Chivos expiatorios
ABC, Madrid
En el capítulo 16 del Levítico se nos cuenta el caso del chivo o macho cabrío que los israelitas expulsaban de la ciudad y enviaban al desierto, en el Día de la Expiación, con todas las faltas e impurezas del pueblo cargadas simbólicamente sobre sus lomos; y de este modo el pueblo quedaba purificado.
Seguramente quien más a fondo haya estudiado esta figura del chivo expiatorio haya sido el filósofo francés René Girard, que dedicó gran parte de su obra a analizar los mecanismos de la violencia ritual tanto en las sociedades primitivas como en las contemporáneas. En su ensayo El chivo expiatorio, por ejemplo, Girard analiza los «estereotipos de la persecución» que afloran en las sociedades humanas cuando entran en un estado de crisis que tarde o temprano acaba resolviéndose mediante la proyección de la culpa sobre uno o varios inocentes. Las circunstancias que detonan estas persecuciones pueden ser internas (disturbios políticos o conflictos religiosos, por ejemplo) o bien externas (epidemias, sequías o inundaciones); y muy frecuentemente las circunstancias internas y externas forman amalgama –como ha ocurrido con motivo de la plaga coronavírica–, incendiando de pánico a los pueblos. En este clima de pánico se produce invariablemente una disolución de los vínculos sociales, de los afectos y solidaridades que se entablan en una comunidad sana, hasta que los pueblos degeneran en masa amorfa, en multitud o turba de perseguidores que necesitan achacar a alguien su infortunio, hasta convencerse –citamos de nuevo a Girard– «de que un pequeño número de individuos, o incluso uno solo, puede llegar, pese a su debilidad, a ser extraordinariamente nocivo para el conjunto de la sociedad». El pánico degenera siempre en eclipse de la conciencia, en irracionalidad rampante y orgullosa que sólo se aplaca cuando encuentra una diana que satisfaga su apetito de violencia. Y esa diana es el chivo expiatorio, a quien por supuesto los demagogos se apresuran a señalar, para hacer creer a la masa que velan por ella. Es exactamente lo que hace el cabrón de Caifás, ante el miedo y la confusión que padecen los fariseos y los miembros del Sanedrín: «Nos conviene que uno muera por el pueblo», afirma. Y es que nada conviene tanto a los demagogos como los chivos expiatorios.
El pánico desatado por la plaga coronavírica, convenientemente azuzado por los demagogos, ha favorecido la construcción de un ‘responsable’ del infortunio colectivo. Primeramente un ‘responsable’ externo, el malhadado virus que nos golpea incansablemente, haciendo caso omiso de la protección de las llamadas ingenuamente ‘vacunas’, que poco a poco se revelan por completo ineficaces. Pero, una vez inoculados, no podemos aceptar que aquella ‘vacuna’ que se nos presentó como un antídoto infalible se revele un mejunje inane; y entonces nuestra conciencia moral se ofusca y nos convencemos de que necesitamos construir también un ‘enemigo’ interno, un chivo expiatorio sobre cuyos lomos podamos cargar nuestra frustración rabiosa. Ese chivo expiatorio es el ‘no vacunado’, que ninguna culpa tiene de que las llamadas ‘vacunas’ hayan resultado un fiasco; pero supersticiosamente hemos llegado a creerlo así, sobre todo después de que los demagogos lo señalen y estigmaticen. Se trata de un eclipse completo de la razón, de una emergencia de atavismos infames que los demagogos están utilizando a conciencia –como Caifás empleó el miedo del Sanedrín–, para que su incompetencia y perversidad queden impunes. Y aquellos ‘valores’ democráticos antaño adorados (en realidad, engañifas para consumo de ingenuos) han quedado de repente conculcados para el chivo expiatorio, que aparece como un delincuente a los ojos de las masas cretinizadas, mientras los medios de propaganda del régimen aplauden psicopáticamente esta persecución, que consideran una labor cívica. Como en otro tiempo los cristianos fueron calumniados de incendiarios de Roma –no sólo por la plebe, sino incluso por un historiador tan cultivado como Tácito– los ‘no vacunados’ se han convertido hoy en los ‘enemigos’ de una sociedad pastoreada por demagogos que comercian con sus miedos e inventan los bulos más burdos, con tal de poder desviar hacia los ‘no vacunados’ su frustración rabiosa, que así no se dirige contra los auténticos causantes de su mal (que entretanto se pueden seguir forrando tranquilamente). Y, mientras expulsan de la vida social a los ‘no vacunados’, mientras los denigran y señalan, mientras los estigmatizan y convierten en apestados, se enorgullecen de su civismo, como los paganos de antaño se enorgullecían de crucificar cristianos, en la seguridad de que su sangre aplacaría la cólera de los dioses. Pobres ilusos.
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