“Operación Venganza”, la implacable cacería y la muerte del cerebro del ataque japonés a Pearl Harbor
En el puente de mando del portaaviones “Nagato”, el buque insignia de la armada imperial japonesa, el almirante Isoroku Yamamoto, comandante de aquella formidable flota del Pacífico a la que había rediseñado y puesto a punto, el gran estratega y hombre político, el valiente militar que rechazaba la guerra, oyó el estruendo victorioso de sus pilotos de combate: regresaban al “Nagato” triunfantes, después de haber hecho pedazos gran parte de la base naval militar americana de Pearl Harbor y de destruir parte de la flota estadounidense.
La mañana del 7 de diciembre de 1941, el estratega japonés que no quería la guerra, había desatado una y por la espalda, una hora antes de que, en Washington, la diplomacia imperial entregara al Departamento de Estado una declaración oficial del quiebre de relaciones entre los dos países. Entre los vítores de sus pilotos, un detalle inquietó a Yamamoto: en Pearl Harbor no estaban anclados ninguno de los grandes portaaviones de Estados Unidos, la fuerza que Yamamoto quería destruir. Si ese detalle lo alteró, no lo hizo notar. De modo inexplicable no lanzó una segunda oleada de aviones contra Pearl Harbor, ordenó el retorno de la flota a mar abierto y murmuró en voz alta, para ser escuchado y a modo de presagio: “Tengo miedo de que hayamos despertado a un gran gigante dormido”.
Dieciséis meses después, el 18 de abril de 1943, hace hoy ochenta años, Yamamoto yacía muerto en la jungla japonesa: su avión había sido derribado por aviones americanos en una de las operaciones secretas de mayor riesgo de la guerra en el Pacífico. Estados Unidos lo había asediado y perseguido, como muchos años más tarde haría con Osama Bin Laden, porque lo juzgaba enemigo público número uno, como un gran traidor que había atacado una base militar en tiempos de paz. El presidente Franklin Roosevelt anunció al día siguiente el estado de guerra contra Japón, que llevaba implícito la guerra contra Alemania e Italia, las fuerzas del Eje, que la declararon a EEUU tres días más tarde. Dijo Roosevelt ante el Congreso que el 7 de diciembre, sería “una fecha que vivirá en la infamia”. Hablaba de Japón. Y de Yamamoto.
El almirante no quería la guerra porque conocía Estados Unidos, sabía de su poderío militar y había entrevisto cuál sería la conducta de sus comandantes. Yamamoto había estudiado en Harvard, (es parte de su singular historia de vida), había sido agregado militar de la embajada japonesa en Washington y no creía en las arriesgadas visiones de victoria del ejército imperial, decidido a entrar de lleno en la Segunda Guerra. Mucho antes de Pearl Harbor, había lanzado otro de sus presagios: dijo que, si estallaba la guerra, “Es probable que Japón quede reducida a cenizas”. Como era en verdad un gran estratega, dejó en claro que se oponía a una guerra contra Estados Unidos con calmada resignación: “Si me dicen que tengo que pelear sin que me importen las consecuencias, lo haré con todo fervor durante seis meses o un año. Pero no tengo ninguna confianza en lo que suceda en el segundo y tercer año de esa guerra”.
Yamamoto era un tipo singular, un gran motivador como militar, pero un alma compleja. Era jugador. Le apasionaba el póker, el bridge y el go. Pero por lo que sentía debilidad era por la ruleta: “Un hombre no es un hombre si no apuesta” dijo un día, se supone que en referencia a la guerra. Había ganado una fortuna en el casino de Montecarlo y decía que el principado de Mónaco sería un buen sitio para pasar sus años de marino jubilado. Sin embargo, no cargaba con dos costumbres asociadas al juego: no fumaba y no bebía. Era un lector de la Biblia, pero no era cristiano. Tenía un gran sentido del humor, pero su conducta privada era calma y muy reservada. Estaba casado y tenía cuatro hijos, pero pasaba las horas junto a Kawai Chiyoko, su geisha favorita. Diez años después de su muerte, en 1953, su mujer reveló que el almirante estaba más cerca de su geisha que de ella misma, lo que provocó que un helado escozor sacudiera el espíritu de las almas buenas que querían rendir homenaje a su héroe nacional.
