Nunca presiones a alguien que no tiene nada que perder
Entiendo que todos los que nos encontramos en este espacio, que pretende ser de reflexión, intentamos todos los días encontrar explicaciones a este magro presente y respuestas que nos lleven a progresar.
Pero nos siento cansados, preguntándonos si vale la pena la batalla. ¿Para qué y para quién hago el esfuerzo? ¿Hay continuidad en el camino emprendido o el sistema nos lleva solo a ser especuladores de corto plazo?
Está el que te dice: “Tengo un negocio y no sé si comprarle al proveedor el doble de lo que necesito para cubrirme contra la suba de precios, o no convalidar esos precios y arriesgarme al desabastecimiento”.
Está el que te dice: “Prefiero no vender porque no sé si repongo la mercadería. Pero tengo que vender porque tengo que pagar el alquiler y los sueldos”.
Está el que te dice: “Prefiero no abrir el negocio porque no sé qué hacer”.
Y está el que sigue vendiendo sin pensar en la reposición de lo vendido, porque por lo menos junta plata.
Está el que se siente ante el debate moral de cumplir con un compromiso de entrega a un precio ya pactado, sabiendo que no va a poder reponer la mercadería, o trasladarle el problema a su cliente repactando el precio.
Pero el más complicado es quien se pregunta: ¿vale la pena? ¿Les dejo este lío a mis hijos o que mejor se dediquen a otra cosa?
Todos tienen diferentes estrategias, pero en todos hay un factor común: están cansados, porque manejar sin rumbo agota. Por eso, como me decía mi eterna bobe Ana: “Nunca presiones a alguien, y menos si este no tiene nada que perder”. Porque va a dejar de producir, de emplear, de invertir; en fin, va a dejar de ser contribuyente.
Cuenta la historia que dos chicos recibieron un pastel a cambio de un trabajo realizado y estaban tratando de ponerse de acuerdo sobre cómo dividirlo. Pero el hambre que tenían les hacía difícil negociar objetivamente. Una cosa llevó a la otra y, al poco tiempo, estaban embarcados en una feroz disputa que solucionó un vecino algo mayor.
Cuando ese vecino comprendió lo que ocurría les explicó que necesitaban un juez imparcial e inmediatamente adoptó ese papel. Tomó entonces un cuchillo y partió la torta en dos. Observó las mitades con aire dubitativo… concluyó que una de ellas era más grande que la otra… Con expresión de profesional experto se llevó la porción más grande a la boca y redujo uno de sus extremos de un mordisco.
Volvió a comparar las mitades, pero, ahora, le pareció que la otra tajada era de mayor dimensión. Sin dudarlo, le aplicó el mismo tratamiento que a la primera. Pero también esta vez la porción que antes era grande había pasado a ser demasiado chica. Los dos niños, que aún estaban enojados entre sí, vieron cómo sus mitades iban disminuyendo alternativamente hasta que quedó solo un tercio del pastel.
El vecino “imparcial” se comió tres cuartos de la torta y dejó solo un cuarto para los chicos. Eso sí, ahora las porciones eran iguales.
El lema dice que debemos ser iguales ante la ley, pero no iguales solo por una ley.
Así se comportan nuestros dirigentes, llevándose la mejor tajada, y cuando un tercero autoritario muerde parte de nuestra torta, nos quita algo más importante que un pedazo de torta. Nos quita el derecho a disfrutar de nuestro esfuerzo, el derecho a la propiedad privada, nos deja sin nuestra libertad de decisión y sin los incentivos correctos para agrandar la torta e invitar a más gente a compartirla.
El verdadero conflicto no es qué es lo mejor, sino quién debe decidir qué es lo mejor.
Nada es más improductivo para el desarrollo que la creencia de que el esfuerzo no será recompensado, y de que el mundo es un lugar solo para los depredadores y ventajeros.
La forma de maximizar la producción es maximizando los incentivos a la producción. Y la forma de hacerlo es a través del capitalismo, del sistema de propiedad privada y de libre mercado.
Nuestro “no” plan económico es una suma de medidas de corto plazo con beneficios efímeros, pero con graves y recurrentes secuelas en el largo plazo. En la lucha desesperada por no perder sus puestos de poder, nos hacen promesas imposibles de cumplir. Y van ganando tiempo.
El “no” plan de gobierno se convirtió solo en medidas de restricciones y limitaciones que invitan cada vez más a producir menos.
En una economía que funciona y crece los márgenes son pequeños y la eficiencia es la clave, suben los volúmenes de producción y el empleo. Se progresa. En una economía desigual lo que aumenta son los márgenes de intermediación, baja el volumen de producción y aumenta el desempleo. Solo muy pocos progresan y el público paga el costo de esa intermediación.
En fin, el aumento de los márgenes, ya sea por inclusión de más intermediarios o de comités burocráticos de seguimiento, ya sea por mayor percepción de riesgo, genera un aumento de costos, una pérdida de competitividad, una inconsistencia en la formación de precios. Mientras esto suceda, los mercados serán imperfectos y tendrán ventaja solo aquellos que tengan mucho dinero o pocos escrúpulos.
Si es verdad que estamos en presencia de un dólar de equilibrio, ¿por qué cada vez ponen más trabas al que consume con tarjeta en el exterior o al que importa bienes o servicios?
¿Por qué, si está tan mal endeudarse, siguen tomando deuda?
¿Por qué, si tenemos crecimiento, renuncian los funcionarios y nadie quiere asumir un cargo?
Cuando se vive de un relato se pierde la credibilidad y es ahí que, si alguien te tiene que aclarar que no te va a robar, es que pensó en hacerlo. Cuando alguien tiene que aclarar que no piensa devaluar es que lo está haciendo. Cuando alguien tiene que aclarar que no va a ajustar es que ya está licuando el salario y las jubilaciones.
La reputación se mide por lo que se hace, no por lo que se dice. El prestigio vale mucho más que cualquier suma de dinero.
Crear una empresa, emprender un nuevo proyecto, lo puede hacer cualquiera, solo se necesita algo de dinero y algo de coraje. Pero perdurar y trascender en el tiempo es otra cosa. El prestigio no se compra ni se vende, se construye con el tiempo y representa la mejor llave para abrir las puertas que nos presenta el destino. Sea para administrar una empresa o para gestionar un gobierno.
Los ciclos, generalmente, se repiten: se pierde el crédito y la reputación por incumplimiento del pago de deudas y la moneda se deprecia. Los ciudadanos se sacan los pesos de encima confundiendo ahorro con consumo; entonces, aumenta la demanda de bienes a una velocidad que no alcanza la capacidad productiva para abastecerla. Creen que la economía está creciendo pero, en realidad, se está descapitalizando.
Por la falta de crédito, más las limitaciones en las importaciones de suministros y viejos pleitos con sus ex empleados, las empresas prefieren no aumentar la producción y suben los precios. Muchas deciden frenar ventas y guardar productos en stock, ya que la mercadería actúa como refugio de valor. Esa constante suba de precios debilita el poder adquisitivo de los ciudadanos. Entonces, ¿qué? Viene la recesión, se caen las ventas y las empresas no saben qué hacer con ese stock acumulado de los productos.
No es bueno presionar tanto al que produce. El agricultor, el productor o el fabricante no pueden vivir sin ganancias, contemplando el riesgo asumido, como tampoco lo puede hacer un trabajador sin un salario digno.
Amigos, vamos a salir adelante cuando los protagonistas de nuestro país sean quienes arriesgan su tiempo, su capital y su talento produciendo bienes y servicios para ganar dinero y para mejorar la calidad de vida del prójimo.
- 23 de julio, 2015
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