Good bye Putin
La molestia que tiene el tirano con una Ucrania que quiere incorporarse a Europa bajo los parámetros de una democracia liberal pinta su cosmovisión. El nuevo mundo no le interesa, pero el viejo lo aleja cada vez más del lugar que quiere ocupar como heredero de los proyectos implosionados de los zares y la Unión Soviética.
En el período post globalización que ocurre tras la caída del muro, poder y crecimiento económico van de la mano. Pero la parte que no entiende Putin es que, a su vez, autoritarismo y crecimiento económico son incompatibles. Al final, poder y autoritarismo resultan caminos que se bifurcan.
El crecimiento se encuentra de la mano de la integración al mundo, de la apertura de las fronteras a las personas, los bienes y los capitales, porque eso hace posible la división internacional del trabajo que generó la mayor salida de la pobreza de la humanidad en toda su historia.
La máquina del tiempo de Putín, en cambio, teme antes que nada al producto cultural de la sociedad abierta que prospera, en particular en lo que se refiere a libertad de género que lo obsesiona. Pareciera que en su óptica limitada le resulta un obstáculo fundamental para un mundo de cruzados, cañones y matones, que es donde se siente cómodo. A la sociedad libre en cambio no la debilita pensar en nada, ni siquiera la debilita el error, cuya aceptación es en realidad el secreto de su fuerza.
A Putin lo acompañan aliados que en principio parecerían extraños. En su gran club de los nuevos nacionalistas se suman sectores religiosos que olvidaron viejas disputas a muerte entre ellos para subirse al tren que aleje a la sociedad de lo que quiere ser (del pecado según ellos), también una versión minimalista de liberalismo que cree que la única libertad que importa es la de comprar y vender pero quisiera una restauración de la moral victoriana y, finalmente, la izquierda nihilista del castrochavismo que se junta con cualquier bandido disponible. Ese espectro es grande, no es precisamente una unión moral, son muchas voluntades y muy apasionadas que vienen desde lugares completamente diferentes, opuestos incluso. Pero los une el enemigo de la modernidad, que es la libertad ganada con la globalización y la comunicación mundial en Internet. Los atacantes mancomunados del mundo libre, si se los ve en perspectiva, son una resistencia desesperada de aliados circunstanciales con nulas posibilidades de ganar. Lo que sí pueden hacer, y tal vez se conformen con eso, es destruirlo todo. Esa es la razón por la que no se los debe subestimar.
La causa común que los impulsa es una rebelión contra el progreso moral y cultural que trae el mercado en busca de su productividad. Productividad no es un concepto contable; lo productivo no se puede escindir de los objetivos de la gente al colaborar para producir, que son sus elecciones de consumo. Los autos Lada que salen de la fábrica estatal siguiendo planes ministeriales son un resultado físico, pero la productividad del mercado es completamente diferente, se refiere a recursos y bienes que se realizan en función de quienes los eligen consumir y utilizar para sus fines. Esto último tiene un motor y una energía de la que el autoritarismo del plan central no puede apoderarse sin destruir. En la producción del teléfono celular que todos tenemos hay una red de colaboración global que se explica porque los cientos de miles de personas que intervinieron en la realización de cada componente, su venta y su distribución, lo hicieron para lograr lo que ellas querían, no el estado, no el partido, no el profeta, ni siquiera sus padres o amigos. Eso es el mercado y por eso es superior. La Unión Soviética implosionó por desconocer esta diferencia, no por falta de machos y tanques.
No hay tal cosa como un protectorado moral con una “economía libre” porque los fines privados son lo que mantiene todo funcionando. Esos fines se han ampliado en las últimas décadas porque el progreso consiste en salir en búsqueda de más objetivos a medida que se van logrando. Occidente, que no es algo estático que existió en el pasado y se corrompió, según entienden los que miran hacia atrás, saca a la luz teorías de género que revelan el papel acotado que las costumbres dan a las mujeres y proclama la salida de un closet cultural de la población LGTBIQ+. Esto lo hace el mercado, no porque haya una prédica moral que se abra paso por sí misma, mucho menos una conspiración como quieren ver los que se victimizan frente al progreso. La explicación hay que encontrarla en que el mercado se alimenta de objetivos privados individuales. No van a alcanzar las letras de las siglas para explicar la diversidad del ser humano. Las teorías de género llevan décadas de desarrollo. Las luchas reivindicativas de la población LGBTIQ+ son más nuevas, pero encajan perfecto en la nueva perspectiva. En la interpretación del mundo según Putin y sus amigos, todo esto lo imaginan como una imposición, un plan marxista dice Benedicto XVI en su carta a la Curia Romana de 2012, una manera de volver maricona a una sociedad que no podrá defenderse militarmente sostiene el dictador ruso. Esa visión de colegio secundario no encaja con los logros militares de Alejandro Magno, de Adriano o del Batallón Sagrado de Tebas, entre otros, o con el hecho de que sin el ingenio de Alan Turing tal vez la suerte de la Segunda Guerra hubiera sido otra. Pero esa no es siquiera la principal incomprensión, sino el hecho de que la fuerza militar de una sociedad productiva, que es esa donde cada uno hace lo que quiere sin meterse con los demás, siempre va a contar con recursos superiores. Mientras Putin acusa a Europa de afeminarse, ataca a un país más débil que el suyo. El autoritarismo en su plan es como echarle azúcar a la gasolina de los tanques. Las guerras no las ganan los grandotes de pelo en pecho, sino los misiles, los drones, la tecnología en general, que requieren progreso intelectual, creatividad e incentivos.