Yamamoto, un apellido muy común en Japón que significa “base de la montaña”, había nacido en Nagakoa el 4 de abril de 1884. A los dieciséis años se enroló en la Academia Militar Imperial, en la que fue uno de sus mejores alumnos. Brilló por dos cosas: su capacidad para la organización y el mando, y su espíritu entusiasta que contagiaba a sus compañeros. Medía apenas un metro sesenta, a los veintiún años, durante la guerra ruso-japonesa de 1905, era el vigía del crucero “Nisshin” durante la batalla de Tsushima que fue ganada por Japón. En ese puesto, unos restos de metralla lo hirieron de gravedad: perdió dos dedos de la mano izquierda, índice y medio, el brazo le quedó unido al cuerpo por lo que parecía un frágil colgajo, y otro fragmento de metralla le abrió un agujero del tamaño de un puño en la pierna derecha.
Pasó casi seis meses en el hospital naval de Nagasaki, la ciudad que quedaría reducida a cenizas al final de la guerra, después de la segunda bomba atómica lanzada por Estados Unidos sobre Japón en agosto de 1945. El brazo izquierdo de Yamamoto se infectó y optaron por amputarlo para salvarle la vida. Pero el joven marino se negó: “Me alisté en la Armada para ser un soldado naval e ir a la guerra. O muero por esta herida, porque me niego a que me amputen el brazo, o me recupero y sigo siendo un soldado. Tengo cincuenta por ciento de posibilidades y voy a apostar por ese cincuenta por ciento”. Apostó y ganó. Y recibió por su gesto una carta del jefe del almirantazgo, Togo Heihachiro, carta que Yamamoto guardó toda su vida.
Después de la Primera Guerra Mundial, en abril de 1919, a sus treinta y cinco años y gracias a su notable expediente militar, Yamamoto fue enviado a Estados Unidos para estudiar en la Universidad de Harvard durante dos años; aprendió a hablar un inglés fluido, tomó clases de economía, en Japón lo ascendieron a comandante y viajó mucho por los campos petrolíferos de Texas y de Nuevo México. ¿Habrá cumplido tareas de espionaje? De nuevo en Japón, entre julio de 1923 y marzo de 1924 acompañó al vicealmirante Kenji Ide en un viaje alrededor del mundo, en el que sirvió de asistente y traductor. Ese fue el viaje en el que Yamamoto casi desbanca al casino de Montecarlo. Y en 1925 fue nombrado agregado naval en la embajada japonesa en Washington.
Fue en Estados Unidos donde Yamamoto supo que la Armada Imperial japonesa debía ser modernizada y que el futuro estaba en el poderío aéreo y en los portaaviones. Entre 1930 y 1934 participó, ya como contraalmirante, de las conferencias navales de Washington y Londres en las que se discutió el tonelaje permitido para la construcción de nuevos buques. Era una idea que tendía a favorecer el desarme y evitar otra gran guerra. Era, también, una ilusión. El tonelaje permitido era entonces de cinco para Estados Unidos y Gran Bretaña y de tres para Japón. En Washington se decidió que esos límites aumentaran a diez para Estados Unidos y Gran Bretaña y de siete para Japón, que aumentaba así su capacidad, aunque seguía por debajo de Estados Unidos y Gran Bretaña, una decisión que fue tomada como una humillación por el creciente militarismo japonés.
Para una nueva conferencia, la de Londres en 1934 Yamamoto volvió a pasar por Estados Unidos: llegó a Seattle desde el Este, viajó en tren hasta Chicago y trepó a un barco que lo llevó a la capital británica. Se avecinaba una nueva gran guerra. Yamamoto recibió instrucciones de no aceptar nada que no fuera la igualdad en el tonelaje de los barcos. Intentó convencer a los delegados americanos y británicos, sin éxito, y dejó a la prensa su descontento en una frase que aludía a su baja estatura: “Aunque soy pequeño, nadie me puede limitar a recibir el sesenta por ciento de lo que les sirven como cena a los demás”. Dejó Londres, frustrado, en febrero de 1935. Viajó de regreso a Japón por tren, por el norte de Europa y Rusia y, durante el trayecto, recibió una cordial invitación de Adolfo Hitler para un encuentro entre ambos en Berlín. La rechazó.
