Del complejo de civilizadores
Sería demasiado largo enumerar todos los males de la soberbia, puesto que los soberbios están sometidos a todos los afectos, aunque a ninguno menos que a los afectos de amor y de misericordia.
Baruch Spinoza
Hay quienes creen que, con ellos, una sociedad comienza recién a dejar el estadio de salvajismo o barbarie. Suponen que son los únicos capaces de iluminar al prójimo. No importa que, en reiteradas ocasiones, alguien les haya hecho notar esa equivocación, señalando a otros con iguales o superiores conocimientos. No, para esa gente, llegada de sitios distantes, cualquier expresión local es una miseria del peor tipo. Nadie puede colocarse a su altura, sino únicamente ocupar un puesto inferior. Desde su punto de vista, el mayor mérito sería convertirse en discípulo suyo. Tal como pasaba con Platón, que agradecía a los dioses por haber conocido al gran Sócrates, todos deberíamos festejar su presencia entre nosotros. Al final, según estos individuos, bajaron del Olimpo para desasnarnos. El problema es que, viéndolo bien, su aportación resulta criticable.
En considerables casos, los que, con soberbia, arriban a comarcas ajenas alimentan una lamentable tradición: la charlatanería. No descarto que, formalmente, cuenten con títulos y aun obras bien logradas; la observación pasa por su pretensión de infalibilidad. En este sentido, lo que dicen no tiene vuelta de hoja. Más que especialistas, son oráculos a los que debemos acudir para orientar nuestras acciones. Desde su pedestal, cabe mirar hacia abajo e indicar qué hacer. Olviden la posibilidad de dialogar o discutir; como nunca fallan, hacerlo sería innecesario. Lo curioso es que, aunque, en principio, se reivindican como expertos, sienten el impulso de hablar sobre cualquier tema. Claro que es compatible con su convicción más profunda. Si entienden que han llegado a un sitio en donde todo está por hacer, pueden asumirse cargas adicionales. Se las aceptará hasta con gusto. La vanidad desempeña aquí un papel significativo.
Este fenómeno al cual aludo se suele dar en el campo de la cultura. No me refiero a los que, con modestia, buscan contribuir al mejoramiento de la realidad. Sus aportes, mejor todavía si son críticos, deben ser apreciados. El punto es que hay quienes se pronuncian desde una perspectiva marcada sustancialmente por sus prejuicios. Ni siquiera se preocupan por investigar si, en efecto, nadie intentó hacer algo como ellos. Creen que están frente a una selva o desierto, como lo prefieran. Por consiguiente, nadie sabría aquí escribir, pintar, esculpir, pensar o hasta construir. Y no se trata, por cierto, de caer en el despropósito del elogio infundado. La observación gira en torno al total desinterés por saber cómo se ha lidiado con esas mismas inquietudes del espíritu. Para estas elevadas personas, nada de lo hecho antes merece su beneplácito. No hay que destinar, por tanto, tiempo para conocerlo.
La premisa es clara. Ellos nos tienen que enseñar a vivir y, más aún, convivir. Eso sí, con una particularidad que no resulta menor: sin consentir ninguna crítica. Se cree que hay sólo menores de edad, sujetos sin juicio propio ni esfuerzo reflexivo, esperando su guía. Además, por supuesto, se debe contribuir a su celebración. Por si hubiera dudas, remarco que no tengo ningún interés de exaltar lo propio, abonar nacionalismos, estimular actitudes regionalistas. Lo que fastidia es toparse con gente despreciativa. Hemos quedado muy lejos de los que, como Tocqueville, en Estados Unidos, o Voltaire, cuando compuso sus famosas cartas inglesas, observaban y meditaban, dejando para después la crítica. Impera otra lógica. La desgracia es que muchos incautos caen en esa estafa y optan por divinizarlos.
El autor es escritor, filósofo y abogado.
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