Argentina y el mundo: Afuera y adentro, todo cambia
El libro A treinta días del poder, de Henry Ashby Turner, narra el mes anterior a enero del 33, el que precedió la llegada de Hitler a la cancillería de Alemania y se pregunta cómo es que pudo pasar. El texto estudia ese proceso como si fuera una telenovela a partir de documentación que estaba en los archivos de la Unión Soviética que recién fue exhumada después de su caída.
La pregunta es razonable. Si uno mira el proceso de la política alemana, parecía que el ascenso del eventual Führer era improbable. Pero Turner aventura que Hitler llega al poder producto de una enorme incomunicación que afectaba a la élite local: nadie hablaba con nadie y eso llevaba a cada actor, cada partido, a tener una hipótesis equivocada sobre lo que iba a hacer el otro.
Este concepto que tiene que ver con el valor del diálogo, de enterarse en qué anda el otro aunque piense distinto es interesante por varias razones. Primero, porque la situación en Ucrania está en gran medida basada en un problema de incomunicación, de desconocimiento de actores que, por la responsabilidad que tienen en el mapa global, deberían saber en qué está el otro. Segundo, porque en la Argentina estamos en un proceso también de cambio, donde lo más interesante asimismo es la incomunicación y la ignorancia de unos actores respecto de lo que hacen otros, a tal punto que medio Frente de Todos dice enterarse ahora de lo que estaba haciendo la otra mitad con el Fondo, a dos años de iniciada la negociación.
Estamos en un momento rarísimo. Pareciera que todo cambia en el mundo y también en la Argentina. Que en nosotros converge una percepción de que todo está mutando. A nivel internacional hay un cambio de gran magnitud, pensamos que después de la pandemia se reponía un orden y no, estamos de nuevo con una historia que se acelera, la invasión de Putin a Ucrania.
Lo primero y más obvio que podemos decir es que estamos ante alguien que quiebra las reglas. Está prohibido para el orden internacional que un país invada a otra nación soberana. Por la incomunicación, esta invasión sorprendió a todos. Los únicos dos países, y hay pruebas de esto, que presumieron que Putin podía tomar esta decisión fueron Estados Unidos e Israel, las dos únicas cancillerías que le ordenaron a sus embajadas que le recomendaran a sus nacionales evacuar Ucrania. Los países de la Unión Europea, en gran medida por recomendación de Francia, prefirieron demorar la medida, que recién se produjo cuando la invasión ya había comenzado.
Es un hecho muy difícil de manejar, primero porque el sistema internacional tiene fisuras en el diseño y una la estamos viendo: en el consejo de seguridad de la ONU, presidido por Rusia, Rusia veta las sanciones que quieren aplicarle países como Estados Unidos y Gran Bretaña. China se abstiene.
Hay otro problema que no se puede soslayar. Hablamos de una gran potencia nuclear. Es más, a medida que avanzaron las sanciones económicas, Putin hace relampaguear un ataque nuclear que tiene a toda Europa en vilo. Adicionalmente, estamos ante una autocracia y, del otro lado, democracias. El gran problema de las democracias, y hay un larguísimo debate académico sobre esto en Estados Unidos, es cómo justificar en una guerra las pérdidas de vida de los propios ciudadanos ante la opinión pública, como pasó con Vietnam. Este límite ahora está agudizado por lo que comentábamos al comienzo: los que gobiernan casi no representan a un país sino a facciones, porque las democracias están fisuradas por la polarización. Entonces hoy es muy difícil legitimar una acción bélica.
Esta es una pelea en la que se superponen distintos conflictos. Uno entre Rusia y Ucrania alimentado por la fantasía de Putin de reconstruir no la Unión Soviética, a la que critica por la creación de ese “Estado artificial” que es Ucrania, sino la Rusia de los zares a la que Ucrania perteneció a lo largo de casi toda su historia.
Hay un segundo conflicto entre Rusia y Occidente, donde Ucrania juega un papel importantísimo. Uno de los argumentos de Putin es “quieren integrarla a la OTAN, expandir ese organismo hasta los límites de mi país y ponerme misiles en la puerta de mi casa”. La misma prevención que llevó a Kennedy a una crisis cuando los rusos quisieron poner misiles en Cuba. Y hay un tercer problema, entre democracia y autoritarismo. Ucrania se democratizó y en ese proceso quiere ser otra república de Europa. Quiere integrar la OTAN y su pueblo lo dice y ahí aparece un límite, porque concretar esa meta es percibido por Rusia como una agresión.