Ya era una personalidad naval, fuerte y discutida, fue viceministro de Marina y director del Comando Aéreo Naval. Allí estaba en su gloria porque insistía en la necesidad de construir portaaviones, al contrario del resto de la jerarquía naval japonesa que votaba por los acorazados: al menos dos, de la clase Yamato, fueron botados en esos años; eran los más pesados y los mejor armados jamás construidos por Japón. Yamamoto no estaba de acuerdo. Usaba una lógica de hierro: “Ningún barco es insumergible”, rumiaba. Y dijo una vez: “La serpiente más feroz puede ser vencida por un enjambre de hormigas”. No era uno de esos aforismos sin sentido: para Yamamoto, las hormigas eran los aviones que podían operar desde los portaaviones: la vieja guerra había cambiado.
Japón enfrentó luego el desafío político de aliarse con Alemania e Italia, alianza por la que se inclinaba el Ejército y su cada vez más creciente ambición y expansión militar. Tres marinos se opusieron: Yamamoto, el almirante Mitsumasa Yonai, amigo personal de Yamamoto, y el contralmirante Shigeyoshi Inoue, director de la oficina de Asuntos Militares del ministerio de Marina japonés. Inoue había leído en alemán el best seller de Hitler, “Mein Kampf – Mi Lucha”. Conocía y repudiaba los comentarios despectivos que en esas páginas había hecho Hitler sobre Japón y sobre los japoneses, y que habían sido eliminados en la traducción japonesa. Los tres marinos estaban convencidos de que esa alianza conduciría a una guerra contra Estados Unidos y Gran Bretaña, guerra que la armada japonesa no estaba en condiciones de ganar. Japón se alió al Eje en septiembre de 1940.
Fue entonces que nació Pearl Harbor. Yamamoto estaba convencido de que la única posibilidad de victoria era pegar muy duro y muy certero al inicio de la guerra, para obligar a Estados Unidos a negociar: uno de esos golpes debía destruir, en parte al menos, el poderío naval americano. Los planes para atacar Pearl Harbor nacieron en enero de 1941, once meses antes del 7 de diciembre, el “día de la infamia”. Uno de los primeros en enterarse de esos planes fue el embajador americano en Tokio, Joseph Grew, a quien le llegaron “rumores de guerra que dicen que Japón planea un ataque sorpresa masivo sobre Pearl Harbor”. A Grew todo le pareció descabellado, pero igual informó a Washington.
Yamamoto estaba a cargo del plan general de ataque. Tuvo algunas dificultades con su propio Estado Mayor. Por ejemplo le dijeron que los torpedos japoneses lanzados desde los aviones no iban a servir: necesitaban treinta metros de profundidad para iniciar recién su ascenso hacia el blanco, de lo contrario iban a clavarse en el fondo del mar. Y la profundidad de las aguas en Pearl Harbor era inferior a esos treinta metros clave. Yamamoto usó su lógica: “Modifiquen los torpedos y entrenen mejor a los pilotos”, ordenó.
En septiembre de 1941 los japoneses ensayaban el ataque a Pearl Harbor en la bahía de Kinko, que guardaba cierto parecido con las aguas americanas. El vicealmirante Chuichi Nagumo sería el encargado del ataque al mando de la 1ª. Flota Aérea, creada casi para la ocasión. Los ejercicios de guerra eran secretos: nadie sabía cuál sería el objetivo final. El emperador Hirohito aprobó finalmente el orden de batalla elaborado por los Estados Mayores del Ejército y la Armada, y el 26 de noviembre, once días antes del ataque, la 1ª. Flota Aérea partió en secreto sin que la mayoría de sus fuerzas supieran adónde iban, y a qué.
