A 50 años del caso Watergate, contado por sus protagonistas
Juntos conformaron una tríada legendaria. Pero los reporteros Bob Woodward y Carl Bernstein, y el director de The Washington Post, Ben Bradlee, apenas se conocían cuando dieron los primeros pasos de una investigación que con el correr de los meses les daría renombre mundial y llevaría a la caída de Richard Nixon, el único presidente que debió renunciar en la historia de Estados Unidos.
La trama comenzó hace, hoy, 50 años. Minutos después de la medianoche del 17 de junio de 1972, el guardia Frank Willis detectó que una cinta bloqueaba las cerraduras de algunas puertas del Watergate, un lujoso complejo de edificios ubicado sobre la ribera de Washington. Llamó a la policía, que minutos después detuvo a cinco personas dentro de las oficinas del Comité Demócrata. El resto es historia.
“Watergate comenzó un sábado y muchos de nuestros mejores periodistas no trabajaban ese día”, rememoró Bradlee ante LA NACION, en mayo de 2005. “Llegó la noticia y todos empezaron a pensar qué diablos había pasado allí, con gente metiéndose en las oficinas de los demócratas con guantes y micrófonos. El editor levantó la vista y lo que encontró fue a los periodistas más jóvenes, con menos trabajo. Woodward ya nos había impresionado con algunos artículos por su inteligencia y su esfuerzo. Bernstein era más tranquilo, siempre atento a lo que estaba pasando en la redacción. Y cuando vio a Woodward charlando con el editor, se acercó a ver qué pasaba y se sumó. Ellos sacaron la noticia para el fin de semana y la publicaron bien. Después encontraron en la agenda de uno de los ladrones ‘H. Hunt’ [por Howard Hunt] al lado de un teléfono de la Casa Blanca. Woodward discó y preguntó por él. Lo interesante es que no le dijeron que estaba equivocado, sino que no estaba allí y le ofrecieron el número donde podía ubicarlo. Lo llamó y le preguntó: ‘¿Qué está haciendo su nombre en la agenda del ladrón?’. Y la respuesta de Hunt fue: ‘Oh, Dios mío’. Y cortó. Todos dijimos entonces: ‘¿Qué fue eso?’ y los dejamos avanzar. Bernstein se encargó de trazar la ruta del dinero. ¿De dónde sacaron todo ese dinero los ladrones? Llegó hasta una cuenta bancaria en Miami, donde habían sido depositados por un recolector de fondos de la campaña republicana para reelegir a Nixon. Así que en cuestión de días habían vinculado ese pequeño robo al comité nacional republicano y a la campaña de Nixon”.
-¿Jamás pensó en pasarles la posta a los redactores más experimentados?-, le preguntó LA NACION, en su luminosa oficina repleta de fotos de su familia, de Katharine Graham, de sus amigos, de un par de medallas Pulitzer y de una caricatura de Nixon.
-No. ¡Jamás! Esos dos iban detrás de las noticias como desesperados. ¿Qué podían saber otros que ellos no supieran o no pudieran obtener? Ellos comenzaron a atraer muchísima atención por sí mismos con los artículos que publicaban. Llamaban y decían ‘Soy Woodward’ o ‘Soy Bernstein’ y del otro lado se sentía el cimbronazo.
Woodward, sin embargo, no se mostró tan seguro de eso cuando LA NACION lo entrevistó, en febrero de 2007, en su caserón de Georgetown, el bellísimo, histórico y más exclusivo barrio de la capital estadounidense. “Ayer cené con Bradlee, y, si le preguntás otra vez, quizá te diga que no está muy seguro de por qué lo hizo”, contó, entre risas. “Pero es cierto: ésa fue su actitud: ya estábamos trabajando en eso y encajábamos [con Bernstein] bien juntos”.
Los reporteros forjaron una relación tan sólida que pronto se los conoció como si fueran uno solo, con un apellido común a ambos: “Woodstein”. Esa relación perduró a lo largo de las décadas, aunque Bernstein se marchó del The Washington Post y la vida los llevó por caminos muy distintos.
“Nos hablamos todas las semanas, una o un par de veces”, contó Bernstein, cuando LA NACION lo entrevistó, también en 2007, al lanzar su libro sobre Hillary Clinton. Seco, por momentos brusco, Bernstein solo pareció distenderse al hablar de Woodward, con quien ganó un premio Pulitzer y al que incluyó en los agradecimientos. “Le di una de las primeras dos copias del libro. Usualmente así es como lo hacemos. Nos pasamos mutuamente nuestros libros, hablamos sobre ellos durante todo el proceso. Somos muy cercanos”, dijo.
Juntos, claro está, vivieron momentos durísimos, de esos que quiebran vínculos o los cimentan para siempre. Así fue con ellos, que eran jóvenes (Woodward tenía 29 años y Bernstein, 28) y decididos, pero que también debieron lidiar con el mito que se construyó alrededor de una de sus fuentes –la más importante- a la que aludían con el nombre de una película porno de la época: “Garganta profunda”.
Maceta con una banderita
Cuando Woodward necesitaba reunirse con esa fuente, corría de lugar unos metros una maceta con una banderita colorada que tenía en su balcón. Con ello le hacía saber que lo estaría esperando cerca de las 2 de la mañana del día siguiente en un garaje en Rosslyn, Virginia, al otro lado del río Potomac.
