este camino se antoja complicado: las dictaduras son más frágiles de lo que se suele imaginar, puesto que terminan descansando en un consentimiento tácito por parte de sus gobernados, el cual a su vez descansa en que esos gobernados experimenten mejorías continuas en su calidad de vida (ya sea, por ejemplo, porque resuelvan un problema de inseguridad inicial o porque logren crecimiento económico). Pero si las estimaciones publicadas en 'Nature' son ciertas, no está claro que una dictadura vaya a contar con músculo político para implementar tan costosa agenda climática. Fijémonos, si no, en el caso chino: China es la mayor emisora de CO₂ del mundo (y, además, a mucha distancia: en 2019 prácticamente duplicó la emisión de EEUU) y tan pronto como han empezado a sonar los tambores de desaceleración, el Partido Comunista ha dado orden de incrementar la producción de carbón para volver a generar electricidad barata. La oligarquía china es consciente de que no puede permitirse políticamente un parón económico de la magnitud del que están experimentando ahora mismo y por eso ha dejado de lado los objetivos de reducción de las emisiones de CO₂.
En definitiva, sin importantes mejoras tecnológicas (que, por supuesto, pueden terminar llegando), el objetivo de emisiones cero en 2050 se antoja una quimera política tanto en democracia como fuera de ella. Nuestros gobernantes lo saben, pero no lo dicen: su objetivo no es lograr nada a tres décadas vista, sino salir reelegidos en las próximas elecciones aparentando que están muy comprometidos con nuestro bienestar y con la sostenibilidad medioambiental. Por eso, acaso, no tengan reparos en mentirnos prometiendo aquello que saben que no pueden cumplir.
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