Argentina: La masacre en el comedor
Las bombas vietnamitas del tipo Claymore son un invento norteamericano que no solo matan personas y destruyen edificios: también están diseñadas para mutilar, cercenar, cortar los cuerpos, como una manera de sembrar un terror adicional entre los enemigos, sus simpatizantes, los neutrales y la sociedad en general.
Los montoneros usaron una bomba de ese tipo para destruir el Casino –que es como los policías llaman al comedor– de la Superintendencia de Seguridad Federal, en la calle Moreno 1417 del barrio porteño de Monserrat, a una cuadra del Departamento Central de Policía, seis del Congreso y diez de la Casa Rosada, el viernes 2 de julio de 1976 al mediodía, ya en plena dictadura.
Veintitrés personas murieron y otras ciento diez resultaron heridas, varias con secuelas muy graves por las mutilaciones provocadas por la onda expansiva, mientras comían los platos buenos, abundantes y baratos del comedor, que también estaba abierto a empleados de negocios y empresas del barrio.
Montoneros afirmaba que buscaba eliminar preferentemente al personal superior de la Policía Federal, en tanto “centro de gravedad” de la represión ilegal de la dictadura, pero de los 23 muertos solo dos eran oficiales y de muy baja graduación. Siete de las víctimas fatales ni siquiera cumplían tareas policiales: el encargado del comedor, el cajero, un mozo, un enfermero, un bombero, un suboficial retirado que estaba haciendo su changa de repartidor de pan y una empleada de la empresa estatal YPF. Hubo cinco mujeres entre los fallecidos.
Fue el atentado más sangriento de los 70 –una década plagada de muertes– pero también de la historia del país hasta el 18 de julio de 1994, cuando un coche bomba destruyó la AMIA y dejó ochenta y cinco víctimas fatales. Mató más que el ataque terrorista contra la embajada de Israel, de 1992. Y habría matado más aún si Montoneros hubiera logrado su propósito original de derribar todo el edificio.
Fuera de nuestras fronteras, continúa siendo el mayor atentado contra una dependencia policial en todo el mundo. Ninguna otra policía recibió un golpe así.
Desde un punto de vista estrictamente militar, el atentado fue una obra maestra del muy eficiente servicio de Inteligencia e Informaciones de Montoneros, y de la Secretaría Militar de la cúpula guerrillera, de la cual dependía en forma directa. Y una prueba de por qué Montoneros se había convertido el año anterior, en 1975, en la guerrilla urbana más poderosa en toda la historia de América Latina.
Todos los policías habían ido a comer alguna vez al Casino de Seguridad Federal; por lo tanto, todos se consideraron sobrevivientes de la masacre. Para ellos, fue una bisagra en sus vidas, ligadas fuertemente a “la institución”, las dos palabras que sus miembros siguen utilizando para referirse a la Policía Federal.
Además del dolor por la gran cantidad de muertos y heridos, para la Policía Federal –y para el gobierno militar, al cual estaba subordinado sin intermediarios–, fue una gran humillación: Montoneros había logrado penetrar en el edificio de Seguridad Federal, que era el núcleo duro del dispositivo organizado desde hacía una década y media para vigilar, infiltrar, controlar y reprimir a los grupos guerrilleros, no solo en la capital del país. Allí funcionaba la Dirección General de Inteligencia, uno de cuyos tres departamentos era Contrainteligencia, que fue burlada por “los subversivos”, como se les decía en aquellos años de plomo.
A pesar de todas esas características que lo vuelven un hecho periodístico único, es un atentado del que no se hablaba. No hubo –hasta ahora– ningún libro ni, mucho menos, un documental. En los aniversarios de la masacre del comedor policial, apenas aparece una noticia suelta en algunos diarios.
Salió sí el tema en todos los medios de comunicación cuando la Justicia –primero la jueza federal María Servini de Cubría en 2006 y luego la Corte Suprema en 2012– rechazó una denuncia contra los presuntos autores del atentado, entre ellos el exnúmero uno de Montoneros, Mario Eduardo Firmenich, “Pepe”, y el periodista Horacio Verbitsky, que fue miembro del aparato de Inteligencia e Informaciones de ese grupo guerrillero.
Todas las instancias judiciales coincidieron en que el ataque no debía ser ni siquiera investigado porque había pasado demasiado tiempo y, en consecuencia, estaba prescripto. No fue considerado un delito de lesa humanidad, como solicitaban los abogados de algunas de las víctimas del estrago, sino un delito común.
Y esa siguió siendo la interpretación de la Justicia cuando en noviembre de 2021 un grupo de abogados solicitó nuevamente que se castigara a sus autores (N de la R: el fallo de hoy de la Cámara Federal abre otra oportunidad de que se abra el caso).
Al finalizar este libro el ataque más sangriento de los 70 seguía sin haber sido investigado nunca por la Justicia: no lo fue durante la dictadura y tampoco desde el retorno a la democracia, el 10 de diciembre de 1983.
¿Por qué la bomba en el comedor policial, con veintitrés personas que murieron destrozadas por horribles heridas mientras almorzaban en el peor atentado de la historia hasta 1994 –por otro lado, una perfecta operación militar de Inteligencia– no interesaba a ningún periodista o historiador?
Creo que un libro como este no entra en el paradigma que todavía predomina en el abordaje de nuestra historia reciente por parte del periodismo y también de los historiadores. Masacre en el comedor nos habla de un hecho maldito, castigado, cancelado.
Desarrollé el tema de los paradigmas en la Introducción de mi libro Operación Traviata, a la cual remito. Solo enfatizaré aquí que, como decía el profesor Thomas S. Kuhn, el paradigma orienta a cada uno de los miembros de una comunidad en todo el sentido de la palabra: les señala cuáles hechos merecen ser investigados y cuáles no.