Yamamoto siguió enraizado en su visión de la guerra como el gran estratega que era. Insistió: “Durante los primeros seis o doce meses de la guerra contra los Estados Unidos y Gran Bretaña, causaré estragos en todos sus flancos y conquistaré una victoria tras otra. Para entonces, si la guerra continúa más allá de ese lapso, no tengo ninguna expectativa de éxito”. El 1 de diciembre, en Tokio, la Conferencia Imperial ratificó la entrada de Japón en la guerra y al día siguiente Yamamoto irradió la Señal 676 que decía: “Niitaka-yama nobore – Escalen el monte Niitaka”. Quería decir, “Ataquen Pearl Harbor”.
Los pronósticos del gran almirante japonés no fallaron en nada. Japón conquistó grandes victorias en los primeros meses de la guerra, conquistó la isla de Wake, hundió los buques británicos “HMS Prince of Wales” y “HMS Repulse”, neutralizó la flota británica en el Índico, se adueñó de las Indias Orientales Holandesas, ricas en petróleo y caucho. Sólo que ni Gran Bretaña, ni Estados Unidos mostraron vocación de negociar un alto el fuego con Japón. Por el contrario, Tokio fue bombardeada por Estados Unidos el 18 de abril de 1942. Después de la batalla del Mar del Coral, en la que los japoneses hundieron el “USS Lexington” y dañaron al “USS Yorktown” pero perdieron el portaaviones ligero “Shoho” y tuvieron que retirar por averías al “Zuikako” y al “Shokaku”, de la 5ª División de portaaviones, las dos grandes flotas lamieron sus heridas para un combate decisivo.
Entre el 4 y el 7 de junio de 1942, la tremenda batalla de Midway, tal vez el enfrentamiento más grande en el mar desde los tiempos del almirante Nelson y la española Armada Invencible, decidió el destino de la guerra en el mar. Y lo decidió en beneficio de Estados Unidos. De esa batalla participaron los portaaviones que no estaban anclados en Pearl Harbor seis meses antes y Japón perdió en ella a sus cuatro grandes portaaviones: “Akagi”, “Kaga”, “Hiryu” y “Soryu” además de los cruceros pesados “Mikuma” y “Mogami”, entre otras que se fueron al fondo del mar. Pero también cayeron en ese combate más de tres mil soldados japoneses, entre ellos los hábiles e irreemplazables pilotos navales.
Además de los yerros del almirante Nagumo, de algunos golpes de suerte, buena para Estados Unidos y mala para Japón, y del coraje desesperado enarbolado por las dos flotas, la victoria americana fue posible gracias a un hecho vital que los japoneses no conocían: Estados Unidos había descifrado a “Magic”, el código secreto naval de Japón, que fue de vital importancia para el éxito militar de Midway. Desde ese día, la fuerza imperial japonesa en el mar ya no fue nunca más la misma y la estrella de Yamamoto empezó a declinar en el frenético y furioso clima militar que reinaba en Tokio.
Otra espada pendía sobre la cabeza de Yamamoto: Estados Unidos preparaba su “Operación Venganza” que tenía como misión asesinar al responsable del ataque a Pearl Harbor. No se iba a tratar de una acción de guerra, o sí iba a ser una acción de guerra pero sólo si el azar lo decidía. La idea de ir a “cazar” a Yamamoto enfrentó la resistencia aún entre los altos mandos militares de Estados Unidos. Tanto, que el autor de la idea permanece en secreto. Las pistas llevan al presidente Roosevelt que, en todo caso, dio la autorización para una acción militar de ese tipo, con el argumento de que así se acortaría el conflicto. También es señalado como el impulsor del plan el entonces secretario de Marina, Frank Knox. Ni Roosevelt, ni Knox podían ignorar el plan contra Yamamoto. Por fin, para la historia oficial al menos, sostenida por algunos historiadores como John Prados, que murió en noviembre pasado, la responsabilidad quedó en manos del almirante Chester Nimitz, comandante de las fuerzas navales de Estados Unidos en el Pacífico. Aquella iba a ser una pelea entre almirantes.
