¿Novelas policiales?
El País, Madrid
Confieso que me inquieté mucho cuando oí que Javier Cercas iba a escribir una novela policial. ¿Quién le mandaba a uno de los mejores escritores de nuestra lengua, después de haber escrito esas obras maestras que son, entre otros libros suyos, “Soldados de Salamina”, “Anatomía de un instante” y “El Impostor”, escribir una de esas novelitas que tienen más de adivinanza y cálculo que de literatura?
Pero después de haber leído los tres volúmenes de su última novela, y, sobre todo, el último, “El castillo de Barba Azul”, no tengo nada que objetar: el “autor” del crimen figura allí igual que en las novelas de Faulkner, como un simple pretexto, aunque la acción se desarrolle de una manera independiente al acertijo policial, o, mejor dicho, este está allí, luciéndose desde el principio de la historia, sin veladuras ni desvíos para quien quiera verlo. Y es, desde luego, una extraordinaria novedad que en una “novela policial” sean los propios policías los que cometan un delito para poner orden en una realidad que está corrompida muy a fondo, y que no tiene cómo volver a la legalidad sino alterándola y violentándola.
Las últimas cien o ciento cincuenta páginas de “El castillo de Barba Azul” son verdaderamente extraordinarias. Desde que se sabe que Carrasco tiene un plan minucioso para derrotar al millonario que ha montado un prostíbulo de señoritas que él y sus amigos han corrompido y destrozado, los lectores se olvidan de Cosette y solo se interesan en el plan, ideado por Carrasco, para hundir al poderoso y corrupto empresario. Y está tan bien llevada la historia que no hay que perder un instante en la conspiración hasta que esta termina. Y todavía se levanta una vez más la historia, a estas alturas de la novela, cuando Cosette sale de su lecho de enferma, e informa a su padre y a sus amigos policías, que ha decidido testimoniar ante el juez sobre las violencias que le infligieron, y que, luego, ha decidido ser gendarme, uno honrado y de grandes alcances, como fue su padre –que comenzó siendo policía y ha terminado de bibliotecario– y como son ellos todos: unos ciudadanos ejemplares. Se trata de una novela –una serie novelesca– que tiene algo de bálsamo, que nos consuela de las miserias que vemos a nuestro alrededor a cada instante.
Estuve pensando en los grandes escritores, luego de leer esta novela “policial” de Javier Cercas, y descubrí que casi todos ellos, empezando por Dickens y siguiendo por Hemingway y casi todos los que más me importan entre los modernos, aprovechan el género policial, aunque nadie se atrevería a colocarlos entre los autores típicos de este género, que, sin duda, nunca ha dejado de tener sus lectores y seguidores. Pero, y sigo en esto a uno de los grandes críticos de nuestra época, me refiero al norteamericano Edmund Wilson, nadie imaginaría a un William Faulkner entre los cultores del género “policial”, aunque en casi todas sus novelas el gran escritor sureño aprovecha, y de qué manera, lo más típico de las historias policiales.
¿En qué consiste este género? En que haya un asesinato y en descubrir –antes de que lo haga el autor– al gestor del crimen. Los niveles de sofisticación a que han llegado los autores de este género son muy elevados, desde luego, y no es extraño que recurran a los inventos más destructivos, elaborados y recientes, en sus invenciones, o que estas hayan determinado, todo puede suceder, que la industria del crimen haya aprovechado las novelas policiales para refinarse e imitar aquellas complicadas formas de producir la muerte de los enemigos. Podría ocurrir en México, donde en la realidad, más que en los libros, el arte de matar ha llegado a extremos indescriptibles. Sin embargo, hay un momento, que no es fácil de precisar, en que la novela policial deja de ser literatura y se convierte en otra cosa: en mera adivinanza.
¿Cuándo ocurre esto? Cuando identificar a el o a los asesinos es más importante que todo lo demás, es decir, a lo bien o mal escrita que está la novela, a la singularidad o la perfecta o imperfecta humanidad de los detectives o descubridores, la ciudad o el país donde ocurre, y, principalmente, el lenguaje en que la novela está escrita del que, por supuesto, depende todo en la literatura.
Los lectores de literatura saben perfectamente cuándo las novelas policiales dejan de ser “buena literatura” y el texto de la historia se convierte en otra cosa: en una adivinanza en el mejor de los casos, o, en el más sofisticado de ellos, en una historia aparte, en la que el crimen, o los crímenes, dejan de ser importantes y se convierten en un mero pretexto para ir creando la intriga policial. Esta intriga es la que, en última instancia, marca la diferencia entre una novelita policial y una obra literaria. Demás está decir que no hay equivalencia entre una y otra, porque la literatura puede cambiar la vida de las personas, y una novelita policial solo es capaz de entretener un rato a los lectores, o incluso pervertirlos, al extremo de que aquellas novelitas les obturen la asimilación de la verdadera literatura.
¿Hay una frontera rígidamente establecida entre la verdadera y la falsa literatura? Sí la hay, pero no para todos es la misma, y así como se puede establecer un mínimo común para los lectores de buena y auténtica literatura, sería posible, sin duda, determinar con un cierto grado de precisión entre los genuinos lectores de novelas policiales y los que, como el que esto escribe, nunca se han sentido colmados con esas historias, aunque estas, de hecho, sean capaces de exaltar la curiosidad o la necesidad de “querer saber” más de lo que se sabe, hasta detectar el nombre o la sociedad de los verdaderos asesinos.
Desde luego que hay diferencias entre uno y otro libro. Tanto que me atrevería a establecer un punto de desencuentro, y afirmar que, así como los escritores pueden aprovechar para referir sus historias, ingredientes típicos de la novela policial, estos, como hace Javier Cercas en su última novela, pueden perfectamente servirse de ingredientes o formas parciales de historias policiales, siempre que en sus escritos haya, además, otras cosas. Esa es tal vez la diferencia mayor: los escritores de novelas policiales no pueden alterar la disyuntiva esencial del género, el descubrimiento del o de los asesinos, sin que sus historias dejen de formar parte de ese género –la novela policial– y pasen a formar parte, para bien o para mal –generalmente es este último el más frecuente de los casos– de la literatura a secas. Y vaya las decepciones que suelen producir en los lectores estos casos, infrecuentes, en que una historia “policial” resulta mucho más que eso.
¿Qué une o distancia a estos géneros? Un verdadero mundo. En una novela “policial”, lo fundamental es descubrir al asesino y esto depende de la habilidad que la práctica corriente ha desarrollado en el lector, y las elucubraciones y complejidades de que se valen los autores para estimular la curiosidad de sus lectores, en tanto que en la literatura nunca será lo más importante identificar a un asesino, sino cambiar la vida de las gentes que leen, revelándoles la mayor complejidad del mundo real que ellos creían imaginar, o despertar ciertos apetitos o ansias en los lectores, que, a partir de esa novela, descubren un mundo nuevo, o una nueva manera de iniciarse en este mundo, enterados de sus complejidades o estructuras secretas, de las que sienten que en el futuro dependerán sus vidas. Leer a Dotoievski o a Flaubert no es leer a Conan Doyle, aunque los tres sean maestros eximios en el género que cultivan. Pero es el género el que establece las distancias, no los autores, que pueden ser los más grandes en esa especialidad.
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