Camino a su encuentro secreto, Woodward cambiaba varias veces de taxi para despistar a cualquier persona que lo estuviera siguiendo. El último tramo lo hacía a pie. Por razones de seguridad, empleaba entre una y dos horas para hacer un recorrido que, en circunstancias normales, podría haber hecho en 10 o 15 minutos.
La fuente también recurría a un código secreto cuando quería reunirse con Woodward. Dibujaba un círculo en la página 20 del diario The New York Times que el periodista recibía en su domicilio. En la misma página, dibujaba unas agujas de reloj para comunicarle la hora de la entrevista.
¿Quién era “Gargante profunda”? El misterio solo se develó en junio de 2005, cuando el otrora número dos de la Oficina Federal de Investigaciones (FBI), Mark Felt, lo confesó a los 91 años y Woodward y Bernstein, lo confirmaron.
Viejo, con una salud deteriorada y con cierta amargura por el protagonismo que ganaron los periodistas -a su costa, según él-, el exagente del FBI dijo que haber contribuido a la caída de Nixon no lo enorgullecía. Lo consideraba “una deshonra” para su familia, que discrepó con él.
“Mark Felt era ‘Garganta profunda’ y nos ayudó inmensamente en nuestra cobertura de Watergate”, confirmaron Woodward y Bernstein. “Pero, como lo muestran otros documentos, muchas otras fuentes y funcionarios nos ayudaron a nosotros y a otros periodistas para los cientos de notas que fueron escritas en The Washington Post sobre Watergate”, remarcaron.
Apenas 10 días antes, Bradlee le había confirmado a LA NACION que la fuente era un hombre, que estaba vivo y que se exageraba su relevancia. “‘Garganta profunda’ fue invalorable, pero fue mucho menos específico de lo que la gente piensa”, dijo Bradlee, que falleció en 2014, a los 93 años. Para él, la dueña del The Washington Post, Katherine Graham, fue tanto o más relevante que Felt.
“Los editores teníamos una relación ejemplar con Katharine, que para entonces bajaba a la redacción cuatro o cinco veces por día para hablar conmigo, con el secretario general de redacción y con Woodward y Bernstein”, detalló, mucho antes de que una película protagonizada por Meryl Streep y Tom Hanks inmortalizara el vínculo entre ambos.
“‘Garganta profunda’ no les decía [a Woodward y Bernstein] qué buscar o dónde”, insistió. “No les decía vayan a tal esquina, al quinto piso, en la segunda oficina, en la primera mesa, en el tercer cajón hay información sensible. No. No les daba información específica. Les decía ‘rastreen el dinero’. Nos empujaba en la dirección correcta. Fue invalorable, pero menos específico de lo que la gente piensa. Y además siempre exigimos a Woodward y Bernstein que tuvieran otras fuentes que corroboraran cada pedazo de información. Luego de Watergate, cuando ambos se convirtieron en celebridades, hubo una movida en esta ciudad para embarrarlos, diciendo que ‘Garganta profunda’ era un invento. Entonces, recién entonces, sentí que yo debía saber quién era esa fuente porque se lo debía a la familia Graham, aunque los Graham nunca pidieron saber quién era. Fui con Woodward al parque acá enfrente y le dije que tenía que saberlo y me lo contó. Y no lo sabe ni mi esposa: solo yo, Woodward y su esposa, Bernstein, quizá su esposa, y la propia fuente. Nadie más”.
El impacto político
Las consecuencias de aquella investigación fueron amplísimas. Nixon debió abandonar la Casa Blanca el 9 de agosto de 1974, tras perder a sus últimos aliados en el Partido Republicano y comprobar que se encaminaba a un juicio político y a un proceso penal que ya había llevado a prisión a sus más estrechos colaboradores. Generaciones enteras de jóvenes se volcaron al periodismo, investido como “perro guardián” de las instituciones. Y la relación entre la prensa, el poder y la sociedad cambió para siempre. Para bien. Y para mal.
-¿Hay una diferencia entre lo que es ahora y cuando usted comenzó?-, le preguntó LA NACION a Woodward.
-Sí, porque ahora se vive con una impaciencia que crea una voracidad por el ahora. Nosotros pudimos trabajar en el caso Watergate durante semanas sin publicar, pero ahora, si tienes una historia, alguien te preguntará si puede subirla a Internet ¡en la próxima hora! Y eso significa que aumentan las chances de equivocarse y hay menos margen para profundizar.
-¿Cómo define entonces al periodismo?
-Es mi trabajo.
-¿Un ícono del periodismo como usted solo dirá que es su trabajo?
-¡Ah! [Se ríe.] ¡Pensé que estabas preguntando algo distinto! El periodismo es el sendero hacia la verdad. Creo que es una de las fortalezas de este país.
-Alguien dijo que el periodismo es la primera versión de la historia.
-Sí, fue Phil Graham [dueño del The Washington Post hasta su suicidio, en 1963] quien lo dijo. Es verdad. Y los libros son la segunda versión. Siempre pensé que si alguien viniera de Marte y pasara un año en Estados Unidos, diría que el mejor trabajo es el de los periodistas, porque se levantan cada mañana para responder a las preguntas “¿qué está ocurriendo?”, “¿por qué?”. Y, además, por definición, hacemos cosas que no son rutinarias, ni aburridas. Es la sensación de que cualquier cosa puede pasar.
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