Apareció en estos días un texto de la anterior crisis entre ambos países, la anexión de Crimea, de Henry Kissinger que, además de un gran actor de la política internacional y célebre funcionario de Estados Unidos, es historiador y dice “no hay que meterse con Ucrania”. Lamentablemente, los ucranianos van a tener que resignarse, nunca van a poder integrar la OTAN porque eso rompería un orden global sostenido en una paz que se basa en un “equilibrio de insatisfacciones”. La paz no es que todos estemos contentos, sino que estemos un poco insatisfechos, esto vale para el orden internacional y el interno, ahora que estamos buscando acuerdos por el tema del Fondo.
La cuestión es que esto produce una crisis humanitaria extraña, porque estamos viendo un éxodo de gente que se va de Ucrania en autos japoneses o trenes de alta velocidad. Adicionalmente presenciamos una cantidad de reacciones que están reconfigurando el orden internacional. Alemania rompe sus conducta abstencionista frente a un conflicto bélico, desde 1945, no ofrecía armas a un país en guerra, ahora le brinda armamentos a Ucrania. Es un cambio importantísimo en la historia de Europa, como el que se produjo en Suiza que, por primera vez en su historia, abandonó su neutralidad y embargó fondos rusos. Estados Unidos empieza a discutir su rearme y la reorganización de su sistema de defensa.
Empieza a haber un signo de interrogación sobre el equilibrio en Medio Oriente y esta es la razón por la cual Israel, que hasta ahora no había hablado, sale a ofrecer una mediación, porque a 40 kilómetros de su frontera están los tanques rusos manteniendo el orden en Siria. Es decir que hay un frente donde Rusia disputa con Occidente y otro donde es aliado.
En este contexto, se produce algo también muy novedoso que son sanciones a un país importante y en un mundo mucho más globalizado del que conocíamos hace 20 años. Esto está teniendo consecuencias que todavía no llegamos a dimensionar del todo. El país que está siendo sancionado es el segundo productor de gas del mundo, después de Estados Unidos y antes de Irán. Rusia exporta el 43% del gas que se consume a nivel mundial y, de ese total, el 73% se destina a Europa. Es además productor del 17% del petróleo que consume China y del 16% del gas. Esto quiere decir que la sanción a Rusia, la decisión de Europa de cortar la construcción de un gasoducto, las restricciones de su comercio y la misma política de Rusia de limitar el acceso a sus recursos naturales, ha producido un problema. Se ha desatado en los últimos días una subasta del gas disponible en el mundo con dos compradores, China y Europa. Y esto hizo que el precio del gas licuado, que se puede trasladar en barcos y no depende de un gasoducto, pase de US$8 el millón de BTUs a US$55. Es decir, estamos ante una crisis de similares dimensiones a la del petróleo de 1973, que produjo una reconfiguración general en el mundo.
Los europeos están preocupado por cómo van a producir energía eléctrica y cómo se van a calentar, a tal punto que una empresa occidental como Shell, que fue de las primeras en retirarse de Ucrania cuando sucedió la invasión, ahora dice “yo estoy comprando petróleo a Rusia y lo que gane con eso lo voy a donar a los ucranianos, pero no voy a dejar de refinar petróleo porque vamos a entrar en una crisis irresponsable”. Es decir que hay sanciones que vienen de rebote: Europa y Estados Unidos sancionan a Rusia y se autosancionan en ese acto por las consecuencias de este entramado económico. Esto lleva a que los “verdes”, que constituyen una de las ideologías más movilizantes del mundo, estén revisando sus conceptos y ahora algunos hasta quieren volver al carbón. ¿Cuál es el problema? Que muchas de las minas cerraron y no hay combustibles alternativos disponibles. Hoy cualquier forma de generación de energía, ya sea gas, petróleo, carbón o fuel oil, sube el precio por la escasez.
