De las banderas como trapos
Pues es nuestra mirada la que muchas veces encierra a los demás en sus pertenencias más limitadas, y es también nuestra mirada la que puede liberarlos.
Amin Maalouf
El límite a la libertad de expresión es un tema que ha originado numerosas reflexiones. Spinoza, por ejemplo, se ocupó del asunto, concentrando su mirada en las ideas que podían considerarse sediciosas. Todo lo demás, en su criterio, no tenía por qué ser objeto de censura, peor aún castigo. Mill, por su parte, ya en el siglo XIX, reivindicó, resumiéndolo, que sólo cabía sancionarnos cuando dañábamos a otra persona. Por supuesto, lo más claro e indiscutible tiene que ver con penalizar agresiones físicas. Ahora bien, la cuestión se vuelve menos sencilla si pensamos en ataques de orden verbal. Insultar al prójimo, pongamos por caso, puede generar debates sobre sus repercusiones. ¿Tiene sentido enviar al denigrador a la cárcel? ¿Debemos calificar su inconducta de tal modo que gastemos recursos públicos para corregirlo? Quizá, cuando el agravio sea bastante grave, corresponda el resarcimiento económico. La criminalización, sin embargo, nunca me ha parecido convincente.
Si el ofender a un individuo, con familia, incluyendo parientes que pueden tener una reputación admirable, resulta discutible para restringir nuestras opiniones, agraviar símbolos nacionales, sean banderas, escarapelas o escudos, no me provoca duda. No niego que haya gente dispuesta a morir por su país. Estimo que, sin importar el Estado, luchar por un mejor futuro para los seres queridos es una razón superior; empero, la regla pareciera ser otra. Como sea, aun existiendo sujetos que coloquen un pabellón por encima de cualquier otro bien, no debería implicar la penalización del disidente. Se alegará que muchos hombres se identifican con ese símbolo, por lo cual conviene respetarlo; el problema es lo flexible del argumento. Un grupo podría reclamarnos por sostener que un estandarte suyo, con el busto de Stalin, Charles Manson o cualquier otro criminal, es una imbecilidad. La indignación colectiva no basta, pues, para motivar el castigo.
Mientras no se llame a la violencia, justificando ataques concretos y discriminaciones inequívocas, afirmar que una bandera es un trapo no tiene por qué ser castigado. Es posible que, para alguien, simbolice un Estado que, mediante su Gobierno, oprime a la sociedad. O, viéndolo de otra forma, tal vez le produzca todo ello la más contundente indiferencia. No hablo de quemar esos símbolos, tal como hizo la banda Rage Against the Machine en 1999, aunque tampoco lo creo punible. Abogo por la opinión, libre y contestataria, que se puede lanzar sobre creencias varias, religiosas o laicas, capaces de afectar nuestra convivencia. No debería existir ninguna convicción, por sacrosanta que sea, imposible de ser objeto de cuestionamiento. Al bajar del púlpito a una bandera, sin interesar sus colores, estamos ante un acto compatible con el espíritu crítico.
Utilizar la bandera como mantel, a lo sumo, merece un reproche de naturaleza estética. Por más patriotismo que haya, la fealdad puede resultar extrema, justificándose su observación. Lo mismo podría decirse de su empleo como gorra o ropa interior. En resumen, desacralizado, ese objeto tiene valor sólo gracias a la función que posea. Sé que, por ley, una persona puede ser obligada a izar ese pedazo de tela; empero, normas como éstas resultan absurdas. Interesaría más que se multiplicaran espacios para pensar en cómo mejorar la realidad, favoreciendo a todos, patriotas, extranjeros o apátridas. Al final, preocuparse por esos símbolos suele traer como consecuencia el desprecio o poca atención a todo lo demás.
El autor es escritor, filósofo y abogado.
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