Tiempo y política
De ahí que debamos edificar una Ética y una Política sobre la Poética del ahora. La Política cesa de ser la construcción del futuro: su misión es hacer habitable el presente.
Octavio Paz
No es casual que incontables filósofos, desde la Edad Antigua hasta nuestros días, se hayan ocupado del tiempo. Aristóteles, Agustín de Hipona, Heidegger, Bergson y Castoriadis, para no alargar la lista, optaron por pensar al respecto. Lo que hacemos, sea en términos individuales o colectivos, nos relaciona necesariamente con ese concepto. Si, por ejemplo, alguien se preocupa por su existencia, nada más razonable como que considere, entre otros aspectos, la duración de la misma. Pero no sólo importa su prolongación, sino también, sin duda, la proyección de nuestra vida. Cualquier plan concebido por el hombre parte de una premisa fundamental: hay días que vendrán. El futuro es, pues, indispensable para que los proyectos puedan concebirse, además de realizarse. Tiene asimismo valor el pasado, porque, sin lo ya vivido, es decir, experimentado, razonado, conocido, nuestra propia identidad se desvanece.
Mientras convivamos con los demás, el tiempo es tan inevitable como la política. La sociedad cuenta, sin excepción, con problemas que deben resolverse. Por otro lado, tener a gente con diferentes creencias, criterios y simpatías nos ofrece un escenario de pluralidad que, a menudo, causa conflictos. Aunque no siempre suceda, el trabajo esencial de los políticos sería lidiar con esas cuestiones. Ellos tienen que proporcionarnos las respuestas correspondientes. Para ello, cabe tomar consciencia del tiempo, pero en sus distintas dimensiones: pasado, presente y futuro. Se lo debe hacer, conviene resaltarlo, de forma dinámica. Quedarnos en uno solo de los tiempos puede traer consecuencias negativas, incluso trágicas. Al revisar la historia, con cierto rigor, los riesgos que conllevan tales encerramientos se tornan evidentes.
No hay pasado que pueda considerarse insuperable, menos aún perfecto, salvo desde un punto de vista gramatical. Pese a ello, tenemos personas que glorifican ese tiempo, convirtiéndolo en el principal criterio para regir nuestras relaciones. En política, esto se pone de manifiesto gracias a partidarios del tradicionalismo. Aludo a quienes, de modo forzoso e indiscutible, defienden un orden antiguo, censurando que instituciones, costumbres y otras prácticas sociales sean cambiadas. Todo esto debería conservarse, rechazándose cualesquier innovaciones, aun cuando permitan un mejor trato conforme a la dignidad humana. Huelga decir que, si esta línea hubiese gobernado el mundo, ningún progreso significativo se habría dado. Una política que se ancla en lo pasado, por tanto, es un camino seguro a la parálisis, cuando no al retroceso, de una sociedad. Vale para los adoradores de tiempos precolombinos, coloniales o republicanos.
No se trata, sin embargo, de mirar únicamente lo venidero. Desde jacobinos hasta bolcheviques, pretextando el uso de la razón, se anunció un paraíso futuro. Los problemas desaparecerían, ofreciéndonos un panorama en el cual las disputas entre sujetos y grupos habrían acabado. El único punto adverso era que, para lograrlo, debíamos sacrificar nuestro presente y abolir el pasado. Nada de lo consumado hasta entonces servía; todo aquello que resultaba contrario al proyecto del mañana debía ser desechado. Un absurdo, por supuesto. Si bien necesitamos pensar en los siguientes meses o años, precisamos también conocer de lo hecho, del error y el acierto, al igual que reivindicar nuestro presente. Los políticos deben saber que el modesto bienestar de hoy, siempre mejorable, no se cambia por la supuesta perfección del futuro.
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