En el caso del paradigma todavía dominante sobre los 70, tan fomentado por el kirchnerismo, se trata de consolidar el relato sobre lo que pasó en aquella década: una lucha entre buenos y malos, entre militantes idealistas que encarnaban los verdaderos intereses del pueblo contra militares y policías armados por las oligarquías locales y sus mandantes del imperialismo estadounidense, con la complicidad de los monopolios periodísticos, los políticos corruptos, los sindicalistas traidores y la clase media colonizada.
En su versión más pura, el paradigma oficialista determina que conviene abundar en hechos y situaciones que ensalcen a los guerrilleros, transformándolos en defensores de la democracia y los derechos humanos; en fervientes luchadores contra la dictadura y el terrorismo de Estado. Nos indica básicamente que tenemos que escribir bien sobre los buenos y mal sobre los malos. Y que, si debemos elaborar un libro sobre un hecho polémico de las guerrillas –un secuestro, por ejemplo–, ocultemos algunas cuestiones que pongan en duda las virtudes esencialmente heroicas de aquella juventud maravillosa.
Ese paradigma nos señala, además, que no debemos referirnos a los pagos que pudieran haber recibido los guerrilleros o sus herederos en virtud de las cinco “leyes de reparación patrimonial para víctimas del terrorismo de Estado”, sancionadas por el Congreso desde 1994 –con el consenso de casi todos los legisladores– y de sentencias judiciales que ampliaron la interpretación de esas normas. Ni, mucho menos, a la llamativa ausencia de indemnizaciones, subsidios o pensiones graciables para las víctimas de los grupos guerrilleros, tanto en la dictadura como durante la democracia.
En Masacre en el comedor vuelve a repetirse ese patrón: los herederos de los autores del atentado cobraron las indemnizaciones previstas por esas leyes; los parientes de sus víctimas no recibieron ningún pago por haber sido eliminados por la guerrilla y eso que en la mayoría de los casos sufrieron un brusco deterioro en sus condiciones de vida.
Vemos en Masacre en el comedor un corte de clases que contradice el discurso de los revolucionarios setentistas: los guerrilleros que participaron en el ataque venían de familias más adineradas que sus víctimas, que integraban los sectores populares a los que Montoneros decía representar y buscaba redimir, en tanto víctimas de la explotación material y simbólica de la oligarquía y sus aliados. Una situación similar a la de “Operación Primicia”, el ataque de Montoneros a un cuartel en Formosa, en 1975. […]
Los autores
El autor material del ataque fue el agente José María Salgado, “Pepe”, un joven de clase media alta de Olivos, en el norte del Gran Buenos Aires; hijo de un abogado y sobrino de un general; excelente estudiante de Ingeniería Electrónica. Un “traidor” para los policías; un “héroe” para los montoneros.
“Pepe” Salgado nos muestra por qué un joven que lo tenía todo se vuelca primero al peronismo y luego a la lucha armada, y a los veintiún años decide matar a sangre fría a personas indefensas, a muchas de las cuales se las habrá cruzado en el comedor o en algún pasillo del Departamento Central de Policía, donde trabajaba.
Era uno de los activos más preciosos del servicio de Inteligencia e Informaciones, subordinado directamente a Rodolfo Walsh, un periodista y escritor de prestigio, muy conocido por el gran público, tanto que muchas modelos y celebrities de la época presumían que era su autor favorito en los almuerzos de Mirtha Legrand. Hoy, Walsh es una figura emblemática para tantos intelectuales y políticos.
A esta altura no llamará la atención que los años montoneros de Walsh hayan sido eludidos en forma sistemática en casi todos los numerosísimos ensayos y biografías que se le han ofrendado. Y cuando algún autor menciona su paso por Inteligencia, rápidamente aclara que no era el jefe ni nada por el estilo y que ese sector no era –de ningún modo– “la SIDE de los montoneros”.
Sin embargo, Walsh era el hombre clave de Inteligencia e Informaciones, cuyo rol fue asistir desde las sombras y el secreto –como cualquier aparato de su tipo– a la cúpula de la guerrilla de origen peronista en varias de sus operaciones de mayor relieve y crueldad, como la masacre en el comedor policial; el atentado mortal contra otro jefe de la Policía Federal, el comisario general Alberto Villar, en 1974, asesinado junto a su esposa, y el secuestro y el cautiverio de los empresarios Jorge y Juan Born, en 1974/75.
Era una de las áreas que mejor funcionaba en Montoneros, como admitían sus propios enemigos, siempre en relación directa con Horacio Mendizábal –Hernán era su nombre de guerra–, secretario Militar y nexo con el resto de la Conducción Nacional del grupo guerrillero, encabezada por “Pepe” Firmenich y Roberto Perdía, “Carlos” o “Pelado”.
“Esteban” era uno de los nombres de guerra de Walsh; tenía otros porque cumplía varias tareas en simultáneo. Creo que, precisamente, uno de los aportes de Masacre en el comedor es iluminar la figura de Walsh en la lucha armada de los 70: en mi opinión, fue la mente más lúcida y prolífica de la guerrilla argentina, no solo de Montoneros.
Porque “Esteban” Walsh también le dejó a la guerrilla un legado muy valioso: no solo fue el primero que encontró la palabra justa para definir a las víctimas de la dictadura: los desaparecidos, sino que se anticipó en la búsqueda de un número para simbolizar la represión ilegal: “15.000 desaparecidos”. Además, reveló a los guerrilleros y sus simpatizantes que “la guerra está perdida en el plano militar”, pero que podían volver a convertirse “en una alternativa de poder” si encaraban una nueva resistencia popular, esta vez arropados en “la bandera fundamental de los Derechos Humanos”.
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