El triunfo de la Argentina global, abierta y universal
La selección ganó el Mundial; Argentina está en el techo del mundo futbolero. Los jugadores lo hicieron fantástico, una maravillosa combinación de talento y organización, táctica e inventiva: aplausos. ¡Y qué entrenador! Triunfo deportivo, el Mundial es también un triunfo moral. Hasta aquí, todos de acuerdo, supongo.
Sin embargo, como en este momento ser menos que triunfalista suena a aguafiestas, me curaré en salud: hablo por envidia, no me hagan caso. ¡Mi equipo nacional, la “nazionale” italiana, ni siquiera clasificó para el Mundial! Borrada del mapa. Además lo admito: adicto a la adrenalina del baloncesto, el fútbol me resulta un poco soporífero. Una herejía, me doy cuenta. En definitiva, me manejo mejor con Ginóbili que con Messi.
Aclarado esto, algunas consideraciones. La primera, la más banal: cuanto más popular sea un deporte, más impacto político tendrá, cuanto más simple, más impacto social, cuanto más “nacional”, más impacto ideológico y simbólico.
Por eso la historia del deporte ha sido siempre historia política y fenómeno cultural. De nada sirve elevar hipócritas lamentaciones al cielo, estar tiesos como ajo, escandalizados por el pan y circo. Así va el mundo: de hecho la historia del deporte de masas, y el fútbol es el más simple y masivo de todos, viaja de la mano de la historia del nacionalismo. Y el nacionalismo es a la vez inclusivo y exclusivo, adhesivo y corrosivo. Por cierto, no es escuela de pluralismo y tolerancia.
Digo esto porque veo que los humos del entusiasmo conjuran fantasmas antiguos. Fantasmas tóxicos aunque tengan ropa chillona y poses exuberantes. Aquí está la retórica del país “unido por la pelota”, de los éxitos deportivos que recrean el “espíritu de comunidad”, de la selección como modelo de solidaridad y armonía, del elixir que reparará la grieta. ¿Inevitable? Tal vez. ¿Inofensivo? No creo.
Espero equivocarme, pero veo en eso los síntomas de un antiguo síndrome unanimista, de una peligrosa obsesión identitaria, de la eterna y patológica búsqueda del “ser nacional”. De ahí la frenética oscilación de la depresión del Mundial de Asado a la exaltación del Mundial de Fútbol, ridícula la primera, exagerada la segunda.
¿De qué unidad hablamos? ¿No se podrá alegrarse sin incomodar a Dios y a la patria? Ganó la selección de fútbol argentina, no “Argentina”. Las naciones no son “esencias”, no tienen “almas”, no juegan al fútbol: ¿o no nos bastan las tragedias causadas por ideas similares? Guste o no, cada uno celebra el triunfo a medida de su país imaginado.
Si realmente se quiere cerrar la grieta, ¡se tendrá al menos que entender su orígen! Confiar en el poder taumatúrgico de un milagro futbolero es tan grotesco como dañino, por que la grieta nace precisamente de la ilusión de “ser uno”. Si todos aceptaran ser igualmente pueblo y nación, si nadie pretendiera detener el monopolio de ninguna identidad, la grieta sería un foso insignificante.
La segunda, breve consideración, es hija de la primera. Si el triunfo deportivo alimenta la borrachera nacionalista y si la borrachera nacionalista produce el sueño recurrente de ser “ein volk, ein reich” (un pueblo, una nación), ¿debemos esperar también la coronación de “ein führer” (un líder)?
Dado que el único sospechoso de interpretar el rol es Lionel Messi, estaría tranquilo, lo tomaría en broma: no creo que tenga el “physique du rôle”, ni la ambición de jugarlo. ¡Aunque, atención a las metamorfosis, la tentación de sentirse Dios si “el pueblo” te trata como Dios debe ser casi irresistible! ¿Quién sabe si desde hoy se podrá todavía bromear, debatir, objetar sobre Messi? ¿O si llegará a ser objeto como otros ídolos antes que él de un culto intolerante en el panteón de la patria?
El proceso de beatificación ya está en marcha, la construcción del nuevo mito nacional popular es una obra abierta en la que trabajan enteros ejércitos de celosos obreros. “Desgraciado el país que necesita héroes”, dijo Bertold Brecht. Tal cual: la santidad del héroe exime de la responsabilidad personal la fe en el “gran hombre” del deber del hombre normal.
O tal vez no, tal vez sea yo que exagero, que veo fantasmas inexistentes, el pasado donde debería ver el futuro. De ser así, ¿por qué no ver a mi vez en la selección la imagen de la Argentina que deseo?
De ahí mi tercera, última y sencilla consideración. En la Argentina del Mundial vi la Argentina que pudo haber sido y hasta ahora no fue, pero podría serlo, la que espero algún día admirar. Cosmopolita, competitiva, eficiente, productiva, meritocrática, creativa pero organizada, con excelente colectivo y extraordinarias individualidades.
Sus jugadores dan vueltas al mundo y en el mundo compiten, la competencia los mejora, las mejoras dan resultados y animan a emularlos, el éxito genera confianza y libera energía estimulando el progreso. ¡Lo contrario de la Argentina nacional popular, tan cerril y autárquica! ¡Es el triunfo de la Argentina global, abierta y universal! Así creo que debería entenderse. Pero no estoy seguro de que así se lo entenderá.
El autor es historiador y profesor de la Universidad de Bolonia, Italia.
- 23 de enero, 2009
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- 16 de junio, 2012
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