Crónica de un final asistido
MIAMI, Estados Unidos. — Ya hizo un mes de la partida del muy querido pensador, autor, periodista y amigo Carlos Alberto Montaner. Aún me parece mentira. No parece posible que ya no esté entre nosotros, que su paso por esta Tierra haya terminado, que nunca más lo abrazaremos. No parece posible que Carlos, simplemente, no esté.
Fue alrededor de 1976, mientras trabajaba en el Centro Cultural Cubano en la calle 51 y avenida 11 en Nueva York, que conocí a Carlos Alberto. No fue en persona sino a través de un libro suyo, de apenas 68 páginas, titulado Instantáneas al borde del abismo. Publicado en 1970 por la Editorial San Juan, en Puerto Rico, Instantáneas cuenta con diez “monólogos al borde de la demencia” según reza en la contraportada, y un epílogo “desde el fondo del abismo” según su autor.
Ese “Epílogo desde el fondo del abismo” me dejó profundamente impactada. No recuerdo nada de los otros 10 monólogos. Volveré a leerlos. Pero lo recuerdo todo, absolutamente todo, sobre la angustia del profesor Gregorio Lanza, el protagonista del epílogo, como si lo hubiera leído ayer.
De más está decir que cuando supe la tristísima noticia del deceso de nuestro amigo, mi cabeza se precipitó 50 años atrás en un viaje en el tiempo. ¿Se había inventado Carlos un personaje imaginario o había escrito una especie de prematuro pronóstico?
El personaje de Gregorio Lanza, profesor de Filosofía y Lógica, es un joven triste y angustiado que le narraba con entusiasmo a sus alumnos de secundaria los pormenores de la muerte de Sócrates. “Sócrates había sido definitivamente condenado a muerte. Sus discípulos todos, con la excepción del noble Jenofontes, acudieron consternados a su celda”. Le propondrían a su maestro darse a la fuga. Su respuesta fue que no, que él tenía que enfrentar la muerte. “En la madrugada le esperaba una tibia copa de cicuta que por nada en el mundo se perdería. Escapar era fácil. Lo duro, lo difícil, lo grande era empinar el veneno… la ejecución se convertía en suicidio… por su propia decisión. La cicuta tibia le sabría a gloria… era él quien concertaría su cita con la muerte”.
En algún momento de esta historia, Gregorio Lanza decide acabar con su angustia, y planifica su suicidio. Se tiraría por un precipicio en su auto con un saco de piedras al cuello. A pesar de los perfectos preparativos, alguien lo salva y frustra sus planes. Magullado y aún con heridas, vuelve al aula, a sus alumnos. “Nadie se explicaba el origen de aquella personalidad dolorosa y sufrida… [era] culto, apuesto e inteligente…” El director de la escuela le hablaría en privado sobre la vida y los principios cristianos, del “valor que se necesitaba para vivir y de la cobardía de los que se quitan la vida”.
Pasaron meses en que la tristeza de Gregorio Lanza aumentaba por día. Sus cuarenta estudiantes “tenían una comprensión intuitiva de la situación por la que atravesaba”. Sabían que “el admirador de Sócrates, el defensor de Séneca, el lector del pornógrafo Petronio, tenía por fuerza que escoger el minuto de su muerte y no dejárselo cobardemente a una contingencia del azar”. Un día, uno de ellos le pidió hablarle en nombre de toda la clase:
“Todos, señor profesor, tenemos a flor de piel, grabado para siempre, el mito de Sísifo que con tanto interés usted nos explicara … Sísifo, condenado a una existencia absurda que le obligaba a empujar cuesta arriba un gigantesco pedrusco… ¿Acaso no se ha dado cuenta que para todos nosotros el laborioso e inútil Sísifo no es otro que usted mismo?”
Y continuó: “Para usted, don Gregorio, no hay otra solución que la de Sócrates; no hay otra salida que la de Séneca; usted tiene que soltar la piedra” de Sísifo. “Le proponemos organizar ahora, sin dilaciones, su suicidio. Aquí estamos nosotros, sus cuarenta queridos estudiantes, para evitar que esta vez nadie le interrumpa”. Todos estaban listos para brindarle una muerte asistida. Lloraba don Gregorio mientras abrazaba a cada uno de ellos.
Así encontró la paz eterna el desdichado Gregorio Lanza: sus alumnos lo ayudarían a ahorcarse allí mismo en el aula, habiendo de antemano atrabancado la puerta. “Gregorio Lanza saltó al centro de la mesa y se puso el nudo corredizo en torno al cuello, el otro extremo de la cuerda fue asido por veinte manos ansiosas…”
Cual un moderno Sócrates, o Séneca, o Sísifo, enfrentaría Carlos Alberto su muerte: por decisión propia. No más sufrimiento a causa de la incurable parálisis supranuclear progresiva, la piedra que tendría que arrastrar inútilmente por quién sabe cuánto tiempo. Una muerte asistida y con dignidad, que el propio Carlos profetizara 55 años antes a través de Gregorio Lanza, cuando ese recurso médico aún no existía.
Francisco, el sumo pontífice de la Iglesia Católica, ha declarado que la muerte es un evento glorioso que no debe decidirlo nadie excepto Dios. Admiro a mi querido amigo Montaner por haberse arrogado ese derecho. Admiro a su familia por haber atravesado ese dolor junto a él y por haberle asistido en su tránsito. Descansa en paz, Carlos Alberto Montaner.
- 23 de julio, 2015
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