Las cárceles y el fracaso del Estado
Consideradas simplemente las verdades hasta aquí expuestas, se convence con evidencia que el fin de las penas no es atormentar y afligir un ser sensible, ni deshacer un delito ya cometido.
Cesare Beccaria
Para medir el progreso, podemos recurrir a diferentes criterios. En efecto, si revisamos lo pensado al respecto, es posible que consideremos a la felicidad del mayor número, tal como fue planteado por Bentham, o, según Fourier, los derechos de las mujeres, entre otras perspectivas. Me parece, sin embargo, que el trato recibido por determinadas personas, vale decir, quienes, por distintas razones, se hallan limitados en sus derechos, puede sernos bastante útil. Aludo a los presos, incluyendo individuos con detención preventiva. Porque, si, conforme a lo dispuesto por las leyes, se respetara su dignidad, procurando que haya una efectiva reinserción social, deberíamos toparnos con otra realidad. Es lo que las autoridades del área prometen; peor todavía, pagos de tributos se imponen con ese objetivo. Lamentablemente, todo es deplorable.
Partamos con una cuestión elemental: el hacinamiento. En el país, sin duda, no existe ningún centro penitenciario, de rehabilitación o carceleta que respete su capacidad máxima. Puede haber sitio, incluso edificado, mas no con las condiciones de habitabilidad que corresponde. No es extraño, ni de lejos, que la gente duerma en el piso, techo, pasillo, etcétera. Por este problema, espacios que se destinan a prácticas religiosas u hospitalarias resultan igualmente ocupados con fines de reposo. Por supuesto, como sucede afuera, quien cuenta con mayores recursos puede acceder a mejores lugares, teniendo aun el inestimable lujo del baño privado. Pero el desafío es preguntarse por los que no tienen esos medios económicos. A pesar de los delitos cometidos, el Estado, mediante las autoridades gubernamentales, debería garantizarles lo indispensable. Realzo que ni siquiera se les asegura la provisión de un colchón.
En cuanto a los convictos, si no tienen una frazada o alimentación adecuada, menos aún cuentan con la posibilidad de aprender oficios que alejen del crimen. Los pocos programas que se impulsan son tan raquíticos cuanto arduamente sostenibles. Los burócratas creen que, por magia, el interno sentirá un enorme apego a la cultura, las ciencias, los provechos del comercio libre, para no citar otros fenómenos. Es verdad que hay casos en los cuales ha bastado la voluntad individual para cambiar toda una vida dedicada al delito; no obstante, me refiero a una excepción harto rara. Lo que sí resulta objeto de rápido e intenso aprendizaje son nuevos planes para delinquir. Las estafas vía telefónica, desde luego, son el mejor ejemplo para ilustrar esta situación. A propósito, sobre la ilegalidad interna, negociar alcohol, drogas y otros elementos prohibidos en esos recintos se vuelve también una fuente relevante de ingresos.
Imaginemos que algunos ciudadanos, cansados de la delincuencia, juzguen necesario el castigo a los criminales. Nada tan comprensible como el pedido del padre de un hijo asesinado que su agresor sufra. Por desgracia, la mayoría de quienes están en la cárcel no tienen sentencia condenatoria que esté ejecutoriada. En otras palabras, nuestro afán de maltratar a malhechores puede estar marcado por la injusticia. Por cierto, que las cárceles sean una catástrofe se debe, entre otras causas, al pésimo sistema de justicia que existe. Mientras haya jueces y fiscales preocupados más por el acatamiento de órdenes políticas, o el sometimiento al poder económico, en lugar de buscar justicia, ese mal no terminará. Como sea, nunca será inútil señalar a los responsables: el Estado, su Gobierno, sus patéticos ministros.
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