En defensa de la especulación I
Para intentar ser más claro todavía. Tomemos como ejemplo una apuesta en el casino en la que introduciremos una modificación para resaltar el concepto que quiero argumentar Imaginemos que nuestro casino está en una comunidad agrícola donde no existe el dinero, y la moneda de cambio en este casino son las tierras y los productos agrícolas. Las apuestas consisten en partidas de póker, y vamos a distinguir distintos tipos de participante: El propio casino que cobra una comisión a cada participante por organizar la partida y los jugadores de póker profesionales por un lado, y por el otro los jugadores no profesionales.
Dentro de los jugadores no profesionales estarían los jugadores recreativos, que apuestan pequeñas cantidades ocasionalmente por diversión como una actividad de consumo, dando inicialmente por perdida la cantidad a apostar. Y por otro lado tenemos los ludópatas, que son jugadores no profesionales que apuestan grandes cantidades sin el debido conocimiento ni control, y por impulsos emocionales.
La pregunta que nos vamos a hacer es de entre todos estos actores, ¿En qué manos estarán mejor cuidadas las tierras que se pongan en juego? ¿En las manos del profesional organizado y metódico, en las del jugador al que no le importa demasiado consumirlas, o en las del ludópata?
Yo voto claramente por la diligencia de los profesionales, sea el casino o el jugador profesional. Incluso si el ludópata es infinitamente mejor agricultor que el profesional, el profesional podría contratar al ludópata para trabajar las tierras. En ese caso el profesional pasaría a tener una relación con el ludópata que iría más allá del mero interés por desplumarlo cuando vaya al casino a jugarse la nómina. No le interesa que el ludópata se desestabilice demasiado emocionalmente de manera que ya no cuide bien las tierras, pues la actividad de compra venta de tierras no es solo el sustento del profesional, también son su herramienta de trabajo o capital esencial. Por tanto, el profesional podría estar incentivado a reconducir y controlar los impulsos del ludópata.
Y en el caso del jugador recreativo prudente es más claro si cabe, tanto desde un punto de vista económico como moral, pues aquí estamos hablando de una entrega de riqueza totalmente voluntaria y cabal.
La riqueza entendida como capital capaz de generar riqueza adicional es el pilar central y crucial del desarrollo económico, y la riqueza tiene un carácter subjetivo. Es decir, una cosa no es riqueza en sí misma, pues su valor depende de quien posea dicha cosa. La misma tierra y herramientas de labranza no generan la misma riqueza en mis manos que en las de un agricultor experimentado. Si de mi trabajo directo en esas tierras dependiera el alimento de una comunidad, me temo que estarían en grave peligro de desnutrición. Y esto es así por mucho que el resto de la comunidad tenga riquezas de sobra para entregarme a cambio de alimentos (ropa, calzado, casas). Daría igual, ¡No hay alimentos que obtener a cambio! Fijémonos lo grave que puede llegar a ser que la riqueza no esté correctamente asignada a quien mejor puede aprovecharla.
Pues bien, si sustituimos las tierras por dinero y la partida de póker por cualquier actividad de comercio, el razonamiento es exactamente el mismo. El comercio no solo tiene el propósito de hacer llegar los bienes de consumo a los consumidores finales, también tiene el propósito de potenciar el comercio en sí mismo (esta es la función de los intermediarios que no consumen los bienes que adquieren), y también tiene el propósito de reasignar la posesión de la riqueza.
Y quizá la palabra “propósito” en esta última frase no es la más adecuada, porque esa reasignación no es una actividad intencionada más allá de buscar el beneficio propio. Pero la competencia por buscar el beneficio sí que tiene la consecuencia a largo plazo de ir ubicando la riqueza en las manos adecuadas.
Cuanto más evolucionada y próspera es una economía, cuanta más riqueza hay en juego, más importantes y de mayor volumen son los “casinos”. Y es muy positivo que así sea. En un análisis superficial lo que observamos es el interés del especulador por lucrarse, cosa que además es irrefutable. También apreciamos que muchos intercambios son aparentemente inútiles y parecen encarecer los productos, que no añaden valor “físico” a los bienes pues no los transforman en absoluto, y que no parecen tener relación directa con facilitar el consumo.
Para complicar aún más el asunto, los intermediarios de riqueza no se limitan a las personas o entidades, también hay cosas cuya utilidad principal o única es la intermediación. Tal es el caso del dinero y los instrumentos financieros como las letras, los bonos o las acciones.
Especuladores especulando con artilugios “inútiles” que solo sirven para ser atesorados, comprados o vendidos. ¡Juegos de suma cero! ¡Vade retro! ¡Inmoral!
Sin embargo, lo que no se ve, lo que olvidamos, es el carácter subjetivo de la riqueza. Que la riqueza no es la misma en manos de un sujeto que en manos de otro. Ni siquiera es la misma para el mismo sujeto en el presente que en el futuro. Lo que nos sobra hoy puede ser más valioso en nuestra jubilación cuando nuestra capacidad de generar riqueza sea menor. Ningún intercambio es un juego de suma cero porque la magnitud de la riqueza no son las cantidades físicas sino el valor. Las mismas dos fichas de casino que yo ya doy por perdidas cuando voy a jugar al póker como entretenimiento y que gana el jugador profesional, valen más en manos de él que en las mías.
Y sin ninguna duda, el colmo de la actividad de intercambio y de la especulación son los mercados organizados para negociar instrumentos financieros, muy especialmente los instrumentos destinados a los intercambios a largo plazo, que de una manera descentralizada y dinámica cumplen la importantísima función, entre otras, de reasignar continuamente la riqueza en el espacio y en el tiempo.
Limitarse a observar las cantidades físicas olvidando que la magnitud de la riqueza es el valor, y que el valor es subjetivo, en el sentido que puede ser menor o mayor dependiendo del sujeto que administre la riqueza, se acerca más al análisis físico o fisiológico que al análisis económico. Citando a Carl Menger:
Todo intercambio económico de bienes produce en la situación económica de los contratantes el mismo efecto que si la posesión de cada uno de ellos se viera enriquecida con un nuevo objeto y, por consiguiente, este intercambio no es menos productivo que la actividad industrial o la agrícola.
Cuando nos digan que tal cosa no tiene “valor intrínseco”, o que cual cosa es “especulativa”, o que aquello no es más que una burbuja o un décimo de lotería, recordemos al gran Bastiat y veamos más allá de la evidente búsqueda del lucro individual. Parémonos a pensar cuales son las consecuencias ocultas de toda esa actividad que de manera precipitada muchos tachan de inútil y autodestructiva.
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