La voz augusta
Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Fue el Secretario General del Comité Central de la URSS, o jefe del Kremlin, Leonid Brézhnev, quien decidió poner fin a “la Primavera de Praga”, como se llamó a esa demostración de un socialismo abierto y plural, de jóvenes que podían anteponerse a los viejos carcamales que se limitaban a seguir y a respaldar todas las directrices de Moscú. Este período, a finales de los años 60, dio una gran popularidad a Checoslovaquia, pues participaron muchos intelectuales y pareció que las masas acudían a secundarlos. Brézhnev procuró que la URSS no estuviera sola en el cometido de aplastar el experimento del socialismo en libertad y enviar un mensaje contundente a todo el bloque soviético, sino acompañada de Polonia, Bulgaria y Hungría, en agosto de 1968. El ataque fue simultáneo y ruidoso, y cayeron centenares de víctimas, hasta que la URSS terminó dominándolo todo. La ocupación duró 23 años, hasta 1991, y el caso provocó múltiples renuncias y apartamientos del partido comunista en Europa y otras partes.
La conducta de Jean-Paul Sartre fue ejemplar en esta ocasión. Está descrita en el artículo de muchas páginas que escribió (“La voz augusta”), y que forma parte, a modo de prefacio, del libro de Antonin Liehm, Trois générations, publicado en 1970 por la editorial Gallimard. Sartre condenó la expedición militar y lamentó los muertos, a la vez que explicó, con lujo de detalles, las razones por las que el Partido Comunista soviético no había tolerado la Primavera de Praga y había cortado con ella. En esto hubo en él coherencia, pues en 1956, con motivo de la intervención de la URSS en Hungría a raíz de una gran rebelión popular, también había tomado distancia de Moscú y de los comunistas europeos que la apoyaron o fueron ambiguos al respecto.
Sin embargo, Sartre siguió insistiendo, en los años siguientes, en que era indispensable que todos los movilizados por las ideas de Marx se afiliaran al Partido Comunista, en los lugares donde este prosperaba, como en Francia e Italia (en Francia los comunistas habían obtenido inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial más de 26 por ciento de los votos y desde entonces el partido mantenía el apoyo de una quinta parte de los electores a pesar de sus tropiezos y controversias). Pero eso es algo que él no hizo, y tampoco lo haría en otras ocasiones en las que estuvo cerca de él y propuso que, por más críticas que hubiera al Partido Comunista, todos debían afiliarse a él, estuvieran o no comprometidos con una “liberación” del marxismo. Después de la Segunda Guerra Mundial sus relaciones con el Partido Comunista habían sido ásperas (los comunistas lo habían atacado mucho por su admiración filosófica a Heidegger), pero en los años 50 se había acercado a ellos.
¿Cuál era la razón de animar a otros a afiliarse? Muy simple: el único partido que podía arrebatar a la burguesía el control de la economía era el comunista, y todos debían apoyarlo. A pesar de esta convicción, él continuó, hasta su muerte, preservando su independencia, aunque en ciertas ocasiones se expusiera a actuar en público y ante masas de trabajadores. ¿Por qué Sartre se definió a sí mismo como un escritor independiente y ajeno a toda militancia? La explicación, además de que propugnaba un socialismo con visión humanista que no era compatible con la rigidez del partido, es su extraordinario prestigio, que aliados y enemigos respetaban por igual, y que hacía innecesario someterse a una estructura o jerarquía partidista.
Es sorprendente, a la distancia, observar que Sartre gozaba de esta excepción a una regla en la que él mismo quería embarcarnos a todos. Pero la verdad es que nadie se lo reprochó, incluso cuando aceptó ser la voz y el ejemplo viviente del Tribunal Russell, convocado por el anciano e ilustre inglés, Bertrand Russell, que soñaba con despedirse de este mundo condenando los asesinatos americanos en el lejano Vietnam.
El respeto que inspiró Sartre en amigos y enemigos fue enorme, casi tanto como la inmensa obra que produjo en esos años. Porque sus ensayos políticos no lo apartaron de sus investigaciones literarias. Siguió dedicándose con lujo de detalles a las investigaciones sobre Flaubert, sobre el que publicó un minucioso relato en Gallimard, y la obra maestra que era, y en eso estuve siempre de acuerdo con él, Madame Bovary. Si, además, tenemos en cuenta todas las obras de teatro que escribió en estos años, la fecundidad de Sartre está fuera de toda comparación con sus compañeros de oficio. Estos estudios literarios son tal vez las mejores obras que dejó en herencia. Son muy desiguales, sin lugar a dudas, probablemente porque fueron interrumpidas muchas veces debido a los ensayos políticos. Y en algún caso, en la biografía de Flaubert, en su exploración biográfica de tres volúmenes, que yo leí rigurosamente en esos años, no llegó a escribir el punto y final del ensayo, ni siquiera en lo que concierne a Madame Bovary.
El caso de Sartre es muy curioso. Su influencia fue reconocida en todos los medios, sobre todo en los más alérgicos a él, y a menudo le daban tribuna diarios o revistas que estaban en las antípodas de su pensamiento. Y creo que por una razón simple: por su enorme talento. Era acaso el único que podía competir de igual a igual con los filósofos alemanes que estaban cambiando la visión de las ciencias sociales. Las obras completas de Sartre alcanzarían muchos volúmenes y nadie todavía ha sido capaz de reunir la totalidad de sus novelas, obras de teatro y ensayos. Si a estas obras se añaden los muchos reportajes que dio, donde se explaya sobre sus ideas y convicciones, puede decirse que no hay, probablemente, ningún escritor tan fecundo ni ambicioso como él en la época contemporánea. Esa es la autoridad de la que él presumió, y que el propio general de Gaulle reconoció, llamándolo en una carta célebre “mi querido maestro”. A nadie se le reconoció tanto el derecho de equivocarse como a él, gracias, precisamente, a esa obra monumental. Salvo alguna excepción aislada, nadie lamentó sus graves errores en aquellos años, ni a la hora de su muerte. Como si a las alturas intelectuales que había alcanzado Sartre tuviera un derecho de estar equivocado en cosas importantes que no se les reconocía a otros intelectuales.
Yo lo tengo muy presente porque en los años de San Marcos, en Lima, una universidad de la que tengo tan buenos recuerdos, Sartre era una guía que servía de referencia a muchas personas de la vida intelectual y universitaria de ese país en el que, una vez más, un generalote gobernaba. El Partido Comunista era probablemente mínimo, y los militantes –yo estuve sólo un año en él– no podían, no debían, enterarse de su número, pero es evidente que éramos muy pocos y, probablemente, las enseñanzas de Sartre, que defendía la libertad de la cultura y una visión humanista del socialismo, eran la mejor de las guías que podíamos tener.
En nuestra época, como reconocía con pesar ese viejo librero que encontré hace no mucho en la Place Saint-Sulpice, “casi nadie lee a Sartre” y aún no se han revisado las extraordinarias contradicciones en que incurrió en esa vida tan fecunda que tuvo y en la que, además de escribir, vivió intensamente, compartiendo experiencias múltiples con esa amiga de toda la vida, Simone de Beauvoir. Ha llegado la hora de una revisión exhaustiva y objetiva de Sartre, ahora que su prestigio ya no tiene por qué inhibir a nadie de hacerlo. Es una tarea que queda pendiente.
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