El modelo americano
Fue un exceso de voces discordantes. Me quedé, realmente, alarmado al escuchar al grupo de oradores de la Fundación Internacional para la Libertad que nos congregó, bajo la digna presidencia de Mario Vargas Llosa, en Madrid, recientemente. Creo que algunos de mis amigos liberales exageran. Por lo pronto, mis amigos liberales más pesimistas.
Durante tres años enseñé un curso sobre liberalismo en la Universidad Francisco de Vitoria de Madrid. Comenzaba por decir que me parecía muy bien la propuesta de Francis Fukuyama, «el fin de la historia», había llegado.
Finalmente, la Ilustración había triunfado. Se trataba de un lento proceso que, en tiempos modernos, había comenzado con la Declaración de Independencia de Estados Unidos en 1776 (cuatro millones de habitantes desigualmente repartidos en 13 colonias inglesas, colocadas al Este de los Apalaches, en la cornisa atlántica), cuando nadie apostaba un duro por la supervivencia de aquella joven república, la primera del planeta en ese periodo de la humanidad.
Había llegado a Bretton Woods en 1944, durante la presidencia de F.D. Roosevelt en la Segunda Guerra Mundial. Ya era la primera nación de la tierra justo antes de comenzar la Guerra Fría. Lo siguió siendo tras la implosión de la URSS en 1991-1992, cuando de facto, hubo una especie de reconocimiento de que Estados Unidos era la nación más desarrollada del mundo.
La democracia liberal se había impuesto en el planeta. La fórmula estadounidense, a la que se llegó por «tanteo y error», sin proponérselo, descrita por Douglass North en su magnífico ensayo sobre «las sociedades de acceso abierto», se convirtió en el «modelo» seguido, en mayor o menor medida, por todos los países exitosos de la tierra.
Ese modelo se componía de dos elementos: uno de carácter político y otro económico. La fórmula política era la clásica descrita en el liberalismo democrático: libertades, pluripartidismo, elecciones libres, separación de poderes, y supremacía de la sociedad civil. En el terreno económico era lo que se ha dado en llamar «capitalismo»: sujeción a los mercados y libre fijación de los precios, lo que permitía la incesante aparición de nuevos agentes económicos y la indetenible competencia que convertía en «ganadores» y «perdedores».
Pero luego resultó inexacta la tesis del brillante ensayista norteamericano Fukuyama y de los epígonos que repetíamos sus hallazgos. Lo que renacía era el nacionalismo y las diversas expresiones del anti-internacionalismo, como los ataques del ex presidente Trump a la Otan y al «mundialismo», es decir los elementos que se habían creado para inducir el buen gobierno de acuerdo con lo que indicaban las recetas de la Nueva Ilustración.
Hay un episodio en la serie La ley y orden que da en la clave de la actual polarización que se observa en Estados Unidos. De acuerdo con los guionistas, las mujeres no suelen ser convertidas en pilotos de los costosos aviones porque se trata de un club de «hombres blancos» que monopolizan las actividades de las empresas. Ellos (los personajes de la ficción) han construido una narrativa, mediante la cual se explica que las mujeres «son demasiado emotivas para tener en sus manos a miles de personas indefensas, especialmente porque las mujeres están sujetas periódicamente a cambios hormonales tremendos».
Al final del programa, como si los guionistas desearan dar la otra cara de la moneda, aparece una rubia en cámara, en un campus universitario, explicando y negando la política identitaria, como el mayor reto con que se enfrenta la sociedad. Esto sucede en frente de una estatua de Jefferson, acusado de «racista» por haber tenido una esclava mulata, Sally Hemings, con la que tuvo varios hijos a los que ni siquiera reconoció. Thomas Jefferson, tercer presidente de Estados Unidos y autor de la Declaración de Independencia, no emancipó a su mujer, de la cual tuvo seis hijos, pero sólo cuatro llegaron a la edad adulta.
El episodio termina con un enfrentamiento entre las dos facciones, la identitaria, en la que predominan las personas de raza negra y mixta, y el grupo que pide comprensión para las personas que en el pasado habían asumido una posición liberal sin serlo realmente, o sin serlo totalmente, como era el caso de Jefferson. La mujer rubia que pedía comprensión para esos casos fue dejada sin conocimiento por la facción de los «identitarios» que la golpean en ese episodio.
Los «identitarios» son muchos de los negros, los inmigrantes, los homosexuales, las lesbianas, los trans, y, entre otros, los liberales blancos, que se presentan masiva y transversalmente como los nuevos demócratas, presentados por sus adversarios como «bolcheviques» o «izquierda radical», a lo que ellos se defienden acusando a sus adversarios como «fachos» o «fascistas de derecha».
El Partido Demócrata no es, realmente, la «izquierda radical», aunque se escondan tras esas siglas los minúsculos grupos a los que cabría designarlos de esa manera. Como gran parte del partido de los republicanos no está compuesto por «fascistas de derecha». Esos son modos de simplificar y de asumir posiciones electorales altamente convenientes.
No obstante, el hecho de existir unas divisiones en las sociedades no concede el derecho a la violencia. Divisiones siempre existen en las sociedades. Es la demostración de que están vivas y de que son vibrantes. Pero el enfrentamiento debe ser siempre pacífico y sujeto a la ley. Por eso decía que no se justificaba la amargura de algunos de mis compañeros de la Fundación Internacional para la Libertad. Fukuyama y sus epígonos (entre los que yo me encuentro) quizás se equivocaron al decir que era «el fin de la historia». Siempre hay razones que oponer a esa rotunda declaración. Los liberales creemos en eso. En la rectificación.
@FIRMAS PRESS
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