Del asistencialismo a la autonomía: ¿cómo redefinir a partir del 10 de diciembre los planes sociales en Argentina?
El Economista, Buenos Aires
El próximo 10 de diciembre un nuevo gobierno comenzará un tremendo desafío en los más múltiples planos y, sin duda, uno de ellos lo representan los millones de argentinos que subsisten en base a planes sociales. Por ello, es tiempo de recrear y profundizar una propuesta que vengo realizando en numerosas columnas desde hace más de 10 años. Veamos los hechos.
El domingo 30 de julio de 2013, el Papa Francisco pronunció un movilizador discurso en su visita a Brasil, en el cual, tras elogiar los esfuerzos del país por integrar a todos, a través de la lucha contra el hambre, advirtió:
¿Qué mejor forma de tratar a los necesitados que respetar su dignidad, ayudándolos a reinsertarse en la sociedad productiva y de tal forma ganar su propio sustento?
Recordemos sino las palabras del Padre Pedro Opeka, un argentino propuesto varias veces al Premio Nobel de la Paz por su incansable trabajo con los pobres más pobres en Madagascar:
¿Cómo reinsertar a los beneficiarios en la sociedad productiva? Recordemos, por ejemplo, el pensamiento de Juan Pablo II, quien en un discurso pronunciado en Santiago de Chile en 1987 expresó: "El trabajo estable y justamente remunerado posee, más que ningún otro subsidio, la posibilidad intrínseca de revertir aquel proceso circular que habéis llamado repetición de la pobreza y de la marginalidad. Esta posibilidad se realiza, sin embargo, sólo si el trabajador alcanza cierto grado mínimo de educación, cultura y capacitación laboral, y tiene la oportunidad de dársela también a sus hijos. Y es aquí, bien sabéis, donde estamos tocando el punto neurálgico de todo el problema: la educación, llave maestra del futuro, camino de integración de los marginados, alma del dinamismo social, derecho y deber esencial de la persona humana".
El mensaje es contundente: educación es la respuesta. Por cierto, innumerables académicos coinciden con su apreciación.
Por ejemplo, Milton Friedman, Premio Nobel de Economía 1976, declaró alguna vez que "una mejor educación ofrece una esperanza de reducir la brecha entre los trabajadores más y menos calificados, de defenderse de la perspectiva de una sociedad dividida entre los ricos y pobres, de una sociedad de clases en la que una élite educada mantiene a una clase permanente de desempleados". ¿No es ésta acaso una foto adecuada para describir nuestra realidad?
Por su parte, Eric Maskin, Premio Nobel de Economía 2007, nos propone explícitamente el camino: "Los programas sociales pueden proteger de los efectos de la pobreza extrema pero este efecto es de corto plazo, no va a reducir el problema a largo plazo. La población debe tener los medios para ganarse su propio sustento y los programas sociales pueden ayudarles a llegar a ese punto dándoles asistencia, educación y capacitación laboral".
Hemos perdido décadas y millones de beneficiarios no cuentan hoy con mayor capital humano que cuando accedieron a los planes. Exigir que todo beneficiario de un plan concurra a una escuela de adultos técnica, con el fin de completar su educación formal, o que tome cursos de entrenamiento profesional en un amplio menú de actividades productivas, como requisito para hacerse acreedor al subsidio, facilitaría su reinserción en la sociedad.
Imaginémonos si se implementase hoy una política imbuida de este espíritu. ¿Cuántos menos argentinos dependerían del apoyo del Estado de aquí a cinco años? ¿Cuántos más gozarían de ese sentimiento de dignidad que sólo confiere el llevar a la mesa familiar el pan obtenido como fruto de su trabajo?
Al fin y al cabo, como bien señaló alguna vez Ronald Reagan:
Por cierto, no estoy inventado la rueda. La historia de Estados Unidos nos provee de un valioso precedente. En 1944, el presidente Franklin D. Roosevelt sancionó la Declaración de Derechos de los Veteranos de Guerra. La legislación les otorgó la oportunidad de reanudar sus estudios, capacitarse técnicamente o tomar cursos entrenamiento laboral, con el derecho a recibir una mensualidad mientras desarrollasen sus estudios.
Gracias a la misma, millones de personas que hubiesen intentado ingresar al mercado de trabajo luego de la guerra, sin capital humano para ello, optaron por reeducarse. Para 1956, 7,8 millones, de los 16 millones de veteranos de la Segunda Guerra, habían participado en un programa de educación o formación profesional.
El capital humano de la fuerza laboral mejoró significativamente; por lo cual, en el mediano plazo, el programa lejos de representar un costo para el gobierno americano, le produjo importantes beneficios. Por cada dólar invertido en la educación de los veteranos recaudó varios dólares en concepto de impuestos.
Dicha relación se produjo porque los graduados universitarios, así como los trabajadores calificados generados por el programa, percibían ingresos claramente superiores a los que hubiesen obtenido de no haber llevado a cabo los estudios y, por ende, pagaban muchos más impuestos.
Educación y capacitación laboral: es claro que es esa es la llave del reino para enfrentar con éxito una de las más pesadas herencias que habrá de recibir el nuevo gobierno el próximo 10 de diciembre.
El autor es Rector de la Universidad del CEMA y Miembro de la Academia Nacional de Educación.
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