El secretismo, las dudas, los reparos y las objeciones tenían dos raíces. Una era moral: no estaba claro si la orden de asesinar a un enemigo en particular, violaba o no las leyes de la guerra. La otra era práctica: el golpe, una enorme audacia si tenía éxito y un estruendoso desastre si fracasaba, revelaría en todo caso el conocimiento que tenía Estados Unidos de los códigos secretos navales de Japón, que se iba a apresurar a cambiarlos y dejaría inútil la poderosa arma que los americanos manejaban.
A finales de marzo y principios de abril de 1943, Yamamoto había puesto en práctica la operación I-Go, una ofensiva aérea pensada para provocar daños en la armada de los aliados. No salió bien. Pese al valor y la pericia de los pilotos japoneses, los que quedaban en condiciones de volar, fueron más los daños que recibió la aviación naval de Yamamoto que los que sus pilotos causaron a los aliados. El almirante quiso entonces agradecer en persona el esfuerzo y la valentía de sus hombres y programó una visita a varias bases isleñas de Nueva Guinea y Salomón. Conocida su obsesión por la puntualidad, le diseñaron un itinerario minucioso y detallado que empezaría el 18 de abril y que fue irradiado a las bases japonesas por el vicealmirante Tomoshige Samejima. Fue un error tremendo: los americanos escuchaban todo. El 14 de abril, el almirantazgo de Estados Unidos sabía cuándo, a cuál hora y por cuál ruta Yamamoto llegaría a las islas. La “Operación Venganza” se decidió de inmediato.
¿Cuándo y dónde había que matar al jefe japonés? ¿En tierra o en el aire? El alto mando americano decidió primero que lo mejor era atacarlo en el aire, porque la caída del avión iba a garantizar de alguna forma la muerte de Yamamoto. Y, segundo, que el ataque debería lanzarse a la llegada del almirante a Bougainville, la mayor isla del archipiélago de las Salomón. Las naves partirían desde Guadalcanal, una isla recuperada a sangre y fuego por Estados Unidos. La distancia en línea recta entre Guadalcanal y Bougainville era de unos seiscientos cuarenta kilómetros. Pero esa ruta obligaba a los aviones americanos a circular por sobre posiciones japonesas. Temerosos de ser detectados, optaron por otra ruta más larga, de novecientos setenta kilómetros, que se adentraba en el Mar del Coral. La ruta más larga obligaba a usar otros aviones con capacidad de cargar más combustible. Eligieron a enviar a la misión a dieciséis cazas P-38, un avión fantástico, maniobrable y letal en el combate aéreo.
Yamamoto partió de Rabaul, una ciudad portuaria de Papúa, Nueva Guinea, a las seis de la mañana del 18 de abril. Vestía un uniforme caqui del ejército y no su tradicional uniforme blanco de marino. Se sentó detrás del piloto de un bombardero Mitsubishi G4M, del tipo “Betty”, que sería escoltado por seis cazas Mitsubishi A6M, los famosos “Zero”. En otro bombardero Betty viajaba su jefe de Estado Mayor, el vicealmirante Matome Ugaki. Los americanos despegaron a su vez de la base de Kukum, Guadalcanal, también al amanecer. Eran dieciocho aviones, cuatro que serían los responsables del ataque y catorce que los escoltarían ante la posibilidad de una intercepción de cazas japoneses de la cercana base de Kahili. Volaron a muy baja altura, unos quince metros sobre el mar y con las radios en silencio. El oficial al mando de la misión, el mayor John W. Mitchell, diría después, una bravata, que hasta pudo contar los tiburones desde la cabina de su avión.
