Hacia una teología de la libertad económica
Aquellos libros que más a menudo han influido en los hombres —los escritos polémicos de los teólogos y las especulaciones políticas de filósofos y hombres de Estado— raramente poseen esa clase de mérito que asegura el renombre.
Lord Acton
En 2023, el ejercicio del papado por parte de Jorge Bergoglio cumplirá diez años. No ha sido un tiempo de grandes transformaciones en la Iglesia católica, tal como algunos suponían o, es más, deseaban con su llegada. En muchos casos, los cambios se han limitado a lo estrictamente discursivo, procurando, eso sí, que se adopten ciertas posturas de relevancia social. Recordemos desde su invitación a los jóvenes para que se movilicen hasta las diversas intervenciones en donde ha repudiado la riqueza y el mercado. Hace pocos meses, por ejemplo, atacó al capitalismo, pues, según él, es un sistema que no ama a los pobres. Esas críticas ponen en evidencia una sentida insatisfacción. No es el primero que lo hace. Ya en la década de los 70, siglo XX, hubo teólogos que procuraron conciliar cristianismo con socialismo. Con todo, el catolicismo tiene también otros caminos.
Entre 1526 y 1617, la historia del pensamiento registra un fenómeno para nada menor. Me refiero a la Escuela de Salamanca, nombre con el cual se conoce a un grupo de teólogos que reflexionaron sobre distintos temas, incluyendo cuestiones políticas y económicas, defendiendo posiciones sensatas. Aunque suene raro para los que se han acostumbrado a escuchar cómo, en síntesis, el demonio tiene cara de rico, esa corriente planteaba una línea diferente. Basados en el ideario de santo Tomás, propugnaban la propiedad, el libre comercio, los gastos moderados, entre otras medidas razonables. Por fortuna, hace algunos años, en 1986, Alejandro A. Chafuen, una meritoria voz del liberalismo de nuestros días, publicó un libro que expuso estos aportes teóricos: Economía y ética. Raíces cristianas de la economía de libre mercado. Jamás será inútil recordar la lucidez de esos pensadores.
Apelando a textos bíblicos y, además, al pensamiento lógico, aquellos teólogos reivindicaron la propiedad privada. Luis de Molina, verbigracia, señalaba que las tierras en común eran mal cultivadas y peor administradas. Porque lo que pertenece a todos nunca recibe el mejor trato. Domingo de Soto, por su lado, escribió en pro del derecho natural a donar o transferir las cosas que, legalmente, uno posee. Las restricciones en este ámbito, por consiguiente, debían ser objeto de cuestionamiento. Subrayo que, en el aludido movimiento intelectual, hubo hasta reflexiones contra la propiedad pública de los recursos naturales. Por desgracia, en América Latina, prevaleció la insensatez de que tales bienes, sin importar dónde se encuentren, no tienen como dueño sino al Estado. Nada favorable ha traído consigo esta política estatista-extractivista.
Como no querían la supresión del Estado, pensaron en el mejoramiento de las actividades gubernamentales. En esta materia, Fernández de Navarrete asoció los abusos cometidos por gobernantes con sus gastos excesivos, pues debían recurrir a la violencia para rellenar las arcas que habían usado sin prudencia. Por cierto, sobre las innecesarias erogaciones, se destacó entonces la exagerada carga de cortesanos, mal que no ha perdido vigencia. En contra de lo que debería resultar elemental, la burocracia es un problema que no parece tener fin. Es verdad que ya no hay vasallos, pero sí tenemos gente dispuesta a ofrecer servidumbre por un puesto en el casillero administrativo. Frente a ellos, invocar la dignidad o, como se hizo en el escolasticismo tardío, lo importante que es tener una conducta ética no conmueve para nada. Pese a esto, desde el medioevo hasta hoy, hacerlo sigue valiendo la pena.
El autor es escritor, filósofo y abogado.
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