La ideología putinista es ciega al problema, no puede ver cómo las habilidades blandas en el mercado adquieren mayor valor mientras se desvalorizan las que lo identifican y prefiere destruir las bases de la prosperidad porque no pueden alcanzarse con el autoritarismo, que es lo que practicar, porque a su manera es el maricón de este cuento que no se anima a gobernar sin aplastar y todo lo ve como una amenaza.
La globalización que es su enemiga implica mucho de ese “globalismo” como integración regional que es el nombre que usan como descalificación. Había que recrear la xenofobia, la anti inmigración y la guerra comercial para traer su mundo al presente. Por eso es que la nueva ideología putinista toma toda forma de rigidez mental como su sustancia. En su pasión se obsesiona con la definición de un enemigo que considera débil, pero no son las minorías el rival al que enfrenta sino al mercado, ese que produce las series de Netflix que no pueden tolerar sus partidarios ¿Cómo puede ser que todo sea cuestión de inclusión en la ficción? ¡Tiene que haber una conspiración, si son minoría!
Pero ¿si no son las minorías las que están ávidas de ese material sino una población global que de tanto intercambiar con gente que antes se mantenía escondida se identifica con una causa justa como antes lo hacía con el príncipe encantado y con el ejército liberador, sin ser los espectadores ni príncipes ni soldados?
En ese contexto la invasión a Ucrania representa también un paso en falso pensando en un mundo regido por la conquista territorial que ya no sirve para nada. Todo lo que ocurre en la economía ocurre por fines privados, inventiva privada y consumo privado. Eso está encima del territorio y le huye a los tanques como está pasando con la población de Ucrania. Se gana el territorio y se pierde el capital.
En la fantasía de sus seguidores la avanzada de sus tanques representa una derrota contra la “ideología de género”, así de pobre es este proyecto victoriano. Se imaginaban que la emoción que les provocaba a ellos el atropello del tirano cómo macho bien macho sería acompañada por el apoyo popular, pero les pasó como con Netflix, el rating no va para donde creían que iría. El mundo no soporta a los conquistadores. Convivimos con muchas guerras todavía, pero ninguna de este tipo y nadie había osado plantearla en un terreno lleno de armas nucleares.
La fuerza está en el mantenimiento de la paz y en el comercio. Es el motivo por el que pierde toda importancia la interminable discusión del irredentismo histórico y la no agresión y el mantenimiento de las fronteras como están, como sea que se haya llegado a ellas, es un objetivo fundamental. Es más, lo que los países tienen para ganar comerciando que ganando y esa es la fortaleza de este momento histórico. Su guerra es un tiro en el pie. Vladimir Putin puede destruir, pero no puede ganar. No hay que olvidar lo que Freud le dijo a Einstein, en las cartas que intercambiaron sobre la guerra: “Sabemos que esa situación ha ido evolucionando y que un camino ha llevado de la violencia al derecho, ¿pero, ¿cuál? No hay más que uno, a mi juicio, y es el que muestra que varios débiles unidos pueden hacer frente a uno más fuerte: “La unión hace la fuerza.” Así, la unión socava la violencia; la fuerza de esos elementos reunidos representa el derecho, en oposición a la violencia de uno solo”.
La guerra de Putin es la más impopular de la historia.
Las mentalidades controladoras viven en el pasado, como la protagonista de la película Good Bye Lennin! de Wolfgang Becker del año 2003. Siempre verán por izquierda y por derecha que la sociedad decae porque las personas siguen sus deseos, que en la libertad se encuentra la corrupción y el pecado, que se necesita una contención desde el poder, sueñan con ser Dios destruyendo Sodoma y Gomorra. Al final se ve que los controladores quieren las mismas cosas que los controlados y solo pueden vivir su supuesta pureza como hipócritas en oposición a los impuros a los que persiguen. Pero el siglo XXI es más fuerte que su pasado militar añorado, por lo que Jefferson definió como la quintaesencia de la cuestión de la libertad que es la búsqueda de la propia felicidad.
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