Los americanos habían planeado la intercepción de la escuadra japonesa a las nueve treinta y cinco de la mañana. Con el combustible justo, confiaron en la reconocida puntualidad de Yamamoto. Y Yamamoto fue puntual. Los americanos, desde tres mil metros de altura, vieron a la formación japonesa acercarse a Bougainville. Y dudaron: volaban dos bombarderos “Betty”. ¿En cuál de ellos viajaba el almirante? Decidieron atacar a los dos. Hubo una breve e intensa batalla aérea que iniciaron los aviones escolta de Yamamoto. Pero parte de la escuadra de P-38 que esperaba a mayor altura, a seis mil metros, cayó sobre los japoneses. Del grupo de aviones americanos destinados al ataque contra Yamamoto, dos dispararon contra uno de los “Betty”, mientras otro caza P-38 disparaba contra el segundo. El primero cayó en llamas sobre la jungla: era el que transportaba a Yamamoto. El segundo cayó al mar. Con los dos objetivos derribados, los americanos iniciaron una retirada veloz de regreso a sus bases.
Al día siguiente, tropas japonesas llegaron al sitio donde había caído el primero de los bombarderos y confirmaron la muerte de Yamamoto. Lo hallaron bajo un árbol, sentado en su asiento que había sido arrancado y lanzado fuera del avión por el impacto; empuñaba su kai-gunto, una espada ceremonial adoptada por el ejército y la marina luego del final de la era de los samuráis. La autopsia reveló que había recibido dos impactos de bala 12.7 milímetros: uno en el hombro izquierdo y otro que le había atravesado la cabeza desde el costado inferior izquierdo y había salido sobre el ojo derecho. Fue llevado a la aldea de Buin y cremado, con su uniforme blanco de comandante de la Armada Imperial. Sus cenizas por aire primero y hasta la isla de Truk, y luego a bordo del acorazado Musashi, llegaron a Tokio para un funeral de Estado en el Santuario Yasukuni, el 5 de junio. Más de un millón de personas salieron a las calles para despedirlo.
La muerte de Yamamoto no fue anunciada hasta después de un mes, el 24 de mayo. El derribo de su avión fue adjudicado al capitán Thomas Lanphier, un mérito disputado con el teniente Rex T. Barber. Los americanos supieron de inmediato que el almirante había muerto porque “Magic”, el código secreto de transmisiones navales japonesas, dejó de emitir comunicaciones destinadas a Yamamoto. Estados Unidos presentó lo que había sido su “Operación Venganza” como una acción fortuita y hasta envió más aviones de guerra a la zona para que hicieran nada, sólo para mantener la farsa de la casualidad.
Winston Churchill, que de tonto no tenía un pelo, recriminó a Roosevelt haber lanzado esa operación militar. En una de sus cartas, que encabezaba siempre con un: “De una ex personalidad naval al presidente de Estados Unidos”, el primer ministro británico juzgó que los aliados habían corrido un riesgo muy alto, hacerle saber a Japón que había descifrado su código secreto de comunicaciones, por un objetivo que no consideraba vital para el desarrollo de la guerra.
Los japoneses sospecharon que sus comunicaciones estaban expuestas. Lanzaron entonces varios mensajes con contenido falso, pero los americanos los dejaron pasar y mantuvieron su secreto a salvo. Por fin, Japón dedujo que si había un código descifrado en manos de los americanos, era el del Ejército. Estaban errados. Se tomaron su tiempo para modificar el de la Armada, pero no lograron impedir que “Magic” fuera un arma formidable en manos de sus enemigos.
Los funerales de Isoroku Yamamoto congregaron a más de un millón de personas en Tokio para despedirlo
La verdad no se conoció hasta el final de la guerra. El 10 de septiembre de 1945, ocho días después de la rendición incondicional de Japón, la agencia Associated Press reveló que las comunicaciones japonesas habían sido interceptadas desde antes de la vital batalla de Midway y cómo fue que se había orquestado la muerte del planificador y responsable del ataque a Pearl Harbor.
Para entonces, para cuando se supo la verdad, otro de los vaticinios de Yamamoto se había cumplido con impresionante rigor. El almirante había sugerido que, de estallar una guerra contra Estados Unidos y Gran Bretaña: “Es probable que Japón quede reducida a cenizas”.
Y, en esos días, Japón ardía bajo el fuego atómico.
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