Javier Marías o la pertinacia de incomodar
¡Ay, amigo, la soledad en que vivimos…! La soledad en que nos han puesto. Porque esa otra gente, la que estorba todo concierto, sabe más que la gente de talento.
Miguel de Unamuno
En 1956, Julián Marías publicó El intelectual y su mundo. Entre otras reflexiones valiosas, destacó que quienes aspirasen a tener esa condición debían intentar decir la verdad y, además, justificarla. Ya entonces, como pasa hoy, vivíamos en tiempos signados por el irracionalismo. La regla no era detenerse a pensar antes de hablar, sino precipitarse y lanzar apreciaciones sin rigor. Los intelectuales debían colocarse frente a este panorama, observando falencias sociales, cuestionando las falsedades, la hipocresía mayoritaria, el despropósito de los que asumen funciones gubernamentales: les correspondía hacer uso público de la razón crítica. No interesaba su impopularidad, puesto que las adhesiones a una idea nunca garantizaron su acierto. Es más, les incumbía la reacción contra el conformismo en sus variadas formas. Sentirse a gusto con todo lo que sucede a su alrededor sería síntoma de una traición o impostura.
Las virtudes que distinguieron a Javier Marías como novelista son tan conocidas cuanto contundentes. Desde Los dominios del lobo hasta Tomás Nevinson, su ejercicio de la literatura en ese género ha despertado legítimos elogios. Asimismo, si cabe pensar en sus atributos positivos, no se debe relegar el deseo de dar a conocer lo hecho por otros autores, y no sólo como traductor. Tenemos su cruzada del Reino de Redonda, editorial que ha servido para salvar del olvido a literatos sin destino propicio. Con todo, lo que ahora me interesa es resaltar su papel de intelectual. Aludo a su faceta de columnista, pues, cada domingo, desde 2003, en «La zona fantasma», escribía lúcidamente para tocar diversos asuntos. Sus textos exponían un espíritu disconforme, tal como quería don Julián, renuente a sumarse al tropel, descontentadizo sin remedio. Evoquemos algunas de sus observaciones.
En 2019, nuestro autor escribió «Contra la susceptibilidad». Cuestionó que el mundo estuviese plagado de personas quisquillosas, gente con una sensibilidad superlativa. El mayor problema no era que tales sujetos se sintieran afectados por cualquier nimiedad, lo cual ya es negativo, sino su pretensión de obligarnos a coincidir con ellos. Prácticamente, tocaba que cualquiera de sus aversiones, pavores o caprichos, aun cuando resultasen harto absurdos, fuese respaldado sin ninguna reserva. Por supuesto, no existe un "derecho a sentirse ofendido", como anotaba Marías. Además, creer que podemos evitar toda molestia del prójimo con nuestras acciones, incluyendo las artísticas, es ilusorio. La gente es tan diversa que, por mucho esfuerzo hecho al respecto, nunca faltarán individuos con miradas todavía más exquisitas. Desde luego, no importan las probabilidades de ofender con palabras o imágenes; nada justificaría el silencio por temor a esos excesos del sinsentido.
El delirio es tal que se ha llegado al punto de pretender condenarnos sin haber cometido ninguna falta. Ocurre que, como se indica en «Ampliación infinita del pecado original» (2018), nuestra época nos impone la carga de generaciones pasadas. De este modo, si uno es blanco, debe sentirse responsable del esclavismo. En caso de ser europeo, conviene disculparse por la colonización. Siendo rico, por dar otro ejemplo, queda bajar la mirada debido a la explotación pretérita del semejante. Mientras tanto, los que piden nuestra expiación evitan pensar en sus propias responsabilidades. Porque, al margen de que sus colectividades hayan sufrido injusticias, ningún pasado sirve para predestinar a nadie. Cada uno debería ser ponderado por sus méritos e insuficiencias, aunque tal vez habría que preguntarse si cualquiera puede convertirse en su juzgador, peor aún cuando éste contribuye a desgraciar nuestra convivencia. Pasa que, en diferentes sociedades, esos sujetos con deseos de sancionarnos son funestos cuando llegan tiempos electorales: se creen superiores, pero votan por patanes.
No se niega que lo hecho por quienes nos antecedieron en este mundo haya sido parcialmente sombrío, hasta monstruoso, como sucedió con los campos de concentración. Sin embargo, plantear que, resumiéndolo, no existe nada rescatable en otros tiempos es una imbecilidad. Es lo que Javier Marías enseña cuando escribe «En favor del pasado» (2015). Para un literato, pongamos por caso, los grandes autores que lo precedieron le sirven, no digamos como un modelo a seguir, sino para contemplar el magnífico nivel al cual puede llegar su arte. Esa genialidad, ese trabajo puesto para forjar una obra maestra merece admiración, y no desprecio. Alegar que nuestra época es asaz distinta de otras, por lo cual todo lo expresado antes ha quedado desfasado, refleja una palmaria necedad. Por cierto, el respeto al pasado tiene que ver también con evitar caer en las tentaciones de su tergiversación. Acontece que, como lo señala en «Nos complace esta ficción» (2018), hay quienes se ocupan de revisar la historia para sustentar invenciones regionalistas, nacionalistas, religiosas o laicas. Lo peor es que jamás faltan los crédulos ni, menos aún, la intelectualidad barata y siempre dispuesta a sustentar cualquier absurdo.
Tras diez años de su primera columna en El País Semanal, nuestro autor compuso «Piel de rinoceronte o desdén» (2013). Era un momento adecuado para evaluar si pensar a contrapelo había valido la pena. Infelizmente, los trastornos que había advertido, aquel conjunto de tonterías sobre las cuales tuvo su pluma en ristre, no desaparecían; por lo contrario, se repetían sin gran demora. Esta suerte de eterno retorno le producía cierta desazón. Es que, aunque no lo parecía, él criticaba con la esperanza de que nuestra realidad mejorase. Claro, como pasaba el tiempo y los males no cesaban, se podía inferir la inutilidad de su oficio. No obstante, casi una década después de tal autocrítica, él continuaba con su cruzada. Quizá, en el fondo, había todavía un tenue optimismo, pues tampoco es que todo haya sido para peor. O, pensándolo más, tal vez haya seguido con sus embates dominicales porque no podía abstenerse de dejar constancia del rechazo que le producían tantas miserias y pamplinas. Era parte de su esencia, incomodar sin claudicar, una función necesaria para cualquier sociedad que aspire a ser cada vez menos corrupta, frívola, mojigata o chabacana.
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