Al Cesar lo que es del Cesar y a los argentinos el dólar
Argentina debe ser uno de los pocos lugares del planeta donde junto con la hora, la temperatura y la humedad, cada media hora los noticieros radiales informan sobre la cotización del dólar. Esta extenuante inquietud por conocer el precio de la divisa estadounidense se origina en décadas de descalabros monetarios y económicos que han hecho que los argentinos la escogieran como unidad de cuenta de sus actividades en el mercado y refugio de valor a la hora de pensar en su futuro.
Así como hay individuos que admiten no ser buenos para la práctica de algún deporte, las matemáticas o la poesía, el gobierno argentino debería reconocer su incapacidad durante más de ochenta años – el Banco Central se creó en mayo de 1935 – en ofrecer a la sociedad el servicio de una moneda de calidad y, en un acto de sinceramiento, permitir que la misma utilice de ahora en más aquella que espontáneamente ha escogido hace tiempo: el dólar.
Para terminar con esta suerte de síndrome del tipo de cambio, sería pertinente la eliminación del peso y el correspondiente canje de todas las existencias de dicha moneda por dólares, mediante los mecanismos que se estimen más oportunos y en el momento que tal conversión sea factible dado el contexto actual de un enorme deficit tanto fiscal como cuasifical.
Así, los recursos, el tiempo y la energía que involucra la endémica preocupación por el nivel de la verde divisa podrían ser utilizados en ofrecer mejores bienes y servicios lo que redundaría en un mayor nivel de vida para todos, los precios se expresarían en una moneda de común y voluntaria aceptación en el mercado, se terminarían las cíclicas transferencias de ingresos entre deudores y acreedores, las importaciones y exportaciones se equilibrarían en función de la relación precios internos-precios externos -no dependiendo más de artilugios monetarios, que según el burócrata de turno incentivan unas y desalientan otras-, y en definitiva los ciudadanos contaríamos con un medio de cambio útil para planificar nuestras vidas.
La mayor resistencia a una medida como la que desde aquí proponemos, provendría no tanto de la población, cuya preocupación central radica en preservar el poder adquisitivo de sus ingresos, sino de la llamada clase dirigente que de esta forma perdería el instrumento monetario, tal como suelen llamarlo, como medio de financiar sus gastos, debiendo a partir de entonces tener que dar la cara a través del recaudador de impuestos cada vez que deseen realizar algún nuevo despilfarro.
Por supuesto que no faltarán quienes sostengan que la eliminación de la moneda nacional representaría una vejación para el país, una pérdida de la soberanía nacional y un menoscabo para con su identidad y para con el “ser nacional”, además de un sometimiento al extranjero. Este tipo de manifestaciones y de frases huecas, que ni sus mismos expositores saben bien que significan, denotan un desconocimiento absoluto sobre el rol que una moneda tiene en la sociedad.
El dinero es un servicio que espontáneamente las comunidades comenzaron a prestarse a efectos de librarse de todos los inconvenientes que el sistema de trueque o cambio directo representaba, y como a todo servicio, lo peor que puede ocurrirle es convertirse en un monopolio estatal.
La moneda no es otra cosa que un medio de pago, que permite agilidad en las transacciones y el desenvolvimiento de economías complejas. Ninguna relación le cabe con la soberanía nacional. La única soberanía que debe preocuparnos es la de cada uno de los ciudadanos de la puerta de calle hacia adentro, la que en el caso que nos ocupa se garantizaría a través de la preservación de sus patrimonios y de su poder de compra a lo largo del tiempo.
Este sería un primer paso tendiente a lograr que con el tiempo, a partir de que la gente observe que en realidad más allá del color, no hay en esencia una gran diferencia entre el papel moneda estadounidense y el peso nacional -salvo por supuesto, una mayor moderación en la oferta del primero-, se abra el mercado a la competencia monetaria y seamos los consumidores los que en definitiva realicemos nuestra elección, recordando lo que en infinidad de ocasiones solía repetir el profesor Hans F. Sennholz: dejar nuestra moneda en manos de los gobiernos, es como dejar nuestro canario en manos de un gato hambriento.. ¡Ya sabemos lo que le va a ocurrir!
Gabriel Gasave es Investigador Asociado en el Centro Para la Prosperidad Global en el Independent Institute y Director de ElIndependent.org.
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