En este contexto, cambia el papel de China porque su gobierno, que no sancionó a Rusia en el consejo de seguridad, acaba de protestar contra las medidas económicas ejercidas por Occidente argumentando que va a llevar a una suba de precios. Además, Rusia le podría dar mucho más gas del que ya le envía si tuvieran terminado el gasoducto de 3500 kilómetros que están construyendo. Por eso muchos analistas del mercado energético internacional afirman que esta crisis va a durar mucho tiempo, hasta que haya una disponibilidad no solo de producto, sino de infraestructura para ofrecerle gas al mundo. Hay que mirar un detalle: tres semanas antes de la invasión a Ucrania, hubo un acuerdo entre Putin y Xi Jinping que fue comunicado como el encuentro idílico de dos líderes aliados. Esto es importante porque quiere decir que China no solo se asegura un proveedor, sino que Rusia se asegura un comprador que le de las divisas suficientes y que posiblemente le pueda tender otros puentes como, por ejemplo, integrarla en un sistema de pagos alternativo, luego de ser excluida de la plataforma occidental. China se convierte un poco en el administrador de la agresividad rusa, es el que puede decir “no te compro más, no te integro”. Esto es lo que está mirando una cancillería que está adquiriendo un nivel de hiperactividad llamativo, la de Japón, porque está en Oriente, frente a dos Estados agresivos que están cambiando el orden en Asia.
¿Qué consecuencias generales está trayendo esto? Seguramente habrá más inflación en el mundo. En Estados Unidos alcanzó el 7% en 2021 y, para este año, se calcula que superará el 10%. Es una locura para los estadounidenses y determina una gran interpelación para la Reserva Federal, que va a tener que subir las tasas de interés mucho más de lo que pensaba. Esto quiere decir que hay un efecto inflacionario y, al mismo tiempo, recesivo.
Además del gas, Rusia es un gran productor de fertilizantes y esto afecta a la Argentina enormemente de dos maneras: le presenta una gran oportunidad porque queda afuera un gran productor de hidrocarburos y el país tiene grandes reservas. Lamentablemente, no tenemos un régimen que lo haga rentable ni infraestructura. Pero si hoy la Argentina tuviera plantas de licuefacción y un gasoducto que conecte Vaca Muerta con los puertos, tendría una oportunidad histórica al igual que con la producción de fertilizantes. Nuestra torpeza, nuestra falta de visión, las peleas fratricidas hacen que no podamos aprovechar esta chance.
Todo esto nos conduce a que, en vez de ser algo positivo, sea negativo porque el millón de BTUs de gas que costaba US$8, el presupuesto del Gobierno para este año lo calculó en US$20 y ya está en US$55. Cada US$10 que aumenta el gas, el Gobierno tiene que hacer un esfuerzo con el Tesoro y el Banco Central de US$1600 millones.
Conclusión, acá hay un problema central con los subsidios. Y, como estos son, junto con las jubilaciones, el problema central de la fiscalidad argentina, el que acaba de destruir el acuerdo con el Fondo es Vladimir Putin. Ni Cristina, ni Alberto, ni la oposición, todo lo que se está discutiendo en el Congreso respecto de este pacto está escrito sobre el agua. Obviamente que hay que aprobarlo para evitar un problema de default. Pero los números sobre los cuales se construye la arquitectura fiscal que Martín Guzmán le presentó al Fondo han quedado atrasados siglos en una semana.
Esto nos lleva al cambio que estamos viviendo a nivel local. Un populismo que se quedó sin dólares y que tiene que arriar muchas banderas por necesidad y urgencia, porque no vieron bien el diagnóstico de qué país heredaban o de cómo estamos desde hace ya muchos años, porque esto no es un problema del Gobierno anterior. El kirchnerismo, que tiene un componente populista muy importante en la cabeza de Cristina tiene que resignarse ahora no al acuerdo con el Fondo (que es lo que más les duele) sino a hacer un programa económico que reconozca la restricción presupuestaria, que no se puede gastar demasiado de más de lo que entra, que eso que se gasta no se puede financiar con emisión, que tenemos un problema gigantesco para generar los dólares que necesitamos para vivir y que, por lo tanto, hay que reponer reservas y con este tipo de cambio no se logra, que la energía hay que pagarla, que el ahorro debe ser remunerado. Todo esto es una colección de criterios que le pega a la ideología económica que el kirchnerismo ha predicado durante mucho tiempo.
En el fondo, la necesidad de hacer este programa con o sin FMI termina siendo un homenaje a las ideas de la oposición. Para decirlo en términos dolorosos para el oficialismo, al mismo Macri. Esto es lo que lleva a algunas situaciones que hemos naturalizado en la política, pero que son rarísimas: que un líder de una coalición, que es el hijo de la que creó esa alianza y que preside el bloque de ese armado en Diputados, renuncie porque abiertamente dice “no estoy dispuesto a defender algo que se viene negociando hace dos años”. No es que se enteró ahora. Otra rareza: el ministro del Interior, Wado de Pedro, que es el responsable de conseguir los acuerdos para tener los votos en el Congreso, está en España en una reunión de telecomunicaciones y telefonía móvil. Se entiende que asiste porque es director de Telecom, del Grupo Clarín. Y en Madrid tuvo infinidad de reuniones: se entrevistó con Almodóvar, con su par en el gobierno español, con familias víctimas del franquismo, con argentinos que hacen política allá en la izquierda y también con una fracción de Podemos. Y dio una entrevista muy importante al diario El País, donde dijo que “la oposición no nos puede llevar a un nuevo 2001 negándose a un acuerdo en el Congreso”. ¿Debe deducirse que, para el ministro del Interior de este Gobierno, militante relevante de La Cámpora, Cristina o Máximo Kirchner nos llevan a un nuevo 2001 si se niegan a votar este acuerdo? ¿O solo son dañinos los no votos de Juntos por el Cambio? ¿Las abstenciones del oficialismo no nos llevan al mismo desenlace? Si De Pedro pensó bien este mensaje, le está hablando a Cristina y no a la oposición.
Puede ser que no lo haya pensado bien, porque en una de las reuniones que tuvo en Madrid, con un grupo de militantes de Más Madrid y también gente independiente que asistió, el ministro dijo que este es un Gobierno de “randazzistas sin Randazzo”. ¿De qué habla? Del grupo que en el año 2017 cuando, para la visión de Cristina, ella estaba sometida a lo que describe como el rigor persecutorio del Lawfare, armó una opción electoral para que ella perdiera en la provincia de Buenos Aires y no alcanzara los fueros. Esa fisura trabaja todavía hoy dentro del Gobierno, y a quién se refirió con nombre y apellido fue a sus dos compañeros de gabinete, Gabriel Katopodis y Juan Zabaleta. Del panorama oficial solo rescató a una figura: Sergio Massa. Dijo de él algo casi cómico: “está ayudando a reconstruir la burguesía nacional”. Un poquito más que le preguntaran y hablaba de los negocios que el exintendente de Tigre discute en el restaurante Roldán.
Hay una fisura en el Gobierno que se va a trasladar ahora al Congreso. Allí el oficialismo tiene 80 votos de 118 en Diputados para aprobar el acuerdo. La tarea ahora es lograr que Juntos por el Cambio y La Cámpora no voten de la misma manera. En la alianza opositora piden el pedido de autorización de endeudamiento, pero no el programa detallado para no quedar pegados al ajuste. O a un fracaso. Solo quieren aprobar el endeudamiento. Guzmán se resiste y en esa resistencia lo complica a Massa. Hoy la relación entre ambos no puede ser peor porque el ministro de Economía dice que el Fondo pide que le aprueben todo y en el Gobierno dicen que es Guzmán el que quiere que le aprueben su programa pensando en el premio Nobel.
En Juntos por el Cambio hay una dispersión y un dilema. Obviamente no quieren mandar al país al default, pero les cuesta muchísimo, al mismo tiempo, adherir a un Gobierno que los insulta. Hay amigos de Macri que piensan distinto y dicen “a nosotros nos convendría que se produzca una crisis, porque sería la forma de volver, pero sobre todo, de gobernar. Solo es gobernable este país y se pueden hacer las reformas necesarias después de una gran crisis”.
La posición de Macri no ha triunfado y casi todos se inclinan por la abstención. Al Gobierno le conviene esa abstención, que La Cámpora vote en contra y ellos a favor. El problema aparece en el Senado, porque según el reglamento, abstención es ausencia. Por lo tanto, para que haya quórum, Fernández tiene que conseguir que los senadores que responden a Cristina se sienten en las bancas y eventualmente voten a favor. Hoy está pasando algo tan raro como que un ministro del Interior se pasee por Europa mientras se está cocinando su Gobierno en el Congreso. El Presidente y la vice juntando votos cada uno por su lado en un bloque de senadores dividido. Esto abre una perspectiva de más largo plazo: ¿es posible que un Gobierno con esta crisis ancle después en una candidatura electoral o estamos ante dos proyectos electorales distintos? Uno de Alberto, y el otro, ¿de quién? ¿De Scioli que se está postulando y busca fondos de empresarios desde ahora? ¿De Perotti, que tiene una alianza con Cristina y podría ser el moderado que reemplace a Alberto? Obviamente Massa se postula para esto. ¿O no alcanza con todo esto y empieza a emerger en la cabeza de alguien la candidatura de Cristina para enfrentar a Alberto